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Cuarzo Rosa

Por Cecilia Lavalle

Reencuentro

Apenas si la reconocí. Supe que era ella sólo porque no había perdido esa mirada vivaracha que siempre se escapaba de sus pequeños ojos. Pero esa mirada era lo único que quedaba de aquella niña de la secundaria que un día fue mi amiga.

Era una adolescente llena de miedos y de incertidumbres cuando llegué, muy a mí pesar, a esa nueva escuela de esa nueva ciudad que acogía a mi familia. Como típica adolescente cubrí con arrogancia lo que era una inseguridad atroz. Y como habitual respuesta recibí más enemistades de las que en realidad merecía.

En esas circunstancias conocí a María. Delgadita, con su cabello lleno de caireles pequeñitos, su uniforme impecable y una risa que alegraba el día. Fue de las pocas que se acercó a mí sin poner esa mirada de quien ve a un bicho raro y repugnante entrar a su salón de clase. Fue también de las pocas que platicó conmigo cuando se me impuso la ley del hielo por un mal entendido en el que, como nueva del grupo, llevé la peor parte. Fue de las pocas que entendió que mi actitud era pose porque en el fondo me sentía profundamente vulnerable. Y fue la única que franca y directamente me dijo un día todo lo que opinaba de mí, lo bueno y lo malo. Sí, María, sin saberlo, fue mi amiga y yo la quise.

Salimos de la secundaria, cambié de paisajes y no volví a verla ni a saber de ella en 30 años.

Ayer la vi y apenas si la reconocí. Tenía más canas que mi madre y más kilos encima de los que su ropa podía contener. No reía, pero su miada vivaracha estaba intacta. Me levanté de mi sitio y corrí para alcanzarla. Le recordé quién era yo y me miró sin darme ninguna importancia. ¿Cómo estás?, pregunté con genuino interés. Vieja y gorda, fue su respuesta. Lo dijo sin amargura, con su franqueza de siempre. A continuación me contó en tres palabras que se había casado dos veces y las dos veces se había divorciado, que tenía un hijo de 20 años que no le daba mayores problemas pero tampoco mayores satisfacciones, y que trabajaba en el negocio de su primo. Se despidió argumentando que tenía prisa, sin preguntar nada ni ofrecer nada, ni una llamada, ni un reencuentro, nada.

Me quedé mirando cómo se alejaba. ¿Qué había pasado con aquella niña fuerte que desafiaba a sus compañeras hablando conmigo? ¿Qué había pasado con esa risa suya capaz de conjurar un mal día? ¿Qué golpes de la vida la habían hecho envejecer el doble que a mí?

Hubiera querido abrazarla. Hubiera querido protegerla y cobijarla como ella me protegió y cobijó treinta años atrás. Hubiera querido encontrar el modo de recordarle que alguna vez fue fuerte y feliz. No pude. Entró y salió de mi vida como una ráfaga. Pero no fue como el viento fresco que en la adolescencia hizo más tolerable mi vida; esta vez fue un viento frío que me dejó una sensación de invierno y de pérdida. ¿A dónde se va lo que alguna vez fuimos?

Apreciaría sus comentarios: [email protected]

*Periodista mexicana

O5/CL/LR

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