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Ayaan Hirsi Ali: la mujer que retó a Alá

Por Yolanda de la Torre

Ayaan Hirsi Ali perdió la fe. Pero no la perdió en la capital somalí, Mogadiscio, donde nació y vivió su infancia, ni en Arabia Saudita, donde aún pequeña veía mujeres que no eran mujeres, sino sombras negras sin un solo jirón de piel a la vista de Alá, cuyos gritos al ser golpeadas por sus maridos allanaban cada noche el vecindario.

Tampoco la perdió cuando su abuela –una mujer forjada en los usos de los nómadas del desierto– le cortó con tijeras el clítoris a ella y a su hermana cuando eran niñas, para purificarlas, ni cuando su madre y la escuela saudí le propinaron golpizas que le fracturaron el cráneo. Y mantuvo la fe durante el largo periplo de su familia de un país a otro, lo que la llevó a residir finalmente en Kenia.

Ni siquiera la perdió cuando la ofrecieron en matrimonio con un desconocido. Y no lo hizo porque fue justo entonces cuando escapó: en lugar de encontrarse con su futuro esposo en el aeropuerto de Francfort, como habían acordado, encontró un futuro de lo más extraño para una somalí: una nueva vida en Europa, cuando sólo contaba con 22 años, y sin un hombre al lado.

Cuando llegué a Holanda era musulmana, una musulmana devota, y tras 10 años de estar ahí, entre 1992 y 2001, dejé de practicar gradualmente, pero aún creía. Comencé por rechazar el Ramadán.

Después de 2001, tras los ataques en Nueva York, examiné intelectualmente el contenido del Corán y de la Hadith –el Corán es el libro sagrado del Islam y la Hadith son los hechos y las palabras del profeta Mahoma–, y lo que encontré ahí fue algo que no podía compaginar con mi conciencia.

Ayaan Hirsi llegó a Holanda en 1992, como refugiada y, para evitar que su familia la encontrara –ya bastante malo era que la maldijera– cambió su apellido, Magan, por el de su abuelo paterno, Ali. Allí se convirtió en intérprete para inmigrantes somalíes y estudió ciencia política. Años de activismo en favor de las mujeres musulmanas la llevaron a integrarse al Partido Socialdemócrata, por el que fue diputada, y posteriormente al Partido Liberal. Ella aún no lo sabía, pero este hecho le salvó la vida.

Y no es que ignorara que estaba en riesgo. Musulmanes radicales la amenazaron más de una vez. Pero fue hasta que hizo el guión del cortometraje Submission Part I, filmado por Theo van Gogh, cuando el riesgo tomó un cariz letal: el documental se transmitió por televisión el 29 de agosto de 2004 y, poco después, Theo fue asesinado a plena luz del día; un desconocido le disparó, lo degolló, y todavía se tomó el tiempo para dejar clavado en su pecho una carta dirigida a Ayaan.

Estuve bajo amenaza antes y tenía protección del gobierno holandés, y por ese hecho no fui asesinada yo y fue asesinado él. Pero el éxito del Islam radical fue sólo abstracto. Era algo que podía suceder. Esto cambió mi vida inmediatamente después, pues tuve que moverme y ocultarme por un tiempo.

Y ni así cejó: pensé que tenía la obligación con Theo, conmigo misma, con las mujeres musulmanas en general, de alzar la voz y decir esto es lo que está sucediendo, y me siento mucho mejor por no esconderme ahora, por salir al mundo y afirmar esto es terrible y es lo que predica el Corán. Pero me refiero al Islam como religión organizada, no a los musulmanes como individuos.

Para entonces, Ayaan ya no creía en Alá ni en las palabras de Mahoma. Por eso la maldijo su familia. Por eso y por no ser como las otras. Porque en el Islam, la vida de las mujeres es una vida en la que todo se trata de sacrificio y subordinación. Si eres mujer no puedes modelar tu propio destino. Tienes que aceptar la sumisión, convertirte en una esposa y vivir para tu marido. Tu cuerpo no es tuyo. La libertad no existe.

El reto al Islam le costó un perpetuo exilio. Sin familia y lejos de su patria, incluso Holanda intentó someterla. Para entrar al país, Ayaan falseó su fecha de nacimiento, hecho sobre el que habló abiertamente cuando ya era una política activa. Fue entonces cuando la ministra Rita Verdonk hizo el anuncio: se le retiraba la nacionalidad holandesa.

A tal grado llegó el escándalo que la nacionalidad le fue devuelta, pero Ayaan ya tenía los ojos y la soledad en otra parte: Estados Unidos. Lejos, muy lejos de la Sharia –la Ley islámica, que para los musulmanes es la palabra de Alá tal como le fue revelada a Mahoma– la ex diputada se convirtió en escritora, y el primer objeto de sus palabras fue su propia vida.

Sobre la soledad a que obliga la huida y la ruptura de los lazos familiares, Ayaan comenta: tengo apoyo de amigos que conozco porque estamos comprometidos con la misma causa. La soledad está ahí, pero es el precio que pagamos por no ser sobajados por la Sharia.

Y sobre su vida, creí que era importante contarla, que el mundo sepa lo que sucede, dice. Y no lo cree en balde, pues en 2005 la revista Times la incluyó entre las 100 mujeres más influyentes del mundo, en la categoría de líderes y revolucionarios. De esta certeza nació la escritura de Infiel, libro de memorias recién editado por Debate/Random House Mondadori.

Infiel fue, sabes, viajar a un pasado muy remoto y descubrir que el camino que tomé fue muy subjetivo, tras haber nacido en una familia dentro de un clan y de una sociedad tribal, para salir de ella e ingresar al mundo moderno con base en los principios de la iluminación.

Hoy Ayaan Hirsi Ali vive en Washington DC bajo estrictas condiciones de seguridad, pues está a condenada a muerte por los musulmanes radicales. Pero no ha bajado la guardia. Su popularidad la emplea para llevar su mensaje para las mujeres musulmanas y no musulmanas del mundo: que es mejor resistir y pelear que aceptar esta situación, y que a todas las mujeres del mundo debemos liberarlas, lo que significa acceso a la educación, independencia financiera y la propiedad de nuestros propios cuerpos.

07/YT/ML/CV

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