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Quinto poder

Columna feminista

Las guardianas del patriarcado son en extremo peligrosas para las mujeres, su violencia puede ser grave, dirigida en particular contra las que son una amenaza para la permanencia y sobrevivencia del patriarcado como sistema social de explotación contra las mujeres; justifican que se cometan actos de violencia física contra las mujeres que “merecen ser castigadas” por transgredir y romper con su “obediencia” al patriarcado, que lo mismo puede estar encarnado en hombres que en mujeres que defienden todo lo que oprime a las mujeres, las violenta, las invisibiliza o las devalúa.

Una de las figuras más interesantes que encontré en la teoría de la violencia contra las mujeres, es esa, «las guardianas del patriarcado», esas mujeres que no solo se alían, sino que defienden la violencia contra otras mujeres y operan y actúan como brazos ejecutores de algunas de esas violencias. 

En el pasado ese papel lo ejercieron las «suegras» que violentaban a las nueras mediante la imposición de un control al cuerpo de las mujeres y la imposición de una moral a modo. Uno de los mejores ejemplos de esa violencia se documentó en uno de los capítulos de la serie Mujeres asesinas, pero ha estado presente en narrativas como en Doña Bárbara, y en muchas otras expresiones del arte. 

Lo peor, es que muchas veces las mujeres no saben cuándo o cómo operan como «defensoras» o «guardianas» del patriarcado y cuándo se están aliando con él, pero eso nos da pauta para reflexionar de qué lado estamos eligiendo estar en esta lucha por la sobrevivencia de las niñas y las mujeres. 

Algunas de las preguntas que nos sirven para identificar si estamos jugando como “guardianas” del patriarcado ya han sido identificadas a través del tiempo por otras feministas e incluye aspectos que van desde la defensa de los estereotipos que sostienen el género, es decir, la asignación e imposición de roles, palabras y lugares a las mujeres para devaluarlas, cosificarlas e invisibilizarlas hasta la caricaturización patriarcal sobre el ser mujer, reduciéndola a orificios, pechos y nalgas hipersexualizadas.

Incluso se enmascaran de aparentes discursos transgresores que solo imponen la preservación de los roles que históricamente han desempeñado las mujeres al servicio del patriarcado y que el feminismo ha cuestionado, como la disponibilidad de los cuerpos de las mujeres para el disfrute/explotación al servicio de los hombres.

Y no es que una mujer no pueda elegir tener todas las transgresiones que elija, lo complejo radica en que se construyan transgresiones que escapen al beneficio histórico que ha obtenido el sistema patriarcal de los cuerpos de las mujeres.

No hay una prueba, pero sin duda, pensarnos y repensarnos en qué momento y cómo podemos convertirnos en “guardianas del patriarcado” debería pasar por el principio simple y más añejo que a Olimpia de Gouges le costó la vida hace más de 200 años, y que parece seguir costándole la seguridad, la integridad y la vida a muchas mujeres hoy día, atreverse a confrontar al patriarcado y colocar en el centro de todas las reflexiones a las mujeres. Considerarlas ciudadanas.

Las guardianas del patriarcado, encontraremos que esta figura corresponde no solo a mujeres, sino esencialmente a hombres guardianes, pero es posible que también la desempeñen las mujeres. La forma más fácil de encontrarlas es pensando que son “mujeres machistas” o que “defienden a los hombres”. Es mucho más fácil identificarles cuando son hombres al frente de la toma de decisiones en la justicia, en la política pública y en las propias organizaciones. Lo complejo es cuando una práctica de defensa del patriarcado se enmascara y engaña detrás de una mujer.

Pues a la par que, conforme ha pasado el tiempo, la violencia contra las mujeres se ha hecho mucho más racional, más sofisticada y compleja, también lo ha hecho la figura de las “guardianas del patriarcado” aunque a final de cuentas se reduce a defender a lo masculino, lo falocéntrico, para quienes es impensable colocar a las mujeres en el centro.

No solo se trata de la violencia sino las formas de discriminación, la vuelta a la invisibilización bajo los discursos “humanistas” de épocas pasadas que se maquillan y enmascaran de “modernos” para convencer que no es necesario hablar de las mujeres y las ciudadanas, igual que hace 200 años.

Y eso, por supuesto, incluye que ser “guardiana” o “guardián” del patriarcado tenga implicaciones mucho más sofisticadas. Aunque en algunos casos, basta pasarles el “tamiz” básico para mirar que sus violencias buscan mantener el mundo igual que hace 200 años, un planeta en el que las mujeres no existían en el papel, no eran reconocidas en las leyes como sujetas jurídicas, y buscan sostener los estereotipos más comunes y obvios de que los cuerpos de las mujeres son para el disfrute y explotación del sistema patriarcal, y realmente creen que las mujeres deben sacrificarse y abnegarse por y para el otro masculino, negarse y solo así son aprobadas (solo así nos perdonan la existencia) sosteniendo la búsqueda de la aprobación masculina. 

Es decirnos que en el mundo solo hay lugar para nosotras, solo si renunciamos a todo por los hombres, y miren que crecí oyendo esos discursos, así nos intentaron educar las abuelas, las madres, a darles la comida, la voz, a callar, a ser silenciadas si un hombre hablaba, a aplaudirles, a aceptar que ellos nos definieran y dijeran cómo debíamos ser… y aún así, resistimos, sobrevivimos.

Lo que las guardianas y los guardianes del patriarcado siempre les han pedido a las mujeres es eso, negarse, abdicar, renunciar, colocarse segunda, anteponer al otro, ¿cómo va a la mujer capaz de ser egoísta y no colocar a otro antes que a ella? No hay nada más convencional en la forma histórica de la discriminación y la violencia contra las mujeres que demandarnos la abnegación, ceder nuestro lugar en el mundo, la comida, el nombre, la palabra, la voz. 

Ya lo pensó y escribió hace más de 100 años, Victoria Ocampo cuando observó que no existía un diálogo entre las mujeres y los hombres, sino que ellos más bien imponían su voz porque no nos reconocían como sus iguales, como seres humanos, por eso solo había un diálogo posible “no me interrumpas”, no blasfemes, no niegues que soy yo el que manda -dirían los guardianes-, es él el que manda y nos define a nosotras las mujeres -dirían las guardianas-. Qué suerte que a Victoria no le tocó vivir en la época en la que a Olimpia le costó la cabeza atreverse a exigir ser nombrada.

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QUINTO PODER

Las mujeres nos volvemos activistas y defensoras por empatía, por convicción, pero también a partir de las experiencias vividas, del aprendizaje en la vida misma sobre las restricciones a los derechos humanos de las mujeres y sus consecuencias en nuestra vida, la de nuestras hermanas y amigas, con quienes compartimos la experiencia de socializarnos desde nuestras infancias en un sistema patriarcal en el que somos disminuidas y desvalorizadas al grado de que las guardianas del patriarcado, mujeres y hombres, nos condenan si nos atrevemos a romper los silencios y a querer ser protagonistas y conscientes de nuestros cuerpos.

Este 28 de septiembre en el mundo se conmemora el “Día de Acción Global por un Aborto legal y seguro”, y todavía hay posiciones encontradas guiadas por la moral y las creencias personales que pretenden imponerse en el cuerpo de otras mujeres. El último y más importante reducto de los territorios dominados por el patriarcado es el cuerpo de las mujeres, botín médico, comercial y hasta ideológico del sistema patriarcal que toma decisiones sobre la vida de las mujeres en lo concreto para influir en la percepción que las mismas mujeres tienen sobre el ser mujer.

Pero, para nosotras, la empatía o no con el aborto nos llega de las ancestras que lo vivieron con suma restricción, de las madres, de la abuela, de la tía o de nosotras mismas que, desde nuestro propio saber y sentir en nuestros cuerpos cómo se vive un aborto adoptamos una posición pública.

En mis años de acompañante de abortos, más facilitadora de información, me tocó dar información y datos sobre cómo acceder a mujeres que tenían que trasladarse a la Ciudad de México para poder interrumpir sin miedo a perder la vida, entre ellas había mujeres católicas, cristianas, ateas, jóvenes, adultas, solteras y casadas, con hijos o sin hijos, a todas les brindé el apoyo que tenía a mi alcance, hicimos redes con otras valientes amigas que las recibían en su casa en la capital del país, hicimos lo que podíamos con lo que se tenía con tal de no dejarlas solas.

En este tiempo he sabido y leído sobre cómo continuaron sus vidas y posteriormente eligieron la maternidad en el mejor momento que encontraron para ello, son madres, profesionistas, o son mujeres adultas que decidieron pensando en su propia integridad, la del producto o en la vida de los hijos que ya tenían. 

Los acompañamientos los empecé hace más de 19 años, justo después de vivir una experiencia de aborto “espontáneo”, y lo entrecomillo así porque la realidad es que el diagnóstico médico-ginecológico lo anticipó al menos 3 días antes y para mi sorpresa la intervención no podía hacerse a pesar de tener conocimiento. La médica me explicó que ella no podía “instruir” un legrado hasta que presentara el sangrado “natural”, debido a que las leyes restringen la acción anticipada por considerarlo como “causar”.

Recuerdo que estaba entonces en “espera” de vivir el sangrado que yo sabía sería doloroso, y así lo fue; estaba en el trabajo cuando empecé a sangrar en forma abundante y conforme a la indicación de la médica, en ese momento tuve que ir a su consultorio, así como estaba incluso poniendo un cartón en el asiento del auto para no mojarlo, y solicitarle la hoja de autorización para mi ingreso al hospital.

La experiencia me bastó para asumir una posición clara y contundente sobre la urgencia de garantizar el aborto sin estigma ni criminalización para las mujeres, y creo que es inaudito que una mujer tenga que vivir eso porque todo un sistema social opera en su contra “restringiendo y criminalizando” y que acceder a la atención solo puede darse con la autorización de un médico/a que valida que efectivamente es un proceso “espontáneo”, o sea sin importar nada, se parte de la duda y la desconfianza de la palabra de una mujer y se le condiciona  a que alguien más esté en facultades de validar y afirmar lo que su cuerpo está viviendo.

Eso me pareció terrible, es inaudito que una mujer tenga que vivir la experiencia desde el estigma y la criminalización porque todos pueden dudar de ella, tienen el derecho de hacerlo y sea o no una interrupción voluntaria (con causales de por medio) o espontánea, lo que opera primero es un dispositivo violento de estigma y criminalización para hacerle saber y sentir que, todos pueden decidir y opinar sobre lo que su cuerpo está viviendo.

Todo lo que vivimos desde que somos niñas en esta sociedad es que rechacemos o neguemos nuestros cuerpos cuando no es para complacer o ponerlo al servicio del sistema patriarcal, no podemos tocar nuestra vulva, no debemos hacer saber a nadie que sangramos, tenemos que avergonzarnos si nuestra ropa se mancha, lavar y modificar el olor de nuestro cuerpo.

Nuestro cuerpo, frente al que el patriarcado misógino y violento siempre ha tenido una expresión para las “rajadas”, y no escapamos -lo intentamos- de esa violencia discursiva que se propaga a la medicina moderna que nos dice que sí y qué no puede dolor, qué es o qué no es importante en nuestras vidas desde nuestra genitalidad.

El aborto es y será una agenda de los derechos de las mujeres y de otras mujeres que prefieren mirarse o nombrarse de otras formas, cuerpos de mujeres que menstruan, sangran, gestan y abortan, cuerpos que habitamos y desde los cuales vivimos la discriminación violenta y misógina de que otros puedan nombrar como quieran, menos nosotras. 

El aborto es sin duda la columna vertebral del feminismo, porque, aunque está presente en la vida de las mujeres desde todos los tiempos y nos acompañará en cualquier lugar donde estemos en el futuro, hasta hoy no ha dejado de ser estigmatizado y controlado por el “otro”, nuestro cuerpo es el primer y último reducto de la autonomía de las mujeres. No es casual, cualquier intento por diluir la conciencia de ese territorio está profundamente arraigado en la más rancia y conservadora misoginia.

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En memoria de Ivonne, de Luz y de muchas otras en el anonimato.

Toda violencia que podamos vivir o a la que nos encontremos expuestas nos causa temor y preocupación, pero nos aterra aquella que vemos venir en contra de las mujeres causada por la misoginia feminicida que impera en este país, aliada de la indiferencia; esa impunidad social y del Estado que son cómplices y toleran agresiones en el espacio público y privado para causar daño, sufrimiento y dolor extremo contra los cuerpos de las mujeres, mediante la saña y violencia extrema que caracterizan los ataques para quemar los cuerpos con fuego o ácido.

Hace más de 27 años en Campeche, Campeche, ejercía como reportera incipiente en un diario local y un día de “guardia” llegó a la redacción el aviso de que una joven estudiante había sufrido un ataque en el transporte público. Llamé para conseguir información y me trasladé al hospital del IMSS de la ciudad para tratar de hablar con algún familiar. Al llegar me encontré a un hombre que se identificó como hermano de la víctima. En ese tiempo yo tendría 19 años y lo que supe de ese evento cambiaría mi vida para siempre.

Se trataba de una estudiante de 22 años (si la memoria no me falla) llamada Ivonne. Había empezado a estudiar Derecho con el apoyo de sus hermanos luego de ser madre a muy temprana edad. Ese día salió un poco tarde de sus clases, abordó el autobús que la llevaría de la Universidad Autónoma de Campeche a su domicilio sin saber que, en el camino, dos elementos de la Naval que habían estado bebiendo toda la tarde subirían al mismo autobús en el que ella viajaba. Los dos sujetos se quedaron sin gasolina y fueron con un “bidón” a comprar combustible.

El resto es una historia de horror. Los dos hombres tomaron la decisión de utilizar la gasolina para rociar a Ivonne con el combustible y prenderle fuego, el hecho fue tan rápido que el conductor de la unidad nada pudo hacer.

No sé si ambos sujetos ya están en libertad, no sé qué sucedió con el conductor. Lo que sí sé es que Ivonne, con quien me familiaricé en esos ocho días de seguir día a día su estado de salud, vivió un verdadero calvario, con quemaduras de tercer grado en el 95 por ciento de su cuerpo, hasta que falleció.

Nunca más mi vida sería igual, nunca más podría volver a mirar la violencia contra las mujeres de la misma forma. Me aboqué a trabajar el tema luego de darle mil vueltas acerca de qué pasaba por la cabeza de esos dos hombres que creyeron que podían cometer tal acto. Había muchísimas preguntas, pero ninguna respuesta, como tampoco la hay hasta el día de hoy.

Estas emociones las reviví con Luz Raquel. Supe de su situación por un WhatsApp en un grupo feminista en el que nos pedían firmas para exigir justicia; después de leer los detalles, firmé y convoqué a más firmas. Al día siguiente, muy temprano, recibí un mensaje —fue lo primero que leí en el día— de otra compañera feminista: comunicaba la indignación por la muerte de Luz como resultado de las quemaduras sufridas en el ataque.

Alguien decidió prenderle fuego rociándola de alcohol, en lo que se cree fue “una forma de castigarla por transgredir varios mandatos hacia las mujeres”. Y lo escribo así, entrecomillado, porque no es una justificación, sino una forma de conceptualizar lo que sucedió.

Mucha de la violencia contra las mujeres tiene origen en la misoginia feminicida que predomina en la sociedad y que se traduce en los ataques contra las mujeres; la indiferencia frente a la violencia; priorizar otros temas, otras agendas; responsabilizarlas de la violencia que viven y justificar que “ellas se lo buscaron”, “ellas no hicieron nada por evitarlo”, “ellas se quedaron ahí”, “ellas…”. Una larga lista de argumentos que esgrimen personas que, tan solo con hacerlo, nos dan muestra de esa sociedad misógina y violenta contra las mujeres que sigue justificando la violencia feminicida.

Lo mismo sucedió con el caso de María Elena, quien fue atacada con ácido. No faltó quien argumentara mil cosas. No entiendo, de verdad, no entiendo tanto desprecio por la vida y dignidad de las niñas y mujeres.

Pero este es el país donde me tocó vivir. Esto es lo que sé, conozco y leo todos los días, a pesar del horror cotidiano. Esto es de lo que elegí tener conciencia y sumarme a muchísimas mujeres que me antecedieron y con las que, hoy día, me acompaño en la labor de defensa de los derechos humanos de las niñas y mujeres, porque sin importar de qué ámbito se hable, siempre es lo mismo: desprecio por la vida y dignidad.

Nos quieren calladas, nos quieren borradas, nos quieren invisibles, nos quieren muertas, pero también nos quieren “sufriendo”: quieren que aprendamos con ese terrorismo sexista, con esa violencia patriarcal aleccionadora. Pero elegimos honrar la vida de Luz, de Ivonne, no olvidarlas y nombrarlas, y exigir que ninguna mujer tenga que vivir estos horrores. A las feministas no nos gusta la guerra ni el lenguaje de guerra, pero es claro que afrontamos una lucha por la supervivencia, para vivir en libertad y dignidad.

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En los últimos 20 años, México transitó un clima de violencia, y con ello el debilitamiento hasta el rompimiento del tejido social, de las redes de apoyo familiares y comunitarias, cuyas poblaciones más vulneradas como consecuencia de las violencias directas contra las mujeres y hombres, fueron las niñas y los niños, sin que hasta el momento haya un balance integral que nos permita aproximarnos al costo social del impacto en la vida de esas infancias hoy juventudes.

Para poner en contexto, si las personas adultas fueron víctimas de desapariciones, desplazamiento, violencia feminicida, incremento de la violencia social y la exposición a la aparición de cuerpos mutilados en el espacio público, generando  una percepción de inseguridad, miedo y terror al enemigo invisible, la sensación de inseguridad y la apología a la violencia del crimen organizado, a esas mismas condiciones fueron expuestos y expuestas las niñas y los niños que vivían en las familias mexicanas que vivieron un hecho del que fueron víctimas, hogares golpeados por la violencia que fue en incremento hasta minar las ciudades, los estados y donde la vida nunca volvió a ser la misma.

Las infancias no solo estuvieron expuestas en algunos casos a ese “paraíso” de la niñez en la que nos tocó crecer a muchas personas que hoy trabajamos en protección de derechos humanos, en las instituciones y en los espacios de toma de decisiones, a ellas y ellos les tocó vivir otro país en donde las calles dejaron de ser seguras, las escuelas se convirtieron en espacios bajo la amenaza del crimen organizado y el tráfico de drogas.

A las infancias que hoy son jóvenes y a las que siguen creciendo les ha tocado ser niños y niñas en un país vulnerado por la violencia, y así como miramos que en Estados Unidos la sobreexposición a la violencia, al rompimiento de la familia, la disociación con la realidad y otros conflictos se mantuvo, y en paralelo creció la violencia con los tiroteos en las escuelas, en México aún no tenemos claro cómo se traducen esas violencias.

Tenemos una sociedad en la que los niños y las niñas afrontan contextos de violencias relacionadas con prácticas consuetudinarias como son el abuso sexual por parte de figuras de autoridad, docentes, figuras religiosas, familiares, prácticos de pederastia; abuso sexual infantil, estupro, violaciones, incesto, constituyen un ámbito que ya se vivía aunque apenas recientemente se denuncia y desnaturaliza en México.

A eso hay que sumar, o empezar a generar, reflexiones y extrañarnos frente a la normalización de que en algunas regiones de México se hable –tristemente, desde hace varios años ya– de los “niños sicarios”, de adolescentes que son presa del crimen organizado, que son seducidos por la violencia como si se tratara de un estilo de vida, más la violencia que las propias instituciones ejercen por su nula capacidad de entender que las infancias deben ser protegidas, y en vez de eso se tolera y permiten los abusos contra las niñas y los niños.

Y si sumamos otro factor al contexto de violencia que hay que considerar para mirar la situación que viven, tenemos que incluir el empobrecimiento, la pobreza alimentaria, el abandono y la deserción escolar, la falta de oportunidades, el ser tratados como adultos que tienen la obligación de proveer y sumar recursos a sus familias, niños y niñas que dejan los juegos y tienen acceso a armas de fuego, a drogas que están disponibles en las cercanías de sus escuelas porque hay una mirada discrecional que tolera la venta de drogas en esos espacios.

En nuestro país, las niñas y los niños, el futuro y el presente, el corazón del mundo que nos debería mover y convocar para darles un mundo de paz, por el contrario, vive el mismo país del que nos quejamos cotidianamente por la extraordinaria violencia que nos vulnera todos los días.

Hace poco Redim, organización de derechos de la infancia, puso en la agenda pública la condición de la niñez y la desaparición como víctimas directas, pero también viven y sufren las consecuencias de la desaparición de sus madres, hermanas y hermanos, de sus padres, de familiares o amigos, y hay escasa información acerca de cómo impacta esa violencia en su percepción de la seguridad, en la confianza y en la realidad.

Sin embargo es poco lo que se sabe, es poco lo que ha implementado como política pública para conocer la correlación entre la violencia social y de género y el impacto en las infancias en México, en el incremento en la comisión de delitos cometidos por adolescentes que vivieron sus primeros expuestos a ese país que nos robaron, que dejó de ser el paraíso de las calles donde se podía jugar pelota y volver a casa con un raspón en las rodillas como el mayor peligro afrontado en el día.

Hoy, es necesario sentarnos a hablar, a investigar y a reflexionar, a analizar qué está sucediendo con las niñas y los niños, no podemos soslayar la importancia que tiene la pérdida de la inocencia, el miedo, los suicidios de adolescentes y otras violencias autoinfligidas, o infligidas a otros niños y niñas.

Las juventudes que hoy son vistas como “frágiles millennials”, en realidad son niñas y niños que crecieron con el noticiero anunciando cuerpos entambados, jóvenes asesinados en discotecas, mujeres y adolescentes desaparecidas, asesinadas brutalmente en la calle o en sus casas, son los chicos y las chicas que escucharon silenciosos la noticia de la desaparición de un amigo de la escuela, del padre de algún compañero y vieron empobrecerse a sus familias, que vieron cambiar al vendedor de naranjas de afuera de la escuela por el dealer de drogas cada vez más duras.

Nuestra responsabilidad no se extingue con su mayoría de edad, nos toca preguntarnos qué sucedió con sus infancias, cómo les impactó la violencia, para ver si eso nos ayuda a evitar más violencias sobre las niñas y los niños que hoy miramos en los parques, en las escuelas y en las calles.

Hace un par de años me tocó escuchar a un chico vendiendo pan en Campeche, en conversación supe que su familia había llegado de otro estado, que su familia se fue del lugar donde nació porque había mucha inseguridad. Su mundo cambió, su pequeño universo le fue arrebatado porque su familia no tenía oportunidad de sobrevivir en medio de la violencia que se instaló en varios estados del país y que intenta seguir apoderándose del destino y presente de niñas y niños en este país. Y no podemos ni debemos quedarnos de brazos cruzados frente a esa violencia contra las y los más vulnerables.

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En México hay casi 30 mil niños que viven en hogares y albergues, de otros 5 millones de niños, niñas y adolescentes sus vidas presentes y futuras penden de un hilo por enfermedades y muerte de la madre/padre, encarcelamiento de estos, por adicciones, violencia, además de que el resto vive en una sociedad en la que están expuestas y expuestos a la violencia social y que aún no sabemos la dimensión del impacto en sus vidas de las desapariciones, feminicidios y el terrorismo del crimen organizado.

Además de estos datos de Aldeas infantiles, hay un cifra de 1.6 millones de niños y niñas en la orfandad por la muerte de su madre o padre, ya sea por alguna enfermedad o como resultado de la violencia. Las posibilidades de que las infancias sin familia puedan tener una vida digna y de respeto son menos que escasas, son los rostros que nadie quiere ver, preferimos voltear para otra parte antes que detenernos a verles.

Es el pequeño que juega en el crucero mientras su madre hace malabares para obtener algunas monedas, es la niña que juega con basura en una esquina del centro de la Ciudad de México entre personas en situación de calle de miradas ausentes por el consumo de alguna droga, y todo eso ocurre frente a nuestros ojos, y si llamas a la policía para pedir auxilio te preguntan que cuál es el problema de que esté ahí.

Hace unos días, un adolescente de 18 años disparó y asesinó a 19 niños y niñas, y a dos maestras de la misma escuela y una vez más puso el tema del uso de armas y la accesibilidad de estas a la población en Estados Unidos, también se habló sobre la relación con los videojuegos violentos e incluso sobre la posibilidad de que era víctima de bullying cuando era niño, aunque más tarde se aclaró que él mismo había sido un “bulleador”. Apenas así pareció ponerse interés en lo que sucede a las infancias.

Hace más de 20 años ya, un día cualquiera, mis sobrinos de apenas 7 y 6 años corrían detrás de un perrito al que llamaban Tribilín, su imagen era la inocencia misma. Al verlos, solo pude desear que esa inocencia siempre estuviera intacta, que nada les doliera tanto para perder el amor a los animales, para desconfiar y temer a las personas adultas.

Años después, otra sobrina me escuchó hablar sobre las niñas desaparecidas y en un momento me preguntó: ¿eso qué significa tía, debo dejar de salir a jugar? Y solo atiné a decirle que ella no debía preocuparse de nada, que nosotras estábamos ahí para cuidarla y protegerla, que a ella solo le tocaba escuchar cuando le dábamos recomendaciones de qué hacer y qué no hacer.

Recuerdo también un día cualquiera en Campeche, en un camión del transporte público había un niño “ayudante de camionero”, que gritaba cada tanto a todo pulmón el rumbo de la ruta para subir a la gente, cobraba diligente y en los momentos de silencio y paz en el recorrido, cantaba para sí “si las gotas de lluvia fueran de caramelo…”, no pasaba de los 10 años y ya tenía la responsabilidad de trabajar y ayudar en casa, expuesto a un mundo desde su condición de niño.

Todas las personas adultas fuimos niños y niñas alguna vez, pero quizá en el camino se olvida lo que se sentía y se sabía a esa edad, la inocencia y la alegría, tener el corazón pequeñito y amar pero también tener miedo, incertidumbre, hambre, ¿qué puede trastocar el corazón de un niño o una niña para llevarlo a ser un adulto lleno de miedos o de odios? Es la pregunta que no deja de rondar en mi cabeza, cada que pienso en lo hermoso de unos adultos cuya alegría y ternura permanece intacta, porque el mundo no logró arrebatárselas, adultos que sonríen, adultos que aman sin miedo, personas adultas que abrazan la amistad y son personas amables porque recibieron amor en sus infancias.

Cualquiera que sea la razón para que un adolescente que apenas va saliendo de la infancia trastoque la vida de otros niños y niñas habla de indiferencia de las personas adultas a su alrededor para saber ver que era un niño quebrado, roto, que algo no estaba bien y que se fue haciendo cada vez más grande hasta llevarlo al punto donde no hubo retorno.

Varias notas hablan de que era un adolescente conocido por torturar animales, gatos y perros del vecindario, y sí, esos son algunos de los indicios de que algo sucede en el corazón y en la mente de un niño o niña, pero como en muchos casos simplemente ocurre que no son vistos, son invisibles o todo se supone de ellos y ellas, pero poco se sabe.

Y me atrevo a escribir esto porque recuerdo aquella mala campaña que se hizo en una institución de salud diciendo que de “Antes de cumplir los 18 años, 5 de cada 10 mujeres serán madres”, o todas las resistencias e insistencias en creer que tener derecho al ejercicio de la sexualidad es lo mismo que la existencia de los matrimonios infantiles, o un programa para prevenir la violencia basada en el supuesto de que había que empezar por prevenir el embarazo adolescente porque los que cometían delitos eran los hijos de esas adolescentes al llegar a su edad adulta.

Prejucio, estigma, criminalización, invisibilización, creer que una niña ya puede y debe ser madre porque menstrúa, su sexualización y cosificación, su consumo como producto, las violencias sobre los cuerpos de las niñas, el incesto y el abuso en la familia sobre las niñas y los niños, el incremento gradual y alarmante de las experiencias de abuso sobre las infancias en México solo hablan de que no hay claridad acerca de lo que implica la protección de los derechos de las infancias.

Los derechos de las infancias, lo más nuevo

Pero no es nada nuevo, contrario a lo que se cree, la humanidad no ha cuidado de las infancias, siempre las desprotegió, incluso hoy pese a existir marcos de protección existe una subyugación y violencia basada en el poder de sometimiento físico, en la opresión basada en la figura de respeto del niño/niña hacia el adulto, incluso la violencia sexual infantil se basa en la explotación amoroso-afectiva del adulto sobre las infancias que confían en ellos, y en la ausencia de recursos en las infancias para hacer frente a la violencia adulta que se apoya principalmente en la poca credibilidad a un niño o niña. Minorizar no es nuevo, es lo más vigente.

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CIMACFoto: Lourdes Godínez Leal

En 2012, el Comité de Expertas de la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW) presentó en sus observaciones al Informe del Estado Mexicano sus preocupaciones por el “número cada vez mayor de desapariciones forzosas de mujeres y muchachas en entidades como Chihuahua, Nuevo León y Veracruz”, y la falta de registro sistemático de las desapariciones, así como la lenta respuesta del Estado para buscarlas. Diez años después la sociedad mexicana se dio cuenta que no tomar medidas a tiempo derivó en una feminización de la desaparición.

Hace una semana escribíamos acerca de la condición y diferencia de nacer como mujer en México y sus implicaciones, y los sucesos que ocurrieron en estos días confirman la gravedad de la realidad de las niñas y mujeres jóvenes en este país que se niega a conciliar y anteponer la construcción de soluciones antes que los intereses particulares y confrontaciones de siempre. Hablar de esto no es secundar a quienes lucran partidistamente con la violencia que siempre ha estado ahí en contra de las niñas y las mujeres, en cambio sí es urgir a respuestas que consideren seriamente el origen de este grave problema.

Lo que se concluye de la semana pasada para acá, es que efectivamente nacer en cuerpo de mujer en México está directamente relacionado con las oportunidades de vida, la esperanza de vida y las condiciones para sobrevivir a la violencia feminicida en los primeros años de vida. Si una niña logra llegar a los 15 años después de afrontar condiciones de violencia histórica por esa devaluación de la que aquí escribíamos, afrontará un contexto de riesgo feminicida que se incrementó paulatinamente junto a la presencia del crimen organizado en México.

Hace 10 años, el séptimo Informe del Comité de Expertas señalaba sus preocupaciones en el párrafo 18. Al Comité le preocupan… “El número cada vez mayor de desapariciones forzosas de mujeres y muchachas, el hecho de que las desapariciones forzosas no constituyan un delito en varios códigos penales locales, la falta de un registro oficial sistemático de las desapariciones y la lenta o nula activación de los protocolos de búsqueda en vigor, como el protocolo Alba y la alerta AMBER, por las autoridades”.

En numerosas ocasiones, en textos que he redactado o en intervenciones, he señalado este párrafo, acompañado del comentario de que el Estado Mexicano recibió esta observación y «no hizo nada al respecto», pese al evidente sesgo de la feminización de la desaparición en México, y si algo hay que reiterar y poner sobre la mesa es que las niñas y las mujeres son las víctimas de ese ciclo de desaparición-trata-feminicidio, en un contexto cada vez más alentado hacia la permisividad de la explotación sexual de las niñas y las mujeres en México a través de la “prostitución”.

No es algo nuevo y conviene analizar el problema en su contexto y como parte de una característica de la desaparición en nuestro país que ha pasado por distintas etapas desde finales de los 60 hasta la actualidad.

Antes, desde 2009, la Sentencia de “Campo Algodonero” ya había hecho énfasis en la urgencia de tomar medidas, adoptar acciones, cambios culturales, adopción de medidas institucionales y dejar de criminalizar a las niñas/mujeres jóvenes en su búsqueda cuando desaparecían, emprender búsquedas inmediatas. Fue hasta 2017 que se adoptó de manera oficial en las leyes que no era cierto -nunca lo fue- lo de dejar pasar 72 horas para emprender la búsqueda.

En aquellos casos y en los de 2012 se identificaba una serie de factores que favorecían el contexto para la desaparición de niñas y mujeres jóvenes, como son el incremento de la presencia de actividades del crimen organizado, el aumento de las fuerzas armadas en las calles, el aumento en la disponibilidad de armas de fuego, en el consumo y distribución de drogas, así como la normalización del consumo violento de los cuerpos de las niñas y las mujeres a través de prostíbulos que funcionan en complicidad con las redes de trata para siempre tener cuerpos disponibles.

En el análisis de las condiciones para que se acreditara el feminicidio se encontró que las razones de género aludían a ese contexto de violencia social, especialmente a lo que la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia denomina como violencia feminicida con la impunidad social y del Estado, es decir, esa permisividad en el ánimo colectivo hacia el ejercicio de violencia en los cuerpos de las niñas y las mujeres como un daño colateral de la presencia del crimen organizado y las acciones para “combatirlo”.

En ese mismo Informe, la CEDAW identificó dos contextos en torno a la desaparición de las niñas y mujeres jóvenes en México:

  1. “Que las mujeres y las muchachas se vean sometidas a unos niveles cada vez mayores y a diferentes tipos de violencia por motivos de género como (…) desapariciones forzosas, torturas y asesinatos, en particular el feminicidio, por agentes estatales, incluidos funcionarios encargados de hacer cumplir la ley y fuerzas de seguridad, así como por agentes no estatales como grupos de delincuentes organizados, y”
  • El Comité expresa su preocupación por la información recibida en que se indica una conexión entre el aumento de los números de desapariciones de mujeres, en particular muchachas, en todo el país y el fenómeno de la trata de personas.

Esta información vino acompañada de la recomendación de elaborar un diagnóstico del fenómeno de la trata de mujeres y “muchachas”, incluidos su alcance, causas, consecuencias y objetivos, así como sus posibles vínculos con las desapariciones de mujeres y “muchachas” y las nuevas formas de explotación.

Lamentablemente cuando se analiza la información en su contexto y desde una perspectiva de Derechos Humanos de las mujeres y las niñas es sencillo identificar las causas de la violencia contra ellas, pero parece ser hoy un tema desplazado, porque a muchas personas les parece que ya fue suficiente de colocarlas en el centro y que ya no son prioridad. El problema es que no han entendido que comprender la violencia contra las niñas y las mujeres es la clave para entender las problemáticas sociales más graves que aquejan a este país, es el tamiz necesario para buscar y encontrar soluciones desde enfoques integrales que reconozcan la causa-efecto.

Muchas teorías y sentencias (incluyendo la sentencia de la Corte Penal Internacional por las violaciones y asesinatos de mujeres en Yugoslavia y Ruanda) se han escrito sobre el fenómeno de la violencia expresada en los cuerpos de las mujeres, sus características, motivaciones y contextos, pero es claro que la condición de nacer mujer y sobrevivir a todas las violencias identificadas que acaban con la vida de las niñas, habla casi en una eugenesia selectiva por el sexo, y tiene imbricaciones políticas y con el crimen global.

Que las sobrevivientes que pasan los 15 años afronten contextos graves como el que hoy observamos en México en donde la desaparición de jóvenes menores de 20 años nos muestra que muchas de ellas aparecerán como víctimas de feminicidio del crimen organizado vinculado con la trata, la prostitución y el consumo y distribución de drogas duras.

Si una niña supera el pronóstico de violencia y vive más allá de los 15 años, antes de los 20 habrá enfrentado altas probabilidades de desaparecer por ser mujer. Hay una relación directa entre el incremento en la disponibilidad de armas de fuego con el aumento de feminicidio con armas de fuego, hay una relación directa entre el aumento en la presencia del crimen organizado con la violencia en el ámbito familiar y de pareja que alentado por la impunidad estima que existen condiciones para la comisión del delito de feminicidio “sin consecuencias”, véase el ejemplo de las estadísticas de Quintana Roo.

Hay una relación entre el crimen organizado y las redes de trata para la explotación sexual, la explotación laboral y la esclavitud en las entidades en donde desde hace más de 20 años se consolidó un escenario de violencia y explotación de los cuerpos de las niñas y las mujeres.

La migración de las mujeres está relacionada con la violencia sexual, el feminicidio, la trata y la explotación sexual.

No puede verse la explosión estadística de la violencia contra las mujeres, el feminicidio y las desapariciones como fenómenos aislados sin atravesarlo por la relación bi-fronteriza, el incremento en la disponibilidad de armas y drogas en territorio nacional, la situación de las fuerzas policiales en México, la prostitución como causa de la trata, los cambios socioculturales de las redes de apoyo y los trazos y diseños urbanos, y todo esto atravesado por el crimen organizado para entender y ver la problemática en su justa dimensión y tratar de manera integral encontrar cómo empezar a resolver esta grave situación.

Lamentablemente todo se sabe y se recuerda con cada asesinada, pero se diluye en discusiones partidistas y ahora hasta en otras agendas por encima de la violencia feminicida que persiste contra las niñas y las mujeres en México.

22/ACM/LGL

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CIMACFoto: Sonja Gerth

En una ocasión escuché a una mujer embarazada decir a otra que ya le faltaba poco y que estaba muy contenta porque pronto daría a luz, la acompañante le preguntó si era niña o niño y ella muy emocionada y feliz le respondió que era “niño”, y justificó su alegría diciendo: “mejor, ya ves que las niñas sufren demasiado”; una mujer que tenía muy claro por experiencia propia lo que significaba las diferencias de oportunidades desde antes de nacer para las niñas y los niños.

Esta anécdota no es una invención, es real y la recuerdo constantemente, ni siquiera tiene muchísimo tiempo, quizá hace tres años que la oí en la Ciudad de México. El mundo lo tiene clarísimo, en varios países se continúa restringiendo el acceso a la educación de las niñas desde la etapa preescolar y el pronóstico sobre su presente y futuro está directamente relacionado con la expectativa, la carga de los estereotipos que pesan sobre el nacimiento de las niñas que afecta sus oportunidades de salud, alimentación, educación y en consecuencia esperanza de vida.

Aunque poco se ha avanzado en romper los estereotipos o modelos a seguir para las niñas, cada vez son más mujeres que rompen estereotipos y demuestran lo que siempre supimos, que las niñas igual pueden ser futbolistas, deportistas, abogadas, ingenieras, boxeadoras y arquitectas, pero para tener esas oportunidades aún necesitamos transformar el mundo en un mejor lugar para ellas.

Hace varios años a nivel global se emprendió una campaña denominada “Efecto niña”, un poco después se impulsó la campaña mundial “Niñas, no esposas”, luego se empezó a hablar de las acciones “Niñas, no madres”, y no es de sorprenderse que aún hoy todavía en muchas partes del mundo es muy común que las niñas son entregadas como “esposas” para que la familia se quite el peso que significa tener una boca más que alimentar, consideradas débiles de fuerza y por ende de escaso aporte de fuerza de trabajo, a las niñas se les restringía la expectativa de ejercer cualquier profesión que transgrediera la idea de la femineidad hegemónica hoy tan ensalzada y caricaturizada.

Malena, Candy, Brígida, Fátima, Verónica y muchísimos nombres más tienen algo en común, son las niñas de las que tengo memoria reciente y lejana cuyas vidas fueron cegadas desde la infancia por la violencia feminicida cuando aún no existía el término o cuando eran estadísticas de muertes accidentales y/o vulneradas sexualmente.

Quizá la dimensión de esa realidad la pueden dar las que hoy son mujeres adultas que, pese a los pronósticos, superaron la adversidad y se sobrepusieron a todas esas condicionantes que se presentan en la vida de las niñas para permitirles llegar a ser adultas, mujeres atravesadas por múltiples condiciones de violencia sobre sus vidas, venir de las periferias, ser pobres, niñas que son sobrevivientes de violencias y que saben lo que es vivir con el estigma de ser víctima de un abuso sexual en lugares en donde se criminaliza más a las víctimas que a los agresores.

Vivir en un país en el que las discusiones se centran en lo que desde el centro se considera importante, menos en la realidad que les ha tocado vivir a ellas, las niñas olvidadas de una sociedad que de tan progresista ya se olvidó de que la desigualdad empieza desde antes de nacer para muchas, que no es lo mismo ser mujer en una ciudad en la que tienes acceso a los alimentos, a la educación, a los cuidados que ser niña en las periferias.

Que incluso para muchas niñas el acceso a toallas sanitarias e insumos de gestión de su menstruación es un lujo que no pueden darse y atienden estas necesidades con telas, además de las anemias a las que deberá sobreponerse por dismenorrea, por sangrados dolorosos y abundantes que la avergonzarán y marcarán sus primeros años escolares, en espacios públicos en los que vivirá el acoso y la violencia sexual apenas empiece a mostrar el crecimiento de sus pechos, en una sociedad que sexualiza a las niñas y rivaliza con ellas.

En una familia en la que sus propias madres son educadas para tratar de expulsar desde temprana edad a sus hijas porque las miran como competencia sexual, o porque ellas creen que buscándoles un “marido” a temprana edad, les están resolviendo la vida que de “todas formas terminaría con un abuso”, víctimas de incestos familiares y abusos de conocidos.

En promedio en México las víctimas de trata son en 70 por ciento mujeres, y más del 30 por ciento son menores de edad, algunas estadísticas globales destacan que en México el particular problema es la venta de niñas como “esposas”, matrimonio servil, esclavitud y trata, hablamos de al menos cinco entidades de la República en los que los embarazos infantiles están relacionados con esos “acuerdos” en los que el producto de venta o intercambio por un cartón de cervezas[1] es una niña.

No, no estamos ni tantito cerca de la igualdad anhelada, urge visibilizar todas estas desigualdades históricas que no son discurso, son realidad en la vida de miles de niñas que deberían ser la única urgencia y prioridad en las acciones a favor de las mujeres en México.

No podemos para nada hablar de las más discriminadas entre las discriminadas si no ponemos en primer lugar a las niñas de México, cientos y miles de niñas desaparecidas, raptadas, secuestradas, explotadas, abusadas, asesinadas, cuyos nombres están en el silencio absoluto porque a mucha gente le parece que no son “moda”, pero para algunas defensoras las prioridades son ellas y solo ellas, las niñas que desde el nacer llegan a este mundo más que devaluadas.

Es justo que otras personas desde sus propias condiciones coloquen en sus agendas otras prioridades, pero también tenemos el derecho a exigir justicia para las niñas en México antes, mucho antes que pensar en otras agendas de derechos humanos de los que ya se ocupan otras personas. Déjennos seguir hablando y colocando en primer lugar a las niñas a quienes elegimos defender su derecho a una vida con dignidad, el derecho a vivir en un país en el que las discusiones y los debates se van por otro lado, una vez más invisibilizando a las más invisibles.

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CIMACFoto: María Esparza Quintana

En México la grave desigualdad en la que nacen y viven las niñas no ha cambiado casi nada en los últimos 20 años. A pesar de las acciones para revertir la discriminación de la violencia estructural, los avances son lentos, y aún hoy el nacimiento de las niñas es motivo de preocupación para sus madres por el futuro que les espera.

Kimberlé Crenshaw feminista afroamericana nos ayudó a entender a través de la interseccionalidad, cómo un mismo hecho o condición afecta de manera diferenciada a las mujeres y a los hombres, y específicamente a las mujeres mismas según sus múltiples identidades. El ejemplo más reciente de las mujeres afroamericanas asesinadas por la violencia policial invisibilizadas en medio del movimiento de protestas por las agresiones contra hombres afroamericanos. Los nombres de ellas eran desconocidos, invisibles.

Es claro, la diferencia persiste a pesar de las décadas de lucha feminista.

En algún momento el organismo internacional ONU Mujeres afirmó que faltaban 50 años para alcanzar la igualdad salarial entre las mujeres y los hombres en el mundo. Países muy avanzados en el tema como Islandia, Noruega, Finlandia y Suiza, que aventajaron a los demás países por casi 100 años en el reconocimiento del voto femenino, apenas están logrando la igualdad salarial en algunos ámbitos.

En muchas regiones del mundo el matrimonio infantil forzado, el matrimonio servil, no son las únicas formas de violencias que distinguen con muchísima claridad a las niñas, ubicándolas en contextos de desigualdad desde antes de nacer. Aquella vieja frase para explicar la desigualdad histórica que viven las mujeres sigue estando vigente: las niñas nacen devaluadas, en algunos países como India y China, aún hoy día se “estimula” el nacimiento de las niñas, en México se implementaron hace algunos años las becas más altas para -de alguna forma- garantizar que las niñas permanecieran en las aulas.

Nacer devaluadas para las niñas en México es la realidad más antigua y vigente que agudizará ese contexto de violencia estructural que antecede una vida de desigualdad, invisibilización, violencias económicas y tristemente, la violencia sexual mediante el abuso, la explotación, los matrimonios tempranos, el embarazo infantil que constituye violencia sexual, la trata, la explotación sexual, matrimonios y embarazos tempranos, todo para llegar a una edad adulta con salud deteriorada, sin recursos ni redes y sin preparación para la autonomía económica.

Las niñas en México y en muchas partes del mundo nacen devaluadas, pero esa “devaluación” se perpetúa mediante la explotación del trabajo no remunerado, sin el apoyo de la familia en embarazos tempranos, con la sexualización infantil, con escenarios de abuso sexual normalizado al grado de que a nadie le asusta ni le sorprende que una niña sea “la mujer” de un hombre 20 años mayor.

Lo he dicho y escrito e insistiré en el punto: nos debería llenar de vergüenza como sociedad que se piense que las niñas o las adolescentes son prostitutas, y creer que pueden consentir libremente en el abuso y la explotación que beneficia a otros.

A finales de los 90 las políticas públicas en México impulsaron programas de becas para promover que las niñas y los niños asistieran a las escuelas, pero se hizo énfasis en la necesidad de garantizar mediante acciones afirmativas que las niñas se mantuvieran en la escuela, si era necesario dotar de unos pesos más a las becas para hacer desistir a las familias de que fueran ellas las sacadas de las aulas.

Veinte años después tenemos un importante incremento de las niñas en las aulas, más mujeres jóvenes egresando y estudiando el nivel de licenciatura; parece haber quedado atrás la desigualdad que hacía que menos mujeres se graduaran. Y digo parece, porque este cambio se refleja en algunos ámbitos, pero en la zona rural y entre algunas comunidades semiurbanas o de las periferias urbanas, las niñas afrontan graves dificultades para tener acceso a una alimentación adecuada, servicios de salud, y eso si sobreviven a la violencia de las calles y a la del ámbito familiar, violencia feminicida y sexual.

Basta voltear fuera de las grandes ciudades para darse cuenta de que la realidad de las niñas en México afronta la desigualdad por “nacer devaluadas”, víctimas de incesto, abuso sexual en las aulas, en las carreteras, en los caminos, precarizadas, mal alimentadas, cumpliendo con tareas escolares y trabajo de cuidado en las casas sin ninguna remuneración, afrontando el embarazo adolescente e infantil, nulo interés por la investigación de los abusos que denuncian cuando se atreven.

Nacer niña en este país es llegar con menores posibilidades para afrontar la vida en igualdad, es ubicarse en ese “cruce” en el que además de ser mujer, está el haber crecido sin oportunidades de estudio, con una vida de trabajo sin llegar a tener propiedades, afrontar la violencia patriarcal incluso con violaciones correctivas, siendo invisibles o “anómalas” si salen de la feminidad hegemónica impuesta es ser mujer, menos las mujeres; violentadas porque no entran en lo que se define como “mujer” en el imaginario colectivo, en un mundo en el que las niñas luchan por ser visibles, nombrarse y existir a pesar de nacer devaluadas.

22/ACM/LGL

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Cuánto nos robó el patriarcado de nuestros propios cuerpos que nos convenció desde niñas que era vergonzoso manchar la ropa, que la sangre de nuestros cuerpos era sucia y que nuestro olor había que cambiarlo y perfumarlo, negarlo, como nos enseñaron a través del tiempo a negarnos a nosotras mismas y aceptar el masculino genérico que nos diluía.

Aprendimos a ocultarnos de los cultivos, a no subir a un barco, a ocultar el dolor que sentíamos en los días de la regla, con la misma abnegación que aprendimos aquella consigna de parir con dolor. Y muchas de nosotras tenemos tan claro en la memoria el día de nuestra primera menstruación por lo que significó en el contexto que vivíamos en esos momentos.

Son numerosos los testimonios de mujeres que me escribieron para contarme que, a partir de la primera parte de este artículo, la lectura trajo a su memoria el primer día de la primera menstruación, por el dolor incomprensible, por el miedo a mancharse por el uniforme blanco de la secundaria, otras de la primaria, y cómo se vivía en el colectivo de niñas en estos espacios.

Uno de los testimonios compartidos recordaba cómo se esperaba con tensión cuando pasaba demasiado tiempo y se demoraba en llegar, y también en cómo se vivía cuando aparecía en una niña antes que en las hermanas mayores.

Todo eso justamente forma parte de la primera etapa en la vida de las niñas, en sus primeros años y aprender a vivir con la regla y sus implicaciones sociales, culturales y económicas. Desde el tener que pagar consultas médicas para aquellas que la regla vino acompañada del dolor y los malestares que incapacitan, hasta la edad adulta cuando los miomas generan sangrados abundantes.

Si hay algo que creo que todas recordamos es precisamente el poder de decisión que otros siempre tuvieron sobre el ocultar algo que pasaba en nuestros cuerpos, en minimizarlo, incluso negarlo, el no saber qué hacer con los desechos en los baños, el esconder la toalla para que nadie la viera y por supuesto el caminar preocupada porque la ropa se hubiera manchado.

Esto no cambia con el tiempo, más bien es un proceso que se transforma y que siempre se encuentra bajo la tutela de otros pero no de las mujeres. Nos dicen qué toallas usar, que no es dolorosa, y qué debemos sentir en esos días que menstruamos. Así ha sido la dinámica del poder patriarcal enseñándonos a negar nuestros cuerpos.

El poder sobre nuestros cuerpos se manifiesta también en esa medicina que nos dice que no debe doler, que tiene la facultad y la potestad de saber que “no duele”, que “somos unas exageradas” y que, por supuesto, solo dura determinados días y en consecuencia se necesita cierta cantidad de toallas y no más.

Sí, los mismos que nos han dicho que quitarnos la matriz es “quitarnos problemas de encima”, con operaciones e intervenciones que son realizadas en forma indiscriminada a las mujeres por el beneficio económico que obtienen quienes realizan esas mutilaciones, engañanado a las mujeres diciéndoles que la “matriz solo sirve para dar hijos y cáncer”. Una vez más la medicina moderna tomando el control sobre nuestros cuerpos para decidir en ellos.

No es la primera vez que las mujeres son borradas y pasan a ser esos cuerpos depositarios, que se apropia el sistema patriarcal y sobre los que decide. Así fue a través de la historia y aún hoy continúan haciéndolo a través de la medicina occidental que está dispuesta a mutilar nuestros cuerpos, sin explicaciones, sin alternativas y quitando eso que hace sangrar a las mujeres porque “no sirve para nada”.

Médicos y médicas que engañan a sus pacientes sin decirles que el útero también es el lugar donde se producen hormonas que son benéficas para la salud y necesarias para nuestros cuerpos, que es mentira que haya órganos que estorben y sean innecesarios, pero eso solo lo podemos imaginar que ocurra en el cuerpo de las mujeres.

La sangre que es limpia, porque lejos de ser sucia, lejos de tener mal olor como nos hicieron creer, es de nuestros cuerpos, es parte de lo que somos a lo largo de nuestra vida, y si bien para las niñas tiene un peso relacionado con la sexualización social, para las mujeres adultas la menopausia constituye una de las etapas más complejas en la sexualidad, en la salud física y emocional, aunque se insista en minimizar y pretender que es un tema del que deberíamos seguir sin hablar, sin mirar nuestros cuerpos y negándose para que sigan bajo la tutela del patriarcado.

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Imagen retomada de Youtube

A lo largo de la vida de las mujeres hay un tema que atraviesa todas las etapas, ha sido causa de una de las desigualdades más acendradas y que agudiza las diferencias entre las niñas, adolescentes, las mujeres, como es la menstruación y la urgencia de colocarla como un tema prioritario en la agenda de los Derechos Humanos, al igual que para  aquellas que nacieron en cuerpos de mujeres pero que deciden transicionar a una identidad de género como hombres y/o asumen su identidad fluida más allá de la dicotomía sexo-genérica.

En días pasados el Senado de la República aprobó la tasa cero a productos de higiene menstrual, y por las mismas fechas, la Comisión Nacional de Derechos Humanos emitió la recomendación 35/2021 que establece responsabilidades puntuales sobre la garantía del abasto de insumos de gestión menstrual para las mujeres privadas de su libertad.

A pesar de estas dos acciones significativas y que poco a poco el derecho a la gestión menstrual ha salido de lo íntimo y lo privado hasta llegar al lugar que urge darle como una prioridad de la agenda de derechos, todavía hay reticencias, pudores y dificultades para abordar en lo público lo que solía ser un tema privado.

Si bien la menstruación aparece hasta la edad de los primeros años de la adolescencia, todo lo que hay en torno a los cuerpos de las niñas y las adolescentes gira en torno a la llegada del sangrado uterino, su demora tiene implicaciones y connotaciones sociales determinantes que preocupan a la familia por el poder reproductivo.

Tal parece que en lo discursivo nadie quiere hablar de lo que compete a las niñas y a las mujeres, a lo que sostiene esa desigualdad de género y la violencia estructural que permeó y prevalece aún como columnas sobre las que se sostienen muchos prejuicios, estigmas, mitos y desigualdades.

Si queremos pensar realmente en la dimensión de cuánto el patriarcado ha arrancado a las mujeres la tutela de sus cuerpos, basta recordar que vivimos en una sociedad en la que los medios reproducen la sangre, es pública y fotografiable la de los asesinatos, la de los descabezados y ejecutados, a nadie le molesta que se publique una fotografía con una persona ensangrentada que murió en un accidente. De eso se llenan los periódicos amarillistas, pero también suele aparecer en las televisoras y en los diarios cuando sirve para ilustrar la violencia.

Pero nunca se puede hablar de la sangre que es limpia. A esa, la de los cuerpos de las mujeres; a esa, se le niega, se le oculta y hasta resulta ofensivo hablar de algo que compete al cuerpo de las mujeres, diluyen nuestros cuerpos y nuestra sangre en narrativas misóginas para las que las “rajadas” son necesariamente invisibles en temas como la menstruación, la menopausia, el climaterio, como si ello no tuviera ninguna implicación sobre las relaciones desiguales que sostienen la violencia contra las mujeres y las que transicionan a identidades masculinizadas, o como se ha denominado como personas menstruantes.

La sangre menstrual es el peor de los peores temas. Es de mal gusto pronunciarlo, referirlo y recientemente hasta se le considera un tema menor del que no debería hablarse porque sólo compete a unas cuantas, cuando en realidad atraviesa y acompaña toda la vida de las mujeres y las personas menstruantes. Hasta en los comerciales se la volvió un líquido azul.

Basta recordar para la mayoría de nosotras que si alguna compañerita en la primera pubertad no menstruaba en la secundaria, era un caso extraordinario que en la lógica de la época preocupaba por las posibilidades reproductivas, es decir, por la expectativa de que esa niña no pudiera sumarse a cumplir con la tarea reproductora socialmente asignada desde el patriarcado.

Al mismo tiempo, su llegada temprana sostuvo y sostiene la sexualización de las niñas hasta el punto de que en muchas comunidades se las considera “mujeres” a partir del primer sangrado. Algo sucede alrededor de las niñas cuando empiezan a menstruar, son cosificadas y colocadas en el ámbito de la competencia sexual, entran al “mercado de consumo de los cuerpos”.

En cualquier comunidad rural e indígena, la menstruación es sinónimo de que una niña es de la noche a la mañana “mujer” y puede casarse y tener hijos; sí, pero en el medio todo lo que implica el abuso sexual, la explotación amorosa, la violencia estructural sobre las niñas que abandonan las escuelas, los riesgos de contraer VIH, el impacto a su salud reproductiva y a su calidad de vida, un sinfín de fenómenos relacionados con su sexualidad reproductora a partir de la sangre menstrual. No podemos permitir que eso se diluya, hoy más que nunca es el momento de hablar de esas desigualdades.

21/ACM/LGL

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