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Al hospital psiquiátrico

Por Cuicuizcatl (golondrina viajera)*

Cuatro años estuve internada con las religiosas, preparándome para hacer mis votos de castidad, pobreza y obediencia. Cuatro años acumulando frustración tras frustración. Y un día sucedió lo inevitable: estallé. Me dio una severa crisis nerviosa, un «brote maníaco», como dirían los psiquiatras…

Aún recuerdo los rostros asombrados de las hermanas y de mis compañeras cuando comencé a decir incoherencias. Yo tenía pensamientos de grandeza. Me creía una gran santa incomprendida en el ambiente del noviciado. Sentía una energía desbordante, mucha vitalidad, euforia.

Empecé a dormir poco, tenía visiones. Luego ya no pude dormir, los sueños se me confundían con la realidad. Las imágenes en los carteles pegados en la pared las veía distorsionadas, los símbolos en los anuncios de televisión se salían de la pantalla y se me venían encima. Me sentía profeta, como en la Biblia, con capacidad de ver más allá de lo que otros veían.

Empecé a hacer esquemas a mis compañeras diciéndoles cómo las percibía. Al principio algunas me creyeron, o sentían curiosidad por la novedad. Recuerdo una escena en que estaba yo dibujando y cinco compañeras me rodeaban. Estábamos en el patio, iba a empezar el recreo y aún no habían llegado las demás.

Sor Anita, la prefecta, gritó desde lejos que nos pusiéramos a jugar, pero nadie le hizo caso. Estábamos absortas con mis dibujos. Cuando se acercó, enojada, mis compañeras fueron por la pelota, pero yo no me inmuté. Ella me ordenó dejar todo eso, pero yo estaba obsesionada con mis símbolos y me le enfrenté. ¡Terrible osadía! ¿Cómo me atrevía a desobedecer una orden, justo allí, donde las órdenes eran tajantes y sin opción de réplica?

¡Pobre Sor Anita! ¡Cómo sufrió conmigo esos días! Estalló todo el resentimiento que le había guardado durante años. Tener una rebelde en casa es lo peor que puede pasar en la estructura rígida de un convento. No me podía contener, no le hacía caso. ¡Era un escándalo para el noviciado! Lo peor es que Sor Anita no podía hacer nada. La única capaz de tomar decisiones sobre mí era la madre superiora, y estaba de viaje.

La madre superiora, Sor Esperanza, pertenecía al grupo de religiosas dirigentes de la congregación, y estaba en una importante junta de trabajo llamada Consejo Inspectorial.

Las dirigentes se encierran varios días a decidir dónde colocan a cada una de las 150 hermanas en las casas de misión, en las escuelas, en los centros juveniles. Porque cada año hay cambios. Es la «sagrada obediencia». Cambios para que la religiosa no se apegue ni a su actividad, ni a las personas con las que convive, ni a sus alumnas…

Eran, pues, días de Consejo Inspectoirial, y la Madre Esperanza, superiora de la casa, no podía interrumpir lo que estaba haciendo. Yo iba de mal en peor. Estaba acelerada, tenía el pensamiento rápido, hablaba sin parar, apenas quería probar bocado y (lo más terrible) no dormía nada.

Cada día que pasaba yo me ponía más enferma y nadie me atendía. Imposible, hasta que llegara la Madre Esperanza de su viaje. Y estuve diez días sin dormir, diez días insufribles, haciéndoles la vida de cuadritos a todas y sintiéndome sumamente desgraciada, incomprendida y sola. Hablaba con alguien y me veían asombradas, con los ojos muy abiertos, como si yo fuera extraterrestre.

Por fin, la Madre Esperanza llegó de su viaje. Todas me señalaban. Fue el peor momento de mi vida: señalada, excluida con violencia… Sentí todo el peso de la violencia institucional en mi fragilidad.

Llamaron a mamá y a papá, de emergencia, para que fueran a recogerme. Ellos no entendían nada. En la última visita, durante la comida en el jardín del noviciado, les había dado la invitación para la ceremonia de los votos, para el día de la «profesión religiosa».

Faltaban sólo tres meses, ya tenía mi hábito, ya había llegado la aprobación de Roma. Y de pronto…reciben a su hija como una bomba de tiempo. Esa noche, con mi familia, nadie durmió, fue muy difícil. Hablaba sin parar y no cedía en mis puntos de vista. Al día siguiente me llevaron al hospital. Después de muchas antesalas fui enviada a una consulta de psiquiatría.

«Te vamos a internar», dijo la doctora. Yo sentía mi energía vital cada vez más desbordada, era una sensación agradable, de «estar muy bien».

– No tienen por qué internarme. El único problema conmigo es que veo en 10 niveles y nadie me entiende, le dije a la doctora.

– Por eso te vamos a internar, para que veas en un solo nivel, respondió.

Yo me resistí. Le grité que no quería quedarme en el hospital, que no estaba tan mal. Entonces llamaron a los enfermeros, entre cuatro hombres me sostuvieron de los brazos y de las piernas. La doctora me inyectó un sedante.

Mi siguiente recuerdo es un cuarto pequeño, aislado, helado. Luego supe que le llamaban «el cuarto frío», para enfermas mentales agresivas. Todas las paredes estaban cubiertas de mosaicos blancos y la banca en la que me sentaba también era de mosaico blanco. La puerta sellada. Sólo había una ventanita, alta, por la que se asomaba ocasionalmente el rostro de un doctor.

Volví a dormir y desperté en una cama con una bata blanca abierta por detrás y con una cuidadora que no me dejaba ni a sol ni a sombra. Hasta allí entendí que estaba en un hospital psiquiátrico. Me costó mucho acostumbrarme al ambiente. Había gente con esquizofrenia, depresión, paranoia. Algunas personas caminaban como sonámbulas en los pasillos, otras gritaban en las noches…

Le pedí un calendario a un señora que había ido con mi vecina de cama. No recordaba casi nada. Vi que habían pasado cuatro días. Yo tendría que estar haciendo mis exámenes finales con mis compañeras novicias, no allí.

«¿Cuándo regreso al noviciado?», preguntaba. Nadie me respondía.

Luego vino de visita la Madre Esperanza y la dirigente general. Hablaron mucho con la doctora y muy poco conmigo, con evasivas, distantes. Yo sentía que algo andaba mal, pero nadie me decía nada. Era mucha violencia estar con la incertidumbre y con las limitaciones en el hospital. No me dejaban salir ni al jardín. Afortunadamente eso sí cambió, y fui feliz caminando descalza en el pasto, acariciando el verde de las plantas.

Semanas después me llamó la doctora a su cubículo. Me dijo que no iba a regresar al noviciado, que no sería religiosa. Que la enfermedad que yo tenía era «maníaco-depresiva» o «trastorno bipolar» y que eso no tenía cabida en una estructura de vida religiosa. Fui a la solitaria capilla del hospital, frente al Cristo crucificado, lloré, lloré mucho. Todo mi proyecto de vida se venía abajo.

Dos meses después de haber ingresado al hospital me dieron de alta y regresé a vivir con mis papás. Llegué a un cuarto desnudo. No tenía ropa, ni objetos personales, ni nada. Todo lo había regalado antes de irme con las religiosas.

* Autobiografía de la búsqueda de una mujer por una vida libre de violencia.

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