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De cara al espejo

Por Cuicuizcatl (golondrina viajera)*

Soy la mayor de tres hermanas. En el 2001, mis dos hermanas ya se habían casado y yo, a mis 34 años, continuaba viviendo con mamá y papá. Me cuidaban en mis crisis nerviosas, me internaban en el hospital psiquiátrico cuando me ponía mal. Yo era «su hijita enferma». Había un elemento de sobreprotección muy difícil de hacer a un lado.

Cuando papá se jubiló empezó a pasar todo el tiempo en casa. Nuestro ritmo cambió por completo. Llegó un momento en que la situación era insostenible, nos invadíamos continuamente.

En el 2002 me cambié para vivir con la profesora Maricela Ugalde, quien me rentó un cuarto. Era una casa duplex. Sus dos hijas solteras vivían abajo y ella vivía sola en la parte de arriba (es divorciada). Allí llegué. Era un concepto muy diferente de familia, cada quien su espacio, sin invadirse.

Diez meses viví allí y fui muy feliz. Con ella aprendí a hacerme cargo de mis cosas y de mí misma, aprendí el valor de los límites y la importancia del respeto. Ella es una mujer admirable, comprometida hasta la médula con su proyecto de vida: Xilam, arte mexicano de pelea.

Fundadora y directora también del primer sistema de arte marcial mexicano, documentado en los códices y heredado de los antiguos guerreros a unas pocas familias que guardaron celosamente la tradición. Ella lo rescata, lo reelabora y lo saca a la luz. Maricela es maestra de filosofía prehispánica, creadora de su sistema y una «guerrera impecable», de una sola pieza.

Aprendí mucho con ella, crecí espiritualmete, estaba feliz allí, pero ocurrió algo que fue parteaguas: durante el tiempo que viví con ella, viví una experiencia que me marcó. En un grupo, con el programa de Alcohólicos Anónimos, hice «mi cuarto paso», un inventario fuertísimo de lo que había sido mi vida hasta el momento, una escritura guiada en la que vi pasar mi vida como una película para sanar desde lo profundo, desde las heridas de la infancia, desde la raíz…

Por primera vez en 36 años pude verme con objetividad. Y entendí que mi decisión de vivir aparte de mamá y papá no era un camino pleno, consciente, hacia la independencia. No era eso, era rebeldía contra todas sus normas, y era huida de situaciones que no podía resolver.

Aparecieron claramente mis heridas, mis resentimientos…y mi cariño y gratitud hacia ellos. Se presentó también una nueva crisis nerviosa (la última que tuve, por cierto), era una crisis mucho más consciente que las anteriores. Necesitaba, por primera vez en la vida, enfrentar los problemas de frente y «agarrar el toro por los cuernos». Necesitaba ser independiente y necesitaba de su cariño y protección.

Entonces regresé a vivir a la casa paterna, pero regresé muy diferente a como me fui, con claridad de lo que quiero y no quiero, de lo que me gusta y de lo que no me gusta, de lo que soy y tengo y puedo y confío lograr.

No soy la que papá piensa que soy, no soy la que mi mamá piensa que soy. Tampoco soy lo que ellos quieren que sea. Soy yo, con personalidad propia, con autonomía, con decisiones, con sentimientos que ahora sí me atrevo a expresar. (Tendía a «guardármelo» todo, a mostrarme «tranquila» –aquí no pasa nada– aunque tuviera torbellino adentro. No más).

Había llegado el momento de quitarme mis propias máscaras. Claro que no fue de un día para otro, fue un proceso que llevó su tiempo.

En el programa de Alcohólicos Anónimos nos ponían ejercicios de «reparación de daños», ejercicios de perdón. Hablé con mamá y papá. Les perdoné sin decir palabras, también les pedí perdón, eso sí abiertamente. En realidad no hablamos mucho de eso, pero sí notaron cambios.

Lo primero que hice fue comprar una grabadora y ponerla en mi cuarto. Así, aunque mi hermana viniera a quedarse con sus niños el fin de semana, o aunque mamá tuviera visitas, yo podía tener, entre cuatro paredes, un espacio y mi ambiente.

Una decisión importantísima fue romper de tajo con las religiosas donde estudié el noviciado y estuve a punto de hacer mis votos.

Eran ya diez años. Diez años de ir, cada mes de agosto, a su ceremonia de los votos perpetuos, para coincidir con todas. «¿A qué vas?», me preguntaban. «A saludar, a reencontrarme con mis antiguas compañeras del noviciado, a dar gracias a Dios por el don de cada una…», respondía.

¡Mentira!! iba a sufrir, iba en un afán masoquista a lamentarme, a ver lo felices que son ellas como religiosas y lo infeliz que soy yo que no pude ser religiosa, no me dejaron los doctores. ¿No pude o no quise? La respuesta es «No quise», lo real es que no tenía vocación, aunque estuve allí cuatro años. Fue muy drástico llegar a una crisis nerviosa internada en un hospital psiquiátrico para descubrirlo, pero fue muy bueno salir del instituto. Me engañaba. Engañé a todas cuatro años, engañé a mi familia y amigos, me engañé a mí misma.

Ahora, diez años después, descubrí que sigo engañada, añorando algo que nunca tuve, queriendo regresar al lugar que me hacía daño.

¿Por qué ese afán de ir, cada año, a la ceremonia de los votos perpetuos, y estar ahí tres horas, escuchando el himno de Ven, esposa de Cristo y contemplando cómo les ponen su corona de flores en la cabeza a las que han cumplido diez años de renovar sus votos continuamente y hacen los votos perpetuos, para siempre. Envidiaba su sonrisa, envidiaba su «seráfico semblante». ¡Ya basta!! Mi misión es ser feliz donde estoy, con lo que soy y tengo, no llorar por lo que nunca fue.

Este año no fui a la misa. Más adelante, escribí una carta larga, muy bonita, a la que fue mi superiora. Lo hice para darle gracias por mi experiencia en la congregación y decirle que ya no envidio a nadie, que he descubierto que se puede vivir el «ser luz» en el mundo, con mi familia, con los compañeros de trabajo, en el cotidiano.

* Autobiografía de una mujer en su búsqueda por una vida libre de violencia.

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