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Decisiones firmes

Por Ámbar*

El marido de mamá, más que mi padre, parecía abuelo; cuando nací, él ya había cumplido cincuenta años.

Yo imaginaba que era antidiluviano, contaba que había nacido año y medio antes de que estallara la revolución en México. Además estaba tan decrépito y enfermo, que tuvieron que jubilarlo a los 56 años, víctima de insuficiencia renal, por una diabetes nunca diagnosticada oficialmente.

Cuando falleció, después de medio año de agonía y de entrar y salir de una clínica del Seguro Social cada quince días, los médicos escribieron en su acta de defunción: «Causa de la muerte: Insuficiencia renal crónica, producida por diabetes en fase terminal, con 32 años de evolución».

Para nacer y morir le gustó el mismo día. Nació un 22 de mayo de 1909 y murió el 22 de agosto de 1983.

Este señor que siempre dijo que no era mi padre, era de estatura media, complexión ancha, piel morena, cara redonda, nariz chata, cejas escasas, ojos color café oscuro muy pequeños, que parecían rendijas, boca de labios gruesos, manos de dedos gordos, chatos y cortos.

De los recuerdos que tengo de él pocas veces lo vi sonreír. Siempre tenía una expresión adusta. «De pocos amigos», decía mamá. Era una persona de pocas palabras y decisiones firmes, con quien no se podía negociar. Mi hermana mayor platica el método infalible que utilizó «su papá», el día que se le ocurrió hacer un berrinche porque no le compraron algo que quería.

Tenía entre cuatro y cinco años. Se tiró al suelo pataleando y dando berridos, gritando que quería que le compraran el juguete o dulce en cuestión. Mi padre le dijo que se callara y se levantara del piso, pues no le compraría nada. Olivia redobló sus gritos, pataleos y lágrimas de cocodrilo. Volvió a decirle que se callara, pero ella continuó con su berrinche.

Entonces papá desapareció. Regresó con un leño en la mano y acompañó su orden de silencio con un solo golpe, tan contundente que Olivia cuenta fue suficiente para que jamás en su vida se le ocurriera hacer otro berrinche.

Después, cuando mi hermana ya era adolescente y le empezaron a salir pretendientes, hubo otro episodio.

El primer día que mi padre la descubrió en el zaguán de la casa platicando con un muchacho, llegó y sin decir «agua va», tomó a mi hermana del brazo y la obligó a entrar a la casa, diciéndole: «Tienes que decidir qué quieres. O estudias o te casas. Si estudias, no quiero volverte a ver con un hombre, si te vuelvo a encontrar en las mismas, ¡óyeme bien!, te saco de la escuela y te caso».

Por desgracia, heredé de él las mismas características: decisiones firmes y difícil negociación. La única diferencia es que a mí si me gustaba platicar. A la hora de la comida, que en ese entonces hacíamos todos al mismo tiempo, yo quería platicar mis aventuras inventadas. No me dejaba decir ni tres palabras, gritaba, su tono o era nada amigable:

-Niña, a la mesa se sienta uno a comer, no a hablar.

Me quedaba unos minutos callada y en el momento que consideraba más propicio, intentaba nuevamente contar mis historias. Sin embargo, la frase se repetía una y otra vez: «A la mesa se sienta uno a comer, no a hablar». Entonces yo tomé otra decisión. Si no me dejan hablar, tampoco voy a comer. Así que declaré una huelga de hambre permanente.

Mientras el resto de la familia comía en silencio, yo hacía bolitas con el migajón del bolillo o con la masa de las tortillas y se las lanzaba a mis hermanas. Hacía muñequitos o animalitos de migajón y me ponía a jugar con ellos. Tomaba una tortilla, le hacía un orificio pequeño en el centro y por ahí veía a toda la familia, diciéndoles: «Por aquí te veo, por aquí te veo». En otras ocasiones le hacía cuatro orificios a la tortilla, simulando ojos, nariz y boca, y me la colocaba como máscara. Mis hermanas reían.

Frecuentemente mamá hacía sopa de pasta. Cuando era de letras yo hacía una fiesta, formaba palabras y las iba pegando en la orilla del plato. Si no encontraba una preguntaba a mis hermanas si la tenían. Olivia me ignoraba, por miedo al regaño paterno.

Adelaida, dos años mayor que yo, se contagiaba y terminábamos las dos llenando las orillas de nuestros platos con todas las palabras que se nos ocurrían. Empezábamos por nuestros nombres y apellidos. Continuábamos con palabras largas y difíciles como Nabucodonosor, paralelepípedo, rompecabezas, y otras parecidas.

Mi padre nos miraba con ojos de pistola, cuando llegaba al límite de tolerancia se levantaba, desabrochaba el cinturón y sin decir nada nos daba un cinturonazo a cada una con toda su furia contenida. Adelaida se ponía a comer mientras derramaba copiosas lágrimas y suspiros. Yo había aprendido a dominar el dolor con los golpes de mi madre. Respiraba profundamente y no derramaba una lágrima. Pedía permiso para ir al baño y me salía al patio a jugar canicas con el Chícharo, un gato que adopté, dejando el plato de sopa intacto.

Esta historia de las guerras con bolitas de migajón, de intercambio de letras, de miradas o señas cómplices, se repitió hasta el cansancio. Me las ingenié para no tocar la comida cuando todos nos sentábamos a la mesa. Si me daban carne, la envolvía en un pedazo de tortilla o de pan y la guardaba en la bolsa de mi vestido. Pedía permiso para ir al baño y se la daba al Chícharo que se la comía con gran entusiasmo, puedo decir literalmente que el minino engordó a mis costillas

Como ninguno de los dos cedió, las cosas se complicaron más de la cuenta. Mi padre aferrado a que no debía hablar, y yo decidida a que si no me permitían hablar tampoco iba a comer. Me pesqué una anemia de tercer grado que me llevó a perder gran cantidad de cabello, descalcificación de huesos y dientes, trastornos visuales severos y gran vulnerabilidad en vías respiratorias. Tenía una tos «perruna» que no se me quitaba con nada. Me resfriaba a la menor provocación y la piel también sufrió las consecuencias.

Convencida como estaba a defender mi derecho a comunicarme, hubiera terminado con los huesos en el panteón, si no es porque mamá –desesperada de que pasaran días, semanas y meses, y yo apenas tocaba la comida– fue a hablar con el cura, quien hacía oficios de terapeuta para ella.

Le explicó como estaba la situación. Él comentó que lo único que se le ocurría, era darme de comer a diferente hora que a papá. De otra manera no conseguiría nada. A regañadientes mi madre obedeció al sacerdote y milagrosamente recuperé el apetito. Inventé un amigo invisible, quien resultó ser muy comprensivo, gracioso y sobre todo, gran escuchador. Podía platicar con él todo lo que quería mientras comía.

Me hizo feliz ganar esa batalla, pues además de conseguir comer y platicar, mi padre tuvo que sostener un largo y costoso tratamiento farmacológico. Gastos de dentista, oculista, médico general, análisis clínicos, hasta revertir la anemia galopante que pesqué.

*La autora creció en México con violencia gracias a la Literatura fue cerrando sus heridas.

06/A/CV

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