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Abren centro contra violencia a mujeres migrantes, en Argentina

Por Natalia L

Porque «la violencia migra contigo», la Asociación de Mujeres Unidas Migrantes y Refugiadas en Argentina (AMUMRA), abrió el pasado lunes el Primer Centro Integral de Violencia Contra Mujeres Migrantes y Refugiadas, explica su presidenta, Natividad Obeso.

Ubicado «a pocas cuadras de Agüero y Santa Fe», en Buenos Aires el centro será un elemento fundamental para el trabajo de la Asociación, pues «que la violencia migre en el cuerpo de una mujer significa que los golpes y el hostigamiento que sufría en la casa que deja, se mudan a la nueva como si fueran parte del equipaje».

Y en los casos en que viaja sola o en compañía de un hombre que no la maltrata pasa a ser una amenaza latente, porque el hecho de migrar ?sin dinero, sin que nadie la reciba, sin trabajo asegurado y muchas veces, sin manejar el idioma del país al que llega- la expone a situaciones de mucha vulnerabilidad frente a los propios y frente a los otros, los nacionales, que suelen utilizar la falta de documentos y la desesperación ajenas, para perpetrar todo tipo de abusos.

La sonrisa de Natividad es amplia. Los ojos bien negros, la piel morena, el tono pausado que identifica el hablar de sus comadres peruanas: «Las mujeres migrantes necesitan mucha contención, dice, un abrazo que las sostenga y un hombro para llorar, porque mudar de país no es fácil».

POR CUENTA PROPIA

Desde hacer varios años, el flujo migratorio más importante que llega a Argentina proviene de los países vecinos: de Bolivia, en primer lugar, de Perú y de Paraguay. Las y los especialistas sostienen que la tendencia que indicaba que el hombre migraba solo y «llamaba» a la familia una vez establecido, comenzó a revertirse y cada vez son más las mujeres que viajan por su cuenta y allanan el camino.

Solas o en familia, la llegada es difícil. La falta de documentos es un factor frecuente de coacción y aumenta la amenaza de ser deportadas. Los trabajos que se ofrecen a las y los migrantes limítrofes se pagan mal y las condiciones, muchas veces, rozan la esclavitud.

DESPUÉS DEL INCENDIO, LA LEGALIZACIÓN

El incendio en un taller textil clandestino en el barrio porteño de Caballito, donde murieron a principios de año dos adultos y cuatro niños bolivianos que vivían hacinados y bajo un régimen servil, llevó al gobierno argentino a realizar el Plan Patria Grande, que facilita la legalización de trabajadores extranjeros que provienen de los países que integran el Mercosur.

Según cifras oficiales, hasta septiembre de este año ya se había regularizado a unas 450 mil personas, de las cuales más del 50 por ciento son mujeres. En AMUMRA se sumaron al programa y desde junio, hacen labor de intermediarias: ya documentaron a 1.200 mujeres y niños.

Obeso dice que la violencia no sólo afecta a las parejas que vivían situaciones de maltrato en el país de origen, sino que es muy frecuente entre matrimonios donde ellas son migrantes. En estos casos, explica, los maridos nacionales les retienen los documentos y aprovechan la falta de familiares o amigos cercanos a quienes podrían recurrir. Si tienen hijos en común, el poder se hace sentir sobre la tenencia.

El desarraigo y el trauma que supone estar sólo en un país desconocido, disminuir drásticamente el nivel de vida, tener una situación laboral muy precaria o estar desempleado desestabiliza a muchos jefes de hogar, que descargan impotencia y frustraciones sobre esposas e hijos. El alcohol y los golpes se repiten en muchas de estas historias, en parejas en las que la violencia era impensable.

El abuso en los lugares de trabajo y la explotación sexual son las otras denuncias acalladas.

Ser mujer y ser migrante las vuelve vulnerables: son blanco fácil de talleres clandestinos donde trabajan más de 12 horas diarias, quintas y sembrados (en el campo) donde la paga es mala y a destajo, casas de familia donde «el patrón» se toma atribuciones que no le corresponden. Y las expone a las redes de trata de personas y tráfico de migrantes, que las seducen con ofertas de trabajo mentirosas o directamente, las secuestran y las obligan a prostituirse.

EN LA PAREJA O EN EL TRABAJO

«En mi casa los puntos los pongo yo», dice orgullosa, Daisy, mientras le pone una nariz rosa a un conejo de masa de azúcar que tiene a medio armar, en un taller de repostería que comparte con otras mujeres migrantes en un subsuelo de Corrientes y Dorrego.

Mi papá una vez me dijo «m?hija, usted no se deja golpear por nadie» y así es. A mi marido ni se le ocurre levantarme la mano, por más discusión que tengamos, y si alguna vez lo hace enseguidita lo denuncio a la policía».

Piensa, «¿Algún caso de violencia cercano?» Sí, dice, una vecina, «pongamos que se llama Adriana». Daisy la conoció en un barrio pobre, donde vivió apenas llegó de Perú con su marido y un hijo. Adriana también estaba casada con un hombre peruano, papá de un varón de 10 años y una nena de 5 que había tenido con ella.

Los tres compartían una habitación. «El hombre tomaba mucho y cada vez que tomaba, la golpeaba. Era muy violento, la tiraba contra la pared y los nenes gritaban. Pero uno no puede meterse en esos casos, ¿no? Porque al día siguiente todo vuelve a la normalidad».

Ninguna de las cinco familias que compartían el piso «se metió». «Adriana le tenía mucho miedo, por eso no hizo la denuncia. Ella sabía que el hombre era violento antes de quedar embarazada y venirse para acá. Pensaba que con los nenes iba a cambiar, pero no. Sé que se quería volver a Perú para migrar a Estados Unidos, pero un día se fueron y no los vi más y no supe más nada de ella».

El conejo de azúcar está casi listo. Daisy le marca dos paletas blancas que sobresalen debajo de la nariz. «No tener documentos complica las cosas y andar con chicos, también. «Que mejor te vas». «Que para qué me has traído». Te cansas de oír eso y como no tienes donde ir? La policía no te da importancia. A veces la llamas y ni siquiera van. El hombre de Adriana tomaba cerveza, mucha, y los chicos gritaban, ¡como gritaban!».

Rosa es boliviana y con un nombre elegido como el de Daisy, que tampoco es el suyo, cuenta su historia en primera persona. Ella borda prendas en gana cincuenta centavos por pieza, cuando el punto es simple, el color de la tela es claro y el tejido, pequeño. Las prendas negras «de noche», con canutillos y lentejuelas, son las que mejor se pagan y por ellas recibe un peso. «Es una manera de estar en casa y cuidar de los chicos y lo que se paga tan mal no está», dice.

Desde que llegó a Buenos Aires, hace 15 años, cuidó enfermos, limpió casas, vendió verduras y trabajó en talleres clandestinos, en horarios nocturnos y lejos de los hijos, que crecieron con la prohibición de abrirle la puerta a extraños, poner la comida al fuego a las ocho y avisar a la vecina si alguno se lastimaba. Ahora borda desde la casa; tan mal no está.

El marido es argentino. Si hace falta un pintor, pinta. Si se necesita un electricista, se da maña con los cables. Si lo que buscan es un albañil, carga bolsas de cemento. Cuando lo conoció, los dos trabajaban en un taller textil. De eso ya pasaron más de 10 años.

«Las cosas no son fáciles», dice Rosa y baja, todavía más, el tono de voz. «El toma bastante y pega. Antes no era así? nunca me imaginé que podía ser así».

Rosa nació en Oruro, en el Altiplano, y migró sola. Dejó un hijo que tuvo a los 19 años al cuidado de sus padres y vino al país con idea de trabajar en el campo, con una carrera técnica que estudió en Sucre. Sin documentos el título no sirvió y se empleó en una casa de familia, «hasta encontrar algo mejor» que en la realidad, nunca llegó.

Durante años trabajó para mandar dinero a sus padres y mantener al hijo que dejó en Bolivia, hasta que conoció al argentino y se fue a vivir con él. «El insistía en que traiga al niño y lo traje y nos fuimos los tres a vivir a Flores. Después quedé embarazada de la niña y después, cuando se quedó sin trabajo en el taller, empezó a tomar».

A cada golpe, le sigue un pedido de disculpas y la promesa de que no va a volver a pasar nunca más y aunque sabe que no es cierto, Rosa perdona una, dos, mil veces. Cada tanto viaja a Oruro, donde todavía están sus padres, pero ellos no saben nada; nadie sabe nada. «Hay cosas que no se pueden decir», dice Rosa, que vive una vida plagada de silencios a la espera de que la niña cumpla 18 años y se pueda ir con ella a Bolivia sin el permiso del padre, que frente a la sola mención del tema amenaza con quedarse con ellos.

Obeso conoce otras historias. «Esta chica Flora ?cuenta-, tiene 29 años y viene a mi casa por los documentos y me agarra fuerte y se pone a llorar. Estaba casada con un argentino que no hacía más que decirle que era una ilegal de mierda y le pegaba, a ella y al niño». Flora es peruana. Al igual que Rosa migró sola, se casó y a los pocos meses, le mandó un pasaje al hijo de 9 años.

«Ella es muy bonita y él se puso insoportable con los celos y le pegaba. Le rompió la libreta de matrimonio: «de aquí no te vas». La amenazó. Ella hizo la denuncia a la policía, pero no se la tomaron y así vino, flaca, demacrada, no paraba de llorar».

A esas mujeres quiere recibir Obeso en el centro que AMUMRA abrió en Agüero 1355. A las que no se animan a denunciar o no saben cómo hacerlo y tampoco tienen a quién recurrir para que las apoye y asesore. El refugio cuenta con psicólogas, asistentes sociales y abogadas que van a apuntalar las cuestiones legales. Y comadres, paisanas, gente amiga que entiende y que a lo mejor, pasó por una situación similar y no tiene miedo de «meterse».

La organización también recorre los talleres textiles, donde se emplea buena parte de migrantes limítrofes y donde la violencia, muchas veces es cotidiana, donde a la situación de hacinamiento, trabajo excesivo y salario de hambre que sufren los trabajadores, las mujeres suman los ultrajes y los abusos callados que soportan de parte de la patronal.

06/NL/GG

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