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De ejecutivas a subempleadas

Por la Redacción

Miles de mujeres latinas de alto nivel educativo se ganan la vida en Estados Unidos trabajando como empleadas domésticas. Emigraron por razones económicas o políticas. ¿Cómo es la vida en un país rico que las necesita y a la vez las repele?

Angela es maestra, pero cambió las aulas hace dos años por una casa suburbana en Florida, en un barrio cerrado con lago, club y jardines tropicales. En Nicaragua quedaron su pasado de militante sandinista y una hija de 14 años que es la única razón por la que Angela está en los Estados Unidos, trabajando de niñera con cama adentro para una pareja de franceses.

En sus tiempos libres limpia casas del barrio, cuando los gemelos que cuida por 250 dólares a la semana están en el jardín de niños, y envía una vez por mes el dinero a Managua, destinado a un fondo que pagará en un par de años la educación universitaria de su hija Eva.

«No voy a quedarme de por vida ni persigo el famoso sueño americano», aclara. «Mi vida estaba con la Revolución, y mis planes y futuro murieron cuando nada fue como habíamos soñado».

Angela es una más entre las tantas mujeres latinas que dejan puestos profesionales para escapar de la pobreza o la persecución en su tierra. Muchas de ellas no tienen residencia legal ni permiso de trabajo aquí, y la mayoría -como Angela- no habla inglés.

Según las cifras del Servicio de Inmigración de Estados Unidos, hay en ese país alrededor de siete millones de inmigrantes sin papeles, hombres y mujeres. Datos de la Organización Mundial de Migraciones (IOM, por sus siglas en inglés) indican que, del total de inmigrantes latinos, más de la mitad son mujeres. Se estima entonces que son alrededor de cuatro millones las mujeres latinas que viven y trabajan en Estados Unidos sin documentación.

Los políticos prometen solucionar el «problema» en cada discurso, y ciudadanos civiles organizan milicias en la frontera para -virtualmente- cazar ilegales y llevarlos ante las autoridades.

No obstante el rechazo, ellas y ellos son parte de la maquinaria. Si un día los inmigrantes ilegales decidieran abandonar en masa Estados Unidos, la vida tal y como la conocen los americanos dejaría de existir: el precio de los alimentos besaría las nubes, las algas teñirían de verde todas las piscinas, las plagas invadirían los jardines, los chicos no tendrían niñeras y no habría taxis en las calles, ni libres ni ocupados.

No habría quien construyera casas, ni quien cosechara naranjas o trabajara horas despiadadas en los frigoríficos. Ni quien limpiara baños, cocinara y dejara el chocolate de los dulces sueños en las almohadas de los hoteles. Ellas y ellos envían a sus países en América Latina y el Caribe unos 30 mil millones de dólares al año. Son esas remesas las que suelen darle un respiro a economías ahogadas por las crisis casi crónicas de la región.

Entre quienes envían dinero ganado tras jornadas laborales interminables hay una gran cantidad de mujeres sobrecalificadas que no tienen más remedio que limpiar casas ajenas para ayudar a los que se quedaron en la patria. Es el caso de Angela y el de Elvira, colombiana y abogada, quien fue fiscal en Medellín y aquí es empleada de una compañía de mucamas que le paga apenas el salario mínimo.

Angela quiere regresar a Nicaragua, pero Elvira piensa quedarse acá «de por vida». De Medellín se fue bajo amenaza de muerte, y no quiere o no siente ganas de especificar cuál de los grupos armados que tienen sumida a Colombia en una guerra civil interminable y no declarada la amenazó.

«Mis días son eternos. Debo levantarme muy temprano. Mi jefa nos pasa a buscar a mis compañeras y a mí y nos lleva a limpiar casas. Son 10 horas por día durante las que hacemos entre cuatro y cinco casas», dice casi como si estuviera hablando de un tercero. No hay espalda que aguante, ni tiempo para sentarse a tomar clases de inglés. Ella lo sabe: poco y nada de sentido tiene ser abogada en un país donde el idioma es ajeno.

Elvira está sola en Miami. «En Medellín quedaron mi hija de 10 años y mi esposo. El no quiere venirse, porque el estar como exiliado implica que por muchos años no pueda volver a Colombia», dice, y se nota que no lo extraña, que por alguna razón que calla es mejor que él se quede allá. «Quisiera traerme a Madeleine, mi nena. Estoy con los papeles, pero se complica todo mucho».

En tanto, en El Tajo, California, mujeres mexicanas cruzan a diario la frontera desde Ciudad Juárez y otros pueblos para trabajar como mucamas y niñeras. Durante la noche vuelven a sus casas. Entre ellas hay muchas que son enfermeras, maestras, o que tienen algún título universitario. A fuerza de costumbre ya saben qué responderles a los oficiales de inmigración suspicaces, y suelen llevar con ellas bolsas vacías que son el pretexto justo para simular que están cruzando a los Estados Unidos en plan de compras.

El número de mexicanas que viajan de un país al otro a diario está creciendo, en parte por el cierre de fábricas en el lado mexicano de la frontera. El Instituto Nacional de Estadísticas, Geografía e Información (INEGI) de México estima que cada día al menos 3 mil 100 mujeres van de Ciudad Juárez a El Paso a trabajar. Tienen visas de turista que no les permiten trabajar so pena de deportación e imposibilidad de volver a entrar en Estados Unidos.

El sistema parece funcionar para todos los sectores. Las latinas obtienen sueldos muy superiores a los que ganarían en sus países, mientras que los empleadores consiguen mano de obra deseosa de trabajar por salarios magros. Sin embargo, las cosas no son tan sencillas. Muchas de esas mujeres viven en condiciones que son inadmisibles en un país tan rico como el norteamericano y, si bien el gobierno gasta fortunas en fútiles intentos por cerrar sus fronteras, sobre todo después del 11 de septiembre, es poco y nada lo que hace por mejorar la situación de los «ilegales» una vez que están adentro.

Las razones que impulsan a las mujeres a emigrar a Estados Unidos y a tantos otros países desarrollados del mundo son tan variadas como variadas son las historias personales de cada una. Suelen llegar con familiares o solas; algunas son profesionistas y otras apenas han terminado los estudios primarios. Otras son refugiadas políticas -como Elvira, la colombiana- que escapan de la violencia.

Según un estudio del Woodrow Wilson International Center for Scholars (Centro Internacional para Escolares Woodrow Wilson) las mujeres latinas emigran a este país por las mismas razones que los varones: para buscar oportunidades económicas, para reunir a la familia o para escapar de persecuciones. Ellas son más proclives que los varones a casarse una vez radicadas en Estados Unidos y generalmente son más jóvenes que la población nativa.

La situación se les complica cuando se presenta alguna emergencia médica. «No tengo seguro médico, papeles ni permiso de trabajo», dice Angela. Ni siquiera tiene auto, y no tener auto en un suburbio de Miami es muy incómodo. Las distancias son muy grandes, casi no hay veredas para caminar y el transporte público es poco menos que inexistente.

«Si me enfermara o tuviera algún accidente no sé que haría. Supongo que mis patrones me llevarían al hospital pero, ¿quién pagaría?», se pregunta, pero no se queja; después de todo, no pierde de vista que está acá para que su hija, que no tiene padre, estudie. «Si no fuera por ella, éste sería el último país al que hubiera decidido venir».

Muchas veces, Angela se pregunta cómo fue que su vida cambió tanto. «Parece que fue ayer cuando salía con mis compañeros a alfabetizar en las zonas rurales de mi país».

De hecho, la inequidad de género en el sistema de salud estadounidense, en lo relativo a las mujeres latinas, es preocupante. La primera barrera es, como siempre, la del idioma. Es tan difícil para el médico diagnosticar adecuadamente como para la paciente explicar su dolencia si se hablan dos lenguajes distintos, además de que ambos, generalmente, provienen de contextos culturales muy distantes entre sí.

Además siempre está, claro, la resistencia a recurrir al hospital por el temor de estas mujeres a ser deportadas. Desde la caída de las Torres Gemelas, el servicio de inmigración en Estados Unidos no es lo que era. El fantasma de la migra es menos fantasma y más realidad que nunca.

Elvira, por el contrario, está amparada por un seguro médico: ella tiene papeles porque es exiliada política. Hace un año que llegó y pasa sus días aspirando pisos alfombrados, lustrando muebles y dejando baños con olor a lavanda, sobre todo en casas de mujeres latinas que están aquí en mejor situación económica (expatriadas por sus empresas o esposas de expatriados).

«Casi nunca me topo con los dueños de las casas. Prefiero que no estén, es más cómodo trabajar. Una vez me tocó una señora argentina que me preguntó cuál era mi historia. Le dije que había sido fiscal y no me contrató más. Se habrá sentido incómoda».

De cualquier forma, poco es el tiempo que le queda para conversar: llega con sus compañeras, se bajan de la camioneta balde y escobas en mano, y se ponen a limpiar frenéticamente para poder terminar a tiempo antes de ir a la siguiente casa.

Ellas están acá aunque no engrosen estadísticas. Muchas son el sostén principal de sus familias y suelen tener entre sus responsabilidades el trabajo, la atención a los hijos y el esposo, y el envío de remesas a la patria. Como analiza el estudio del Wilson Center, el nuevo papel de las latinas en Estados Unidos como sostén y proveedoras podría tener impacto, y de hecho lo está haciendo, en la concepción tradicional de familia. El cambio en la dinámica familiar genera, inevitablemente, un desafío y una redefinición de los roles de género tradicionales.

05/PA/YT

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