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Autonomía de las mujeres y políticas públicas

Por Carmen R. Ponce Meléndez*
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La afirmación de que las políticas públicas inciden positivamente en el logro de la igualdad de género se sustenta en la convicción del papel activo que, como una condición clave para alcanzar el desarrollo, debe desempeñar el Estado en la construcción de sociedades igualitarias.
 
En este contexto, las políticas públicas son una herramienta fundamental para impulsar las transformaciones hacia mayores niveles de justicia, además de expresar la decisión política de los gobiernos de avanzar en la solución de los problemas de desigualdad que afectan a las mujeres.
 
Las políticas de género basadas en la igualdad como horizonte y como principio deberán hacer posible que las mujeres detenten mayor autonomía y poder, que se supere el desequilibrio de género existente, y que se enfrenten las nuevas formas de desigualdad.
 
En este contexto, la justicia de género puede definirse entonces como el logro de la igualdad entre mujeres y hombres en conjunto con las medidas para reparar las desventajas que llevan a la subordinación de las mujeres, y para permitir su acceso y control a los recursos.
 
La autonomía y el empoderamiento de las mujeres constituyen un requisito indispensable para el logro de la igualdad de género.
 
Por su parte, la autonomía como concepto político es “la capacidad de las personas para tomar decisiones libres e informadas sobre sus vidas, de manera de poder ser y hacer en función de sus propias aspiraciones y deseos en el contexto histórico que las hace posibles”.
 
En relación con el género, la autonomía se ha de definido como “el grado de libertad que una mujer tiene para poder actuar de acuerdo con su elección y no con la de otros”. En tal sentido, hay una estrecha relación entre la adquisición de autonomía de las mujeres y los espacios de poder que puedan instituir, tanto individual como colectivamente.
 
La autonomía significa entonces para las mujeres contar con la capacidad y con condiciones concretas para tomar libremente las decisiones que afectan sus vidas.
 
Para el logro de una mayor autonomía se requieren muchas y diversas cuestiones, entre ellas liberar a las mujeres de la responsabilidad exclusiva de las tareas reproductivas y de cuidado, lo que incluye el ejercicio de los derechos reproductivos, poner fin a la violencia de género, y adoptar todas las medidas necesarias para que las mujeres participen en la toma de decisiones en igualdad de condiciones.
 
Para la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) son tres los niveles de autonomía: la económica, la política y la física. Este y otros conceptos son analizados en el documento “Políticas públicas sobre la igualdad de género. Un aporte a la autonomía de las mujeres”, de María Cristina Benavente R. y Alejandra Valdés B.
 
En este documento se analizan siete políticas públicas del mismo número de países: la Ley 11340, mejor conocida como María da Penha, de Brasil; la política de lucha contra la violencia doméstica de Uruguay; la política de garantía de acceso a la interrupción voluntaria del embarazo (IVE), de Colombia; la política de paridad y alternancia de género en los órganos de elección del Estado Plurinacional de Bolivia; la política de paridad y alternancia en la ley electoral de Costa Rica; la reforma previsional de Chile, y la política de Gasto Etiquetado para las Mujeres y la Igualdad de Género (GEMIG), de México.
 
Todas estas políticas, diversas y orientadas a resolver distintos tipos de problemas, tienen en común el hecho de que abordan la desigualdad de género y avanzan en entregar mayor autonomía a las mujeres.
 
Se fundan en la convicción de que la igualdad implica formas de convivencia en la que es prioritario reasignar recursos y servicios, para reducir las brechas existentes en cuanto a la plena titularidad de derechos.
 
En el caso de México, la política analizada aborda directamente el rol redistributivo del Estado como garante de la igualdad, asegurando que un porcentaje del presupuesto federal nacional será destinado a políticas, programas y actividades para mujeres, en lo que se ha denominado el gasto etiquetado para las mujeres.
 
El objetivo es “lograr el bienestar y la igualdad sustantiva (de hecho) entre mujeres y hombres, ello implica financiar programas, medidas y acciones públicas que entiendan (identifiquen) y atiendan las especificidades de género, las brechas de desigualdad entre mujeres y hombres en los distintos ámbitos de la vida, y se enfoquen a eliminar las expresiones de violencia, discriminación y desigualdad por motivos de género”.
 
Se ha puesto énfasis en el cumplimiento de derechos en los ámbitos de salud, educación y desarrollo social y económico; es decir, se ha previsto actuar especialmente contra la injusticia económica y las injusticias sociales y culturales.
 
Aunque el Gasto Etiquetado para las Mujeres y la Igualdad de Género es muy reducido, pues apenas representa el 1 por ciento del total del gasto público anual, éste adquirió el carácter de Norma Oficial a partir de 2008.
 
Liberar a las mujeres de la responsabilidad exclusiva de las tareas reproductivas y de cuidado, lo que incluye el ejercicio de los derechos reproductivos; poner fin a la violencia de género y adoptar todas las medidas necesarias para que las mujeres participen en la toma de decisiones en igualdad de condiciones, permitirá su empoderamiento y autonomía.
 
Sin duda, la mejor forma de propiciar autonomía económica es obteniendo ingresos propios, por eso es tan importante proteger y apoyar a las mujeres en el mercado laboral, donde enfrentan serios problemas de discriminación, bajos salarios y violencia laboral; sumados a las limitaciones importantes que implica su carga de trabajo de género (cuidados y tareas domésticas).
 
De acuerdo con los resultados del censo económico 2013 del Inegi, la proporción más alta de población ocupada femenina se ubica en los sectores de comercio y servicios privados no financieros (ver gráfica), con una participación de 34.3 y 40.0 por ciento, respectivamente.
 
La participación femenina más reducida corresponde a los sectores de construcción, minería, electricidad, agua y gas, pesca y agricultura. Cabe destacar que en la industria manufacturera el porcentaje de población ocupada femenina alcanza el 30.0 por ciento.
 
En la categoría de personal ocupado no remunerado (que considera a propietarios de los negocios y sus familiares, socios activos, etcétera) se presenta la proporción de mujeres más alta (49.5 por ciento).
 
Los negocios o establecimientos en donde las mujeres no remuneradas participan más a nivel nacional son las tiendas de abarrotes; salones, clínicas de belleza y peluquerías; restaurantes y papelerías.
 
VER GRÁFICA  AQUÍ
 
En síntesis, es más alto el número de mujeres que trabajan (en el mercado laboral) sin remuneración que el porcentaje masculino. Esto no permite alcanzar la autonomía económica y tampoco la política o la del cuerpo, pues las tres están estrechamente relacionadas.
 
Twitter: @ramonaponce
 
*Economista especializada en temas de género.
 
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