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De hijas y madres

Entre las luces de la relación con la madre hay una preciosa, que es el haber aprendido de ella –o de quien, en su nombre, ocupara su lugar– a hablar.

Al aprender a hablar, aprendemos para toda la vida dos cosas muy importantes: aprendemos el mundo, que va compareciendo ante mí según mi madre le va poniendo palabras, y aprendemos la coincidencia entre las palabras y las cosas, o sea, entre lo que se dice y lo que se hace. En el movimiento político de las mujeres, a todo esto se le ha llamado el orden simbólico de la madre (Luisa Muraro y la Comunidad filosófica femenina Diótima de la Universidad de Verona).

Se le llama orden simbólico porque es el orden de sentido del mundo y porque es sentido que ordena, que me ordena en las paradojas de la vida y en las complicaciones y contradicciones de la realidad que me rodea.

Se le llama de la madre porque suele ser ella la que enseña a hablar a sus hijas e hijos, humanizándonos ya desde que nos habla y nos piensa mientras estamos en su vientre, preparándonos para nacer.

La experiencia de aprender a hablar –un proceso lento y sutilísimo– deja en cada ser humano una huella imborrable. Es una huella que se fija en las entrañas, en esa zona cálida, sensible y oscura del interior de cada cuerpo humano que, moviéndose con independencia de la voluntad, nos advierte de la cercanía de la felicidad o del peligro, de la sensatez o de la insensatez.

Su advertencia es la llamada de las entrañas. La llamada de las entrañas nos orienta a la gente con una llamita tenue pero persistente: con la llama o lumbre del corazón, llama que representan, por ejemplo, tantas imágenes religiosas muy curiosas cuyo significado profundo entendemos sobre todo las mujeres.

La llamada de las entrañas puede ser el tirón que sentimos cuando oímos o leemos algo que parece ser verdad pero no lo es. El tirón sugiere, sin imponer nada, que nos detengamos a pensar, que no nos dejemos engañar: que lo que se nos está diciendo es discurso, no lengua materna.

La lengua materna y el discurso usan las mismas palabras, pero con la diferencia de que la lengua materna me trae la realidad y la verdad, frente al discurso, que coincide algo con la verdad pero no del todo. Precisamente, al aprender a hablar –al aprender la lengua materna– se aprende el sentido de la verdad, porque la madre dice «agua» para referirse al agua, y no a otra cosa que se le parece pero no es lo mismo.

La llamada de las entrañas custodia en mí esa sensación extraordinaria de verdad que tuve cuando aprendí a hablar, avisándome cuando corre peligro y dándome felicidad cuando la sensación es evocada y restaurada.

La madre enseña a hablar tanto a la hija como al hijo. Pero es la hija la depositaria de la lengua materna, porque es ella quien, con toda probabilidad, se la enseñará a la generación siguiente.

La lengua materna es el principal legado que una madre le deja a su hija. Por eso las feministas nos volvimos contra la madre en los años de la emancipación: porque creímos que ella nos había engañado, transmitiéndonos el patriarcado, como decíamos entonces, y tuvimos miedo. Esto llenó de negativo la relación entre madre e hija, causando un sufrimiento enorme a las dos. ¿Qué es lo que ocurrió?

La lengua materna se presenta en un sistema de signos y de significados (de palabras y sintaxis, como el español o el maya), pero es más que esto: es un orden del mundo. La madre le transmite a la hija el orden del mundo propio de su tiempo y el que ella desearía para el futuro, para que sus hijas e hijos sean felices.

Pero el mundo de la hija no necesariamente coincide con el de la madre, ni tampoco con el que la madre imaginó para ella. Ni la hija es igual que su madre, aunque sea semejante a ella ya que las dos pertenecen al mismo sexo. Es en esta no coincidencia donde se cuela lo negativo de la relación de una hija con su madre. Y donde se cuela el miedo.

Lo negativo puedo transformarlo en semilla de creación si consigo saber amar a mi madre en reconocimiento de la vida y la palabra que ella me ha dado gratuitamente.

En cambio, me bloquea cuando no consigo encontrar prácticas que me lleven a recordar que mi madre hizo lo que estuvo en su mano para traerme al mundo y hacerme seguir en él; teniendo en cuenta que, en el fondo, la madre es una extraña, de la que nunca sabré si pudo o no pudo hacer lo que yo creo que podría haber sido hecho por ella. Pero la verdad es que yo –su obra– sigo aquí viva en el mundo.

* Historiadora, ex directora del Centro Duoda, catedrática de Historia Medieval en la Universidad Central de Barcelona. Autora Textos y espacios de mujeres y Nombrar el mundo en femenino.

2005/Mujereshoy/SJ

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