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Del Otro Lado

Por Marta Guerrero

Una mujer, cualquiera, la que sea, en este caso se llama Irene. Tiene 38 años de edad y 15 de haber llegado a California. De sus cuatro hijos los dos pequeños nacieron en suelo americano, la mayor esta casada y vive en Texas, cerca de una tía. El muchacho no quiso estudiar y trabaja lavando platos en un restaurante de comida mexicana. Irene exhibe una cola de caballo abundante que le llega casi a la cintura.

Está muy contenta porque en todos estos años es la segunda vez que visita Guadalajara, Jalisco. Mientras con brío talla los vidrios platica que desea tener otro hijo porque los suyos ya se le hicieron grandes y es su última oportunidad y no quiere hacerse vieja sin niños a su alrededor, los nietos no le sirven porque son de a ratos y prestados.

Aunque dice que hoy esta cansada no se le nota. Trabaja en el turno de la noche, entra a la una de la mañana y sale a las diez, pero ahora tuvo que quedarse hasta las once y media, pues enseñó a una compañera nueva el oficio. Puede dormirse un poco en «bas» (camión) porque a señas se pone de acuerdo con el chofer para que le avise cuando le toca bajarse y al oír el «lady-lady» despierta de volada y se baja. No habla inglés y no quiere aprender, con las pocas palabras que dice le basta y sobra para darse a entender.

Cuenta que una amiga suya lo estuvo estudiando algunos meses pero que hay tanta revoltura de gente en el país, que aunque hablen en inglés al imprimir sus propios acentos, no hay quien entienda nada. Por eso ella trabaja y no platica. En la planta la aprecian pues nunca se hace de rogar para la chamba a todo le entra aunque no le toque.

En absoluto le parece bien discriminar pero prefiere tener patrones mexicanos, tiene cuatro años en la planta de Bimbo y es feliz aun sin conseguir el cambio de turno al matutino (son tres horarios) para poder estar con sus hijos de ocho y diez años.

Irene hace el aseo una vez por semana de una casa y obtiene cuarenta dólares que suma a los siete con sesenta y cinco por hora que le da la empresa, por cinco días semanales. Tiene un marido trabajador y bueno que gana mil 500 dólares al mes y todo lo que ella le pide le da, según dice.

No se queja cuando sacude la cabeza y se limpia el sudor con la manga de la camisa, vive contenta y aunque extraña mucho, no quisiera regresarse nunca, porque en Estados Unidos tiene trabajo, tiene familia solidaria y una comunidad hermana que «sirve para servir y no para estorbar o chismear».

En México no tendría nada de eso, aún entendiendo las palabras y los pensamientos. Ella opina que esa comunión con otros mexicanos es razón de peso para sentirse parte de una minoría que, a veces, sin poderse dar a entender se oyen mas lejos que los pobres que tiene el presidente de la República detrás de su cochera.

       
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