Hoy, una vez más como desde hace milenios, las mujeres vamos a participar de un ritual colectivo. Celebraremos estar juntas, como hicimos por los siglos de los siglos. No, todavía no diremos la palabra sagrada. Eso es al final, cuando deba conjurarse el hechizo.
Vamos a reunirnos para recordar, y también para pedir, como repetimos desde hace 15 años todos los 28 de septiembre, que se reconozca nuestro derecho a decidir sobre nuestro cuerpo.
Un ritual que nos convoca desde 1990, cuando un grupo de mujeres decidió institucionalizar la fecha como Día por la Legalización del Aborto en América Latina y el Caribe.
Las mujeres siempre tuvimos rituales. Aun cuando no estuvieran institucionalizados, cuando no fueran festividades de calendario ni prohibidos aquelarres de brujas, ¿quién no participó de una sobremesa familiar de mujeres, de una veraniega siesta de cotilleos, de chismes volando como pimienta alrededor de cacerolas en el fuego?
Y las más jóvenes, ¿no hacemos cafés de chicas, cenas de chicas, fiestas porque sí? Y aunque rompa la festividad del párrafo: acompañar a una mujer a hacerse un aborto, ¿no es acaso un ritual femenino?
Un ritual de sanación. Celebraciones sin dios ni patrón. Festejos porque sí, porque manda el alma, el deseo, el cuerpo.
Hoy nos vamos a juntar para reclamar a otros –varones, pero también mujeres- que nos devuelvan un derecho y un poder que nos pertenecen, y que una historia construida en masculino nos quitó.
¿Vamos a adorar a alguna deidad? No. Pero vamos a pedirles a quienes se erigieron, y ayudamos a erigir en deidades, que nos escuchen.
¿A quién está dirigido nuestro pedido? ¿A quién nuestra lanza? A nuestros señores y señoras parlamentarios primero. A nuestros funcionarios y políticos después. Y junto a estos dioses de la modernidad, como héroes y heroínas, y deidades menores, a médicos y médicas, jueces y juezas, religiosos y religiosas de todos los credos.
Y por último, aunque nosotras también seamos parte del pueblo, a todas las mujeres y varones de buena voluntad que habitan esta tierra.
Que nuestra palabra sea oída. Nuestro canto escuchado. Nuestra cara vista. Que nuestra cinta verde vuele y se plante en cada solapa, en cada corazón.
Y ahora sí… Amén, que no quiere decir otra cosa que «así sea», una bella palabra que no dejaremos de usar aunque también nos la hayan expropiado.
05/SC/YT