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De cómo la CoIDH podría hallar culpable al Estado mexicano

Por Arturo Peón Barriga

Afortunadamente en México, a diferencia de otros países de Latinoamérica, desde que terminó la Revolución, en mil novecientos treinta y tantos, y hasta bien entrado el arranque del siglo XXI, hemos gozado de paz social.

Esa fue por mucho tiempo una declaración que en México esgrimió el Partido Revolucionario Institucional (PRI) –el partido dominante por más de 70 años– para justificar las bondades de su permanencia en el poder; una afirmación colocada con mucha fuerza en la cabeza de la mayoría de las y los mexicanos, ya que buena parte de nosotros podría suscribirla y citarla sin pestañear.

Y es que en efecto, de alguna forma, en el fondo de la conciencia de toda persona mexicana, existe el consenso de que, debido a quién sabe qué gracia, nos hemos salvado del terror de los muertos, torturados y desaparecidos que han tenido que soportar nuestros vecinos latinoamericanos, cuya historia reciente se escribió en términos de dictaduras, guerras y guerrillas.

En términos generales, cualquiera podría continuar viviendo en esa inopia ciudadana si no fuera porque, como relámpago que irrumpe en la oscuridad de la noche, emerge de vez en cuando algo que muestra que el cuento que nos contamos sobre la paz social no dice todo lo que ocurre en nuestro país: voces que nos cuentan que a nuestro país lo cruza la violencia, aunque no sea la de balas y bombas.

Voces de los zapatistas en San Cristóbal, de los campesinos en Aguas Blancas, de las mujeres en Ciudad Juárez. Voces que hemos dejado atrás en nuestro recorrido por América Latina y que no esperábamos encontrar en pleno Santiago de Chile.

II.

Así, la llegada de «el primo» –Jorge Calderón– a casa de los De la Torre Aguirre, donde nosotros nos hospedábamos, no sólo vino a abarrotar el ya de por sí hacinado departamentito de nuestros anfitriones, sino que además modificó el destino de nuestras exploraciones por la capital chilena.

Como miembro de la fiscalía de la Corte Internacional de Derechos Humanos, Jorge vino a Santiago a participar en la sesión itinerante programada a principios de mayo en la Antigua Cámara de Diputados. En ese recinto, que desde la época de Pinochet se reserva para acontecimientos extraordinarios, se desahogaría un caso paradigmático de violación a derechos humanos, por sus implicaciones de: las madres de tres muchachas asesinadas en un campo algodonero en Ciudad Juárez contra el Estado Mexicano.

Jennifer y yo escuchamos con avidez de investigadores –como si fuéramos Julia Roberts en el «La red pelícano», o Tom Cruise en «Cuestión de honor»– la cátedra que Jorge dictó desde el pequeño asiento trasero del jeep gris oxford que Joaquín De la torre conducía rumbo a la Viña Casas del Bosque.

«El juicio va a ser igual que en las películas. Es un juicio oral que tendrá lugar en dos días distintos. El primer día se escuchará el testimonio de las partes: las madres, que seguramente compartirán una historia muy emotiva y llena de dolor; y el Estado Mexicano, que seguramente tratará de mostrar que no existe negligencia y que ha habido avances significativos en la impartición de justicia.

«El segundo día habrá cuestionamientos cruzados y declaraciones finales de las partes. Al final los jueces harán preguntas que deberán ser aclaradas en vivo, o bien en los alegatos escritos que anteceden a la sentencia.

«A pesar de que el caso se explicará por sí mismo, conviene que tengan el contexto completo del caso relacionado con las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez». Y así, Jorge nos dio una perspectiva amplia sobre el feminicidio, en cuyo estudio ha estado involucrado desde hace varios años.

Hasta antes de los años noventa, Ciudad Juárez era un pueblo fronterizo mexicano como cualquier otro. Permeaba el mismo machismo latinoamericano que asigna a los hombres una jerarquía superior a la de las mujeres, al tiempo en que las limita a ellas a roles que reproducen la dinámica de sometimiento, confinándolas siempre a un lugar secundario, doméstico y de servicio.

Sin embargo, con la llegada y expansión de la industria maquiladora, se inició un proceso económico que transformó el desbalance estructural y universalmente aceptado de las relaciones sociales entre hombres y mujeres. Por un lado, la industria empezó a contratar mujeres por ser más dóciles, cumplidoras y productivas que los hombres; por otro, la crisis económica agudizó el desempleo entre los hombres.

No pasó demasiado tiempo antes de que empezaran a aparecer manifestaciones de odio a las mujeres.

Las primeras desapariciones de mujeres y asesinatos contra ellas datan de 1993. Al principio la tragedia se concentró en un grupo social definido: trabajadoras sexuales. Pero no pasó demasiado tiempo antes de que el siniestro se extendiera y –aprovechando la precaria infraestructura de transporte, iluminación y seguridad que existe en la ciudad– las mujeres que trabajaban en las fábricas, se conviertieran en blanco. A los pocos meses, el feminicidio avanzó de forma apabullante: en Juárez, cualquier mujer, hasta ahora, puede fácilmente terminar violada, mutilada, muerta y abandonada en algún páramo frío y desierto.

La problemática se configuró también por la falta de respuesta de autoridades que, durante poco más de diez años, han insistido en que las muertes y desapariciones son casos aislados.

El caso más controversial fue el del gobernador del estado, Francisco Barrio, un conservador que durante su gestión justificó los asesinatos con argumentos tales como decir que las mujeres eran responsables de su desgracia por vestir minifaldas y acusarlas de llevar una doble vida. El funcionario llegó al extremo de decir que el número de mujeres desaparecidas y muertas estaba en los parámetros de normalidad.

Estas declaraciones permiten calibrar el contexto de impunidad que, sin duda, también contribuyó a la violencia: hasta la fecha han desaparecido cuatro mil mujeres y hay más de cuatrocientos casos de homicidio contra ellas.

De estos casos, sólo un porcentaje menor ha sido resuelto, como Jorge explica en el documento «Buscando la reparación integral de asesinatos y desapariciones de mujeres en Ciudad Juárez: una perspectiva cultural y de género» («Seeking Integral Reparations for the Murders and Disappearances of Women in Ciudad Juárez: A Gender and Cultural Perspective»), que publicó recientemente en el Resumen de derechos humanos (Human Rights Brief) de la Universidad Americana.

Ahí explica cómo México, al suscribir varios tratados internacionales, se sujeta a los más altos estándares de justicia, que implican un abordaje integral de los casos y reparación de los derechos a las víctimas directas: las mujeres desaparecidas y/o asesinadas; indirectas: las madres y las hijas o los hijos; y de grupo: las mujeres de Juárez, en este caso.

Las reparaciones de derechos incluyen el retorno al lugar de residencia de las madres que han sido hostigadas; la compensación, en dinero y en especie, por las oportunidades perdidas, por ejemplo, para los hijos de las mujeres asesinadas; el cuidado médico y psicológico, que debe otorgarse a las madres de las mujeres que perdieron la vida; la recuperación de la dignidad de las víctimas que va dese la solución del caso hasta la realización de memoriales; y la no repetición de los siniestros, que implica, por ejemplo, la educación en derechos humanos para los grupos vulnerables.

Jennifer y yo asistimos al segundo día del juicio.

Después de registrarnos con los carabineros en la entrada, entramos al salón de audiencias, donde estaban por empezar las actividades del día con toda la solemnidad del caso. Nos pusimos de pie junto con el resto de los presentes –según lo ordenó con una voz firme un personaje de negro–, mientras los jueces pasaban al salón a ocupar sus lugares enfundados en togas oscuras.

Entonces, con tremenda vehemencia e indignación, las abogadas que representaban a las madres sintetizaron su caso en 25 minutos.

Contaron la terrible impotencia de sus representadas cuando los judiciales que las recibieron inicialmente en el Ministerio Público se negaron a tomarles la declaración cuando sus hijas estaban desaparecidas. Contaron cómo las reconvinieron para que regresaran a las 72 horas, tiempo suficiente para descartar que anduvieran con el novio y para que entonces sí se levantara un acta formal.

Contaron la rabia que sintió una de las madres cuando, socarronamente, uno de los judiciales incluso sentenció que ella debería vigilar más cercanamente a su hija, pues «las niñas buenas están en su casa y las niñas malas están en la calle». Contaron la desesperación de las madres, que sabían que esos tres días eran clave para encontrar a sus hijas, si es que todavía estaban con vida.

Contaron la perplejidad con la que las madres recibieron la terrible noticia del hallazgo de los cuerpos de sus hijas, desnudas y torturadas hasta dejarlas irreconocibles, en medio de un campo algodonero en Ciudad Juárez. Contaron cómo apenas hace dos años, gracias a la participación de un equipo argentino de medicina forense, pudieron confirmar la identidad de los cuerpos.

Contaron que en lo que va de la investigación las autoridades han señalado a nueve personas distintas como responsables del asesinato, de tal forma que a estas alturas, para las madres, los juicios del Estado carecen de credibilidad.

Contaron los tormentos nocturnos de las madres, a quienes en el insomnio siguen asediándolas las mismas preguntas desde hace ocho años: ¿quién mató a sus hijas? ¿Cómo las mató? ¿Fue uno o fueron varios asesinos? ¿Cuándo tiraron los cuerpos al campo?

Y encima de soportar la ineficacia burocrática de las autoridades, las madres han tenido que aguantar el hostigamiento, con actos tales como que, en lugar de investigar el asesinato se metieran a investigar la vida personal de las mujeres asesinadas y a juzgarlas como niñas «muy vagas, muy voladas»; la negligencia en el manejo de pruebas, como el día aquel en que apareció una caja en el pasillo del Ministerio Público con el fémur, el pelo y la ropa de una de las fallecidas; y la ofensa que han representado las ofertas condicionadas de reparación, como cuando les dieron ropa usada como compensación.

Los 25 minutos de la parte acusadora terminaron con una vehemente acusación de las abogadas: «Después de tanto tiempo sin solución, un crimen así sólo puede significar dos cosas: o existen agentes estatales involucrados directamente en las muertes, o son cómplices de los perpetradores.»

La tarea que enfrenta el Estado mexicano para responder a las imputaciones es un desafío titánico. En principio, porque ya en la contrademanda escrita habían reconocido múltiples irregularidades iniciales en la investigación de los casos de tres de las mujeres que fueron halladas muertas en el Campo Algodonero. Pero además porque, según la relatoría del primer día de juicio, en la fase de presentación de pruebas, el agente del Ministerio Público que compareció como testigo del Estado en el interrogatorio dio muestras fehacientes de su cantinflesca torpeza para hablar y de su evidente incapacidad para ligar dos ideas de forma lógica.

Sorpresivamente sin embargo, el Estado mexicano depositó en la procuradora del Estado de Chihuahua, adscripción a la que pertenece Ciudad Juárez, más del 60 por ciento del tiempo para presentar los alegatos finales.

Entonces, esta mujer bajita, pelirroja y entrona al más puro estilo norteño se plantó en su asiento y presentó, con determinación de pastor protestante, evidencia dura de los resultados de su gestión: en cuatro años, 138 homicidios de los que la justicia arrastraba ignominiosamente han sido esclarecidos.

Y después, esta mujer, que pronuncia «Shihuahua» en lugar de «Chihuahua», presentó una serie de argumentos para demostrar que, después de años de negligencia, a partir del 2003 el Estado mexicano dio pasos irrevocables para atender el caso de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez: fiscalías especiales creadas, instituciones inauguradas, presupuestos designados, acciones de prevención, construcción de laboratorios en criminalística, coadyuvancia de expertos extranjeros, etcétera.

Y también, por si eso fuera poco, afirmó la procuradora, está la reforma judicial integral que recientemente fue aprobada en México como producto indirecto de la conciencia que los asesinatos de mujeres en la ciudad fronteriza del norte de México ha representado para el país.

La procuradora terminó de hablar. Un desempeño elocuente, francamente inesperado.

Sin embargo, era difícil tragarse el argumento. En parte, porque sabemos que una de las mayores competencias entre los funcionarios mexicanos consiste en presentar resultados increíbles en sus informes de gobierno. Y en parte, porque todas y todos –quienes hemos experimentado la furia, el miedo o la desesperanza de ser maltratados por el Ministerio Público después de haber sido tocados por alguna desgracia– sabemos que la justicia no puede existir en el microcosmos de estos personajes, demasiado alejados del universo fantástico que la procuradora ha reseñado, quienes funcionan como caciques de tierra sin ley que ponen más atención a la cotidiana torta de tamal y al atole bien espeso que descansa sobre su escritorio que al problema que el denunciante les plantea.

Luego, la última jugada del Estado mexicano: solicitarle a la corte se declare incompetente para escuchar y resolver asuntos vinculados a la Convención Interamericana de Prevención, Castigo y Erradicación de la Violencia contra las Mujeres (Belem do Pará).

La sesión terminó con la intervención del los jueces, esos decanos respetables de cabellos grises sentados en lo alto de una tribuna, quienes saben que la sabiduría es algo que surge ahí, donde uno se sienta hombro con hombro junto a otro u otra para deliberar.

Mujeres y hombres acostumbrados a escuchar sin sorpresa las más horrendas atrocidades. Mujeres y hombres que hablan con una parsimonia inverosímil, que pronuncian las palabras con cuidado de orfebre y con detalle de relojero. Preguntas hechas casi con ingenuidad, pero detrás de las cuales palpita la fuerza de la verdad:

¿Podría el Estado mexicano documentar los éxitos que ha expuesto la procuradora? ¿Podría el Estado mexicano aclarar qué significan para él los 138 casos esclarecidos a la fecha? ¿Podría el Estado mexicano precisar cómo todos esos fantásticos avances se han expresado tangiblemente en el caso de estas tres mujeres asesinadas en un campo algodonero?

¿Podría el Estado mexicano señalar cuántos funcionarios públicos relacionados con los errores e irregularidades del juicio han sido consignados a la fecha y castigados por el abuso en sus funciones? ¿Podría el Estado mexicano ampliar el razonamiento de su petición de que la corte se declare incompetente para resolver asuntos de la Convención de Belem do Pará? ¿Podría el Estado mexicano explicar cómo, sobre la base de una investigación inicial viciada, ha podido, como dice, reencaminar el caso?

VI.

La sesión se levantó.

La corte recibirá conclusiones por escrito y dictaminará en los próximos seis meses.

Seguramente, la resolución final de la corte –a pesar de reconocer los avances que el Estado Mexicano ha tenido– lo conminará a ampliar el campo de acción contra la discriminación hacia las mujeres y a fortalecer la ejecución, la efectividad y la vinculación de las acciones en la cotidianidad de los asuntos judiciales.

Seguramente también, en el caso particular de Campo Algodonero, la corte señalará al Estado como responsable y lo condenará a otorgar las más altas compensaciones y reparaciones para las madres de las tres mujeres asesinadas.

La justicia se habrá hecho. Sin embargo, quedarán en el aire las pregunta de siempre:

¿Cómo reparar la muerte de una hija? ¿Cómo curar el tormento de insomnios y malos sueños durante años? ¿Cómo revertir el reflejo del miedo de años de indiferencia, abuso y hostigamiento por parte de quienes se supone que están ahí para protegernos?

¿Cómo terminar con la discriminación y resolver el desequilibrio en las relaciones entre mujeres y hombres en Ciudad Juárez y en otros tantos rincones del mundo?

09/AP/YT

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