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Diferencia sexual y progreso civilizatorio

Por Rubí de María Gómez Campos*

«La diferencia sexual es el tema que, pensado, nos devolvería la salvación» decía hace 26 años la principal teórica de la diferencia sexual, una psicoanalista belga discípula de Lacan llamada Luce Irigaray, quien fuera repudiada por el círculo lacaniano después que se atrevió a expresar fundamentadas críticas a la teoría de la cultura sostenida por él. En ese momento Europa enfrentaba una de las crisis culturales recurrentes por las que en su momento tuvo que pasar, antes de ser una civilización desarrollada; lo que le permitió, entre otras cosas, establecer medidas organizativas de unidad económica.

Si bien Europa no es el modelo de organización social perfecto, sus múltiples problemas no llegan actualmente a niveles de miseria e ignorancia como los que la desigualdad económica traza en Latinoamérica. Por otra parte los vicios de racismo e intolerancia que signaron su historia, muchos que aún persisten, no han alcanzado los niveles de frecuencia y permanencia que subsisten en el norte de América. Muchos países europeos son una muestra de avance civilizatorio que ha sido logrado a través de vicisitudes y tragedias culturales, pero que ha sido sustentado en el principio de la educación como proceso de formación humana.

Al menos en algunos temas, como es la concepción social y la práctica de las relaciones entre hombres y mujeres, algunos países han logrado identificar y establecer parámetros que sostienen en mayor o menor medida criterios más humanos (más igualitarios) para las mujeres.

En Suecia por ejemplo está prohibido comprar servicios sexuales. Noruega ha establecido leyes que garantizan el acceso igualitario a puestos de trabajo, en Holanda la prostitución regula el acceso a la seguridad social y en España se castigan los delitos contra la libertad sexual. Inglaterra planea perseguir a los clientes de mujeres que son obligadas a prostituirse y establecer sanciones económicas, se conozca o no la situación de la prostituta. Italia empieza a penalizar a clientes y prostitutas con multas económicas.

En México y Latinoamérica en cambio, a pesar de leyes y estrategias gubernamentales que derivadas de acuerdos internacionales se implementan, y de los recursos erogados para establecer un orden jurídico y político de igualdad social, existen ejemplos sistemáticos de violaciones institucionales a los derechos fundamentales de mujeres, niñas y varones que han sido despojados de los recursos más elementales e imprescindibles de riqueza social.

El caso de un conocido gobernador que instruyó la medida de venganza de otro conocido pederasta ilustra y da cuenta precisa del nivel de violencia institucionalizada que llegamos a vivir.

Si a esto le sumamos la degradación progresiva de la vida social en la que muchos jóvenes varones pierden la vida, debido a la carencia de alternativas económicas que los orilla a desempeñar funciones de violencia (delincuentes o fuerzas de seguridad) en una sociedad diseñada de acuerdo con los parámetros de una masculinidad que se define por el grado de poder que resulta de la violencia, podemos identificar la fuente del machismo social que lacera la vida cotidiana de las mujeres en muchos estados, particularmente en la frontera con los Estados Unidos, donde hace más de 15 años la violencia contra las mujeres alcanza grados de tortura y de muerte.

La falta de educación, sumada a los abusos que se cometen desde el poder irrecusablemente patriarcal que representan los gobiernos de cualquier sino, somete a la ciudadanía latinoamericana a los excesos y a los hábitos enfermizamente patriarcales, supuestamente desarrollados del «primer mundo» representado en los Estados Unidos.

El disfraz de desarrollo civilizatorio que caracteriza a la cultura norteamericana contemporánea no logra subsanar ni los problemas de marginación y desigualdad que en su amalgama interracial someten a mujeres y niñas a la ferocidad de la violencia masculina representada en múltiples formas de explotación sexual y de violencia doméstica y social.

El grado de decadencia social de la mayoría de los países americanos es resultado de la falta de atención a un problema que comienza con la desvalorización a las mujeres y su reducción a objeto sexual, que pasa por la propia desvalorización de las mujeres y la deformación de los rasgos amorosos de la subjetividad humana, y termina con la indiferencia de una sociedad que considera el orden obsesivo y la disciplina deshumanizada como única alternativa y solución privilegiada al caos cultural orientado unilateralmente por los criterios de la masculinidad hegemónica.

El tráfico de cuerpos de mujeres y niñas para explotación sexual y la miseria económica y moral es sólo el marco en el que se producen sucesos tan inimaginables como el de un niño de 13 años que hace unos días, en Guatemala, mató a una mujer por 12 dólares. Las autoridades aseguran que son frecuentes los casos de niños contratados como sicarios, y el niño declaró haber disfrutado de su crimen. Este y otros casos similares muestran que el mundo está lejos de haber encontrado el estado de organización social y política que le permitiera un desarrollo pleno de las capacidades humanas.

Sin embargo, si medimos el tiempo transcurrido desde el origen de la civilización, veremos que no hemos conocido más que un atisbo de posibilidad de lo que el ser humano es capaz de realizar. Y si calculamos el tiempo que ha pasado desde el origen mismo del universo e insertamos en él la historia humana, nos damos cuenta de que proporcionalmente nuestra historia es un instante en el largo transcurrir del universo.

Aún falta mucho para que los seres humanos alcancemos un grado de civilidad mínimo que nos separe de los monstruos. Pero es imprescindible que lo hagamos sin denegar la importancia que en ese proceso tiene, como clave de muchos y diversos problemas, el asunto impostergable de la diferencia sexual.

* Académica y ex titular del Instituto Michoacano de la Mujer

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