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A ver de a cómo nos toca

Por Ambar *

No entendí por qué mi hermana Ofelia, que estudió Psicología, nunca intentó buscar ayuda o apoyo para mí, después que sufrí un intento de violación en 1977. Fue hasta 1986 cuando me invitó a un curso de defensa personal en la UNAM. En realidad me invitó porque había que trabajar en parejas y faltaba una participante. Estuve a punto de rechazar su invitación, sin embargo acepté pensando que no me haría daño aprender alguna técnica que permitiera defenderme en caso de otra agresión.

El curso fue sencillo pero efectivo.

Simplemente nos mostraron, experimentando en nuestro propio cuerpo, las zonas más vulnerables. Detrás de las orejas, debajo del maxilar inferior, a la altura de los molares, la espinilla, genitales. Qué hacer si nos llegaban por detrás y nos pasaban un brazo alrededor del cuello. Practicamos cómo dar un certero taconazo o puntapié en espinillas o genitales. Aprendimos una técnica sencilla para zafarnos de nuestro agresor si es que nos tomaba por las muñecas. Practicamos cómo desarmar al agresor, así tuviera arma blanca o de fuego.

Terminó con una técnica para dominarlo, aún cuando estuviera encima de nosotras. Con un giro certero y un rodillazo directo a genitales, podríamos escapar. Incluyeron algunas recomendaciones, como no andar solas y a altas horas de la noche o muy temprano, por sitios solitarios y mal iluminados. Nos dijeron que era buena idea llevar siempre a la mano un lápiz con la punta bien afilada para ?en caso de emergencia– encajarlo en el cuerpo del agresor.

En 1993 probé las bondades del curso cuando asistí al Congreso de la ALFAL (Asociación de Lingüística y Filología de la América Latina ), unos días después de la Semana Santa, en el Puerto de Veracruz. Antes viajé a Chiapas.

El domingo de Pascua terminaba el recorrido en Villahermosa y se emprendía el regreso a la ciudad de México. Ese mismo domingo a las 19:00 hrs., era la inauguración del Congreso. Luego había una cena de bienvenida. Me puse de acuerdo con una compañera de trabajo para compartir habitación. Ella llegaría de la ciudad de México, y yo me trasladaría de Villahermosa. Fui demasiado ingenua, creí que serían unas tres o cuatro horas de Villahermosa al Puerto. Y… ¡oh sorpresa!, fueron ocho horas de viaje. Como era temporada alta, sólo conseguí boleto de las 15:00 hrs. Además me lo dieron de «ruta larga». En cada ciudad que cruzábamos, entraba a la terminal, subía y bajaba pasaje, permaneciendo en promedio media hora en cada una. A las cinco de la tarde nos avisaron que teníamos una hora para comer. Íbamos por San Andrés Tuxtla. Nunca llegué a la inauguración.

El viaje a Chiapas lo hice con una Agencia que dirigía una etnohistoriadora del INAH. Aprovechando la amistad con la dueña, le pedí de favor que se llevara mi maleta con la ropa que había usado la Semana Santa. Estaba todo arreglado para que mi hermana Olivia fuera a recoger mi equipaje. Cosa que no sucedió, como es su costumbre, salió de casa justo a la hora en que debía recogerlo. Fue un problema recuperarlo.

En otra maleta adicional llevaba lo necesario para el Congreso. Conocía muy bien el Puerto, pues desde muy niña, había visitado frecuentemente a mi tía Isabel en esa ciudad. Llegué a las 23:00 hrs., el hotel en que me hospedaría estaba relativamente cerca de la Central Camionera, a unas cinco cuadras largas. Muy segura, y creyendo que estaba en mi colonia del DF, decidí irme caminando. Todavía no había terminado de cruzar la segunda calle, cuando repentinamente salió un hombre quien sabe de dónde, que me colocó el brazo derecho alrededor del cuello, al tiempo que con la mano izquierda me tapaba boca y nariz y me decía:

-¡Si gritas, te mueres, desgraciada!

En cuestión de milésimas de segundo hice un recuento de todo lo que llevaba en el morral colgado a la espalda: mis mejores trapos para toda la semana que duraría el evento, dinero para mi estancia, incluido el pasaje de Veracruz a la ciudad de México, la documentación que me acreditaba como asistente. La credencial del IFE y de la UNAM, un cheque de mi prima vacacional, por si se me agotaba el efectivo; por último las llaves de mi centro de trabajo y de mi domicilio particular.

Dueña de una sangre fría de la que yo misma me sorprendí, bajé la cabeza, y con la barba oprimí fuertemente su brazo, impidiendo que me apretara el cuello. Abrí la boca y mordí con fuerza los dedos medio y anular del agresor, al mismo tiempo que con la pierna derecha le di un certero taconazo en la espinilla, le dije mentalmente: «Pues ni grito, ni me muero, pero vamos a ver de a cómo nos toca».

-¡Hija de perra! Me la vas a pagar, exclamó dándome un fuerte empujón.

Caí de rodillas, sin embargo, mi mano derecha permaneció aferrada al morral. Me incorporé y me lancé contra el atacante, propinándole una lluvia de puntapiés a las espinillas. El desconcierto se apoderó del agresor algunos segundos. Cuando reaccionó, dijo:

-¡Coño! Era una broma. Si no te iba a hacer nada. ¿Qué no sabes distinguir una broma?

Aún así, no se iba. Nos quedamos unos segundos frente a frente. Yo estaba llena de rabia, de impotencia y con ganas de asesinar al tipo. Trató de acercarse nuevamente a mí. Le dije en actitud retadora:

-¡Lárgate, lárgate! Si te acercas, te doy una patada directa a los güevos. Imbécil.

Supongo que me vio tan decidida que optó por salir corriendo.

Quedé ahí temblando unos instantes. La descarga de adrenalina fue considerable. Pasó un taxi. Lo detuve y le pedí que me llevara al hotel. Me vio tan alterada, pálida y temblorosa, que preguntó que había sucedido. Le platiqué mi aventura.

Cuando llegué al hotel, le conté todo a mi compañera de habitación. Luego viví un ataque combinado de risa con llanto y me puse a temblar como gelatina mal cuajada.

*La autora creció con violencia y gracias a la literatura fue cerrando sus heridas.

06/CV

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