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Coahuila: pueblos de viudas

Por Sara Lovera López

Cuando hace 38 años, un 31 de marzo, murieron 153 mineros en Barroterán en la peor tragedia que se recuerde en la Cuenca Carbonífera de México, Juanita (77 años), Alicia (60) y Lupita (59) vivieron momentos en extremo difíciles: desesperanza, soledad y carencias económicas porque sus esposos, fallecidos en ese suceso, eran los proveedores de las familias.

Fueron abandonadas a su suerte por la empresa, el gobierno, el sindicato e, incluso, en alguno de los casos, por su propia familia. Y es que, según las Naciones Unidas (Women 2000-2001), las viudas en todo el mundo constituyen un grupo invisible. Suelen estar ausentes de las estadísticas y raramente se las menciona en los informes de pobreza, desarrollo, salud o derechos humanos.

Lupita y Alicia tenían 20 y 23 años, respectivamente, cuando quedaron viudas. Las dos volvieron a casarse, pero ninguna deja de asistir a los actos conmemorativos, siempre llenos de pompa y discurso. Juanita enviudó a los 39, llevaba 20 años de casada.

Las tres narran que, además, fueron engañadas por todos: sindicato, empresas y autoridades. Sus hijos fueron expulsados de las escuelas de la empresa; sus pensiones resultaron raquíticas y lo más cruel fue que ninguna de ellas identificó el cuerpo de sus compañeros porque les entregaron los ataúdes sellados. Quedaron con la sensación de que, simplemente, el minero desapareció. ¿Cómo pasó?

Cansadas, con hijos mayores y nietos diversos, a 38 años del hecho, no saben exactamente qué ocurrió aquel día.

El 30 de marzo de 2007, las 64 viudas del siniestro de Pasta de Conchos, sucedido el 19 de febrero de 2006, recibieron la noticia de que el rescate de los cuerpos de sus maridos se suspendía indefinidamente.

Casi 40 de ellas estuvieron en un campamento al lado de las instalaciones de la mina número ocho, a varios kilómetros de sus casas, durante 13 meses y siete días, reclamando información y justicia. Tomaron las oficinas de la empresa. Como era etapa de vacaciones, ninguna autoridad las escuchó.

Alicia piensa que esas mujeres deben estar sintiendo lo mismo que ella: ¿cómo fue?… ¿dónde están?

Barroterán y Pasta de Conchos son dos de los más graves accidentes en las minas de carbón de la cuenca de Coahuila, desde que comenzó la explotación del mineral. Ambos tuvieron gran impacto en el mundo, debido a la gran publicidad que acompañó a la tragedia.

Los hechos confluyen, además, en la certeza de que hubo negligencia por parte de la empresa, que no se ocupó de cuidar la vida de los mineros e incumplió las medidas mínimas de seguridad. Desde 1999 se había sugerido el cierre de la mina en Pasta de Conchos, pero no se hizo.

Ni en el caso de La Guadalupe, en 1969; ni en el de Pasta de Conchos, en 2006, hubo castigo. Las empresas continuaron con su negligencia, a pesar de que las pruebas y los testimonios de los trabajadores activos indicaban que la mina estaba en peligro. Sobre estos hechos hay abandono o indiferencia de las autoridades.

Según el testimonio del actual Procurador de Justicia del estado de Coahuila, Jesús Torres Charles, entre 1884 y 2006 ninguna autoridad investigó lo sucedido, ni se hicieron diligencias judiciales.

Unas en los años sesenta del siglo pasado y otras en pleno siglo XXI, las viudas y sus familias han quedado con ese sentimiento de orfandad que no resuelven el dinero ni el tiempo. Unas y otras, y las de todos los días en la Región Carbonífera, se las arreglan solas y como pueden, para continuar viviendo.

PUEBLOS DE VIUDAS

Como en los pueblos de Minas de Barroterán, Palaú o Cloete, en la Colonia Nuevo Amanecer, de la cabecera municipal de Nueva Rosita, en Coahuila, es posible hallar una viuda cada tres o cuatro casas.

La viudez en las mujeres es un estado de crisis vital, de identidad, en el que se conjugan agobio económico, abandono institucional, vulnerabilidad emocional y una ruptura del equilibrio que pone en jaque la misma existencia. De ello nadie se ocupa, afirma Esther Moncaraz, luego de trabajar por varios años con viudas en Argentina, en el Centro de Recuperación Emocional de La Pérdida.

La especialista propone tratar emocionalmente a estas mujeres, considerando que después de la muerte de sus maridos se requiere de una ardua tarea para reconstruir sus vidas. Pero en la región carbonífera parece no haber tiempo para ello. Los testimonios de las viudas de 1969, 1988, 2001 y 2002 indican que ni la empresa ni el gobierno, ni otras organizaciones, ofrecieron ayuda psicológica. Las viudas tampoco tuvieron acompañamiento.

Un estudio de las Naciones Unidas estima que entre el siete y el 16 por ciento de la población adulta femenina de todos los países lo constituyen las viudas y que, entre ellas, se encuentra el porcentaje más elevado de mujeres pobres en el mundo.

Las estadísticas son un espejo de la Cuenca Carbonífera. Doris Micaela Llamas, de 34 años, lo narró así: «No es lo mismo. A él lo extraño de todas formas. Cuando muere, estás sin rumbo, no sabes qué pasa, todo se te mueve y estás sin recursos, sin apoyos, sin trabajo, te echas al mundo a buscar».

Micaela vive en el Ejido Santa María, muy cerca de Nueva Rosita. Se ha vuelto a casar «para tener apoyo» y ha enfrentado algo adicional: «que todos te critiquen, te midan, te juzguen, pero nadie mira tu pobreza».

De acuerdo con la legislación mexicana, la pensión económica por viudez, resultado de un «accidente de trabajo», establece un piso salarial del 60 por ciento del salario. De esa cantidad, el 40 por ciento es para la viuda y 20 por ciento adicional por cada hijo o hija menores de 21 años. Un 20 por ciento es para los padres que sobrevivan al desparecido y dependan económicamente de él, informó el abogado Manuel Fuentes Muñiz, asesor de las viudas de Pasta de Conchos.

Lo más grave es que las empresas, en complicidad con las autoridades, registran a los mineros con salarios menores a los que realmente perciben. Esto hace que las pensiones por viudez signifiquen apenas unos 100 dólares mensuales.

LA VOZ DE LAS VIUDAS

Juana Macías Hernández, doña Juanita, como la conocen en el Barrio dos de Barroterán, tiene ahora 77 años. Nunca salió del pueblo minero, desde que llegó a sus 19 años, procedente de Durango.

Abuela de cuatro nietos, sabía por su marido de los riesgos en la mina, la falta de seguridad, de que todo estaba muy feo y el día menos pensado iba a estallar. A los ocho días de la explosión, sacaron el cuerpo de su esposo. Ella no lo vio.

Recibió una indemnización insuficiente. Más adelante, supo que enviaron máquinas de coser. «Las trajeron, pero dicen que las repartieron a los que trabajaban en el sindicato», recuerda. Ninguna de las viudas tuvo acceso a ellas.

Ya no espera nada. Las conmemoraciones que hacen sólo sirven para recordar, pero sabe que nadie volverá a mirarlas, menos aún a darles apoyo. Doña Juanita trabajó hasta que pudo, haciendo limpieza en casas, tejiendo y vendiendo sus productos. Ahora vende sodas en su casa «para tener un centavo», dice.

Alicia Herrera Contreras tiene 60 años. Quedó viuda, por primera vez, a sus 23 años, cuando murió su compañero José Tapia, trabajador de las minas de Barroterán, tras la explosión del 31 de marzo de 1969.

Quedó sola con sus hijos muy chiquitos; el mayor de dos años y la niña de apenas cinco meses. Recibió una pequeña compensación y le dijeron que les darían becas a sus hijos, pero eso no sucedió.

Se desempeñó tres años como empleada doméstica, pero como le resultaba muy difícil trabajar y cuidar a los pequeños, y se encontraba sin opciones para mantener a su familia, decidió aceptar una propuesta de matrimonio.

Guadalupe Alfaro Araiz, de 60 años, tuvo dos matrimonios y ocho hijos: cinco hombres y tres mujeres. Se casó por primera vez con Emilio Moreno Hernández, quien murió en el accidente de Minas de Barroterán. Estaba embarazada por cuarta vez cuando sucedió la explosión.

Como le ocurrió a la mayoría de las viudas, a Lupita no le entregaron el cuerpo de su esposo. Sólo pasó la carroza con los ataúdes, para que los familiares los acompañaran al panteón. «Yo digo que no era; no era porque ¿por qué no abrieron la caja?», dice, resumiendo la incertidumbre de todas.

Hoy, las viudas de Pasta de Conchos esperan, no han logrado organizarse, pero su clamor cambió: quieren los cuerpos de sus esposos muertos, pero también sus derechos y que cambien las cosas.

07/SL/GG/CV

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