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El caso Pinochet: ¿demencia colectiva?

Por Patricia Verdugo

Un terremoto, de grado doce en la escala ética, sacudió a Chile la semana pasada. No ha habido aún recuento de víctimas en el territorio invisible y silencioso. Creo escuchar quejidos, pero en una de esas me equivoco y es el eco de los míos.

Sangrante, me palpo las heridas. Duelen todavía más luego de leer el cable que, desde Alemania, informa que el criminal nazi Friedrich Engel fue condenado a siete años de cárcel por dirigir la masacre de 59 italianos durante la Segunda Guerra Mundial.

El jefe de las SS (la policía secreta de los nazis) en Génova fue arrestado más de medio siglo después de ocurrida la masacre. El juicio duró dos meses, se comprobó su culpabilidad y se le condenó. Por ser un anciano de 93 años el tribunal le perdonó la pena.

Repaso el texto de pocas líneas fechado en Hamburgo, y repaso también mis heridas chilenas provocadas por ondas expansivas de complicidad, cobardía e impotencia. Ahí está, abierta y dolorosa, la que me provoca el máximo tribunal de mi país al decidir que el general Pinochet «sufre una enajenación mental conocida como demencia vascular» lo que impide que se le enjuicie por sus crímenes.

Igualmente palpo la fractura que me hicieron los poderes constitucionales y fácticos al movilizarse con urgencia para que al astuto exdictador no se le fuera a ocurrir presentarse en el senado y reclamar su sillón de senador vitalicio. Sus temores eran fundados, recordando que Pinochet recuperó de golpe su lucidez en marzo del 2000, apenas tocó tierra chilena tras 504 días de arresto en Londres.

Así, el presidente del senado, el cardenal católico y el jefe del ejército dirigen la operación comando, que tres días después del fallo de la Corte Suprema se traduce en la renuncia de Pinochet a la Cámara Alta.

A cambio, claro, le ofrecen un premio especialmente legislado para él, en una casi furtiva sesión parlamentaria de un sábado de fines de marzo del 2000: el Estatuto de expresidentes. Así, el general se asegura fuero y una millonaria dieta, además de escoltas del ejército.

EL LÚCIDO GESTO DEL GENERAL

O dicho de otra manera: al general se le garantiza, seguridad máxima y sueldo mensual extra hasta el fin de sus días; aparte de su jubilación como capitán general. Un suculento premio que se pagará con mis impuestos; los mismos que pago cada día con la esperanza de que se usen para construir escuelas y hospitales donde se atiendan a los más pobres de mi país.

Pero eso no es todo. Haciendo gala de su astucia política para obtener la renuncia, el presidente del senado concede entrevistas a diestra y siniestra para repetir lo que Pinochet le dijo: «Yo no estoy loco.» Y para respaldar la veracidad del dicho, nos golpean con el texto de su carta-renuncia y el potente aplauso de los poderosos (valga la redundancia) elogiando el lúcido gesto de Pinochet.

La ridícula escena se completa con el mismísimo Pinochet yendo en su blindado Mercedes Benz a su oficina, donde sostiene una reunión con un senador de derecha a quien le anuncia pronta visita al parlamento. «El sabía perfectamente qué días tenía sesión (en el senado) y me dijo que me avisaría cuándo iría al Congreso», declaró muy ufano el senador tras la reunión.

«Mamá, todos sabemos que es mentira. Todos sabemos que no está loco», dice mi hijo mayor, abogado de profesión, tratando de restañar mis heridas.

Lo sabemos todos y, para que no haya duda, lo afirma él mismo y lo vocea el presidente del senado: «Yo no estoy loco.» Con la mentira cruzada en la garganta como gruesa espina, me concentro en la lectura del artículo editorial de El Mercurio, poderoso diario que escribe la historia oficial de mi país.

Espero encontrar un despliegue de argumentos piadosos acerca del anciano y enfermo general, pero… ¡encuentro una sentencia absolutoria! Cito textual: «El sobreseimiento por razones de salud no le hace, pues, justicia al expresidente, si bien ratifica su inocencia: el sometimiento a proceso no priva al encausado del derecho a la presunción de inocencia que favorece a todo ciudadano, en tanto no se haya dictado en su contra una sentencia condenatoria.»

¡NO HUBO CONDENA!, ¡POR TANTO ES INOCENTE!

El terremoto deja, pues, a Chile dividido por una insondable grieta. A un lado quedan los que creen que el general es inocente, que nada supo de masacres y torturas, que todo fue obra de mandos medios que se excedieron en sus acciones.

Al otro, los que creemos que nuestras víctimas cayeron porque el dictador ordenó una política de exterminio, una política de Estado con agentes del Estado y recursos del Estado.

«Mamá, estás equivocada. Te falta contar a los chilenos indiferentes, a los que les da lo mismo este asunto de Pinochet. Te aseguro que la mayoría de los menores de 30 años no están ahí con este asunto», me aclara mi hijo. Y agrega, «Sé que es lamentable, pero más vale aceptarlo como una realidad.»

Si así fuera, no tengo más remedio que preguntarme qué pasó. ¿Cuánto habrá influido en esa indiferencia la complicidad oficial con el crimen masivo? Porque complicidad fue pactar una transición que dejó al general Pinochet como comandante en jefe del ejército durante ocho años.

Porque complicidad fue mantener vigente el decreto-ley de amnistía para darle impunidad a Pinochet y a todos sus agentes criminales. Porque complicidad fue aceptarlo como senador vitalicio.

Porque complicidad fue defenderlo, en nombre de la soberanía, en el tribunal de Londres. Porque complicidad fue argumentar ante el mundo que Chile estaba capacitado para juzgarlo, mientras se negociaban fórmulas secretas.

Porque complicidad fue legislar el Estatuto de expresidentes para negociar su retiro de la arena política a cambio de buscar una salida procesal que asegurara su impunidad.

Porque complicidad fue evitarle la humillación de ser fichado, pasando a ser el único chileno procesado al que, durante 29 meses, no se le abrió prontuario judicial.

SUMA Y SIGUE…

Quizá la complicidad de los poderosos explique esa indiferencia de los jóvenes ante Pinochet; quizá también explique el fenómeno ciudadano: 70 por ciento de los jóvenes menores de 24 años no quiere inscribirse en los registros electorales para elegir a sus representantes en La Moneda y en el parlamento.

Quizá… Yo, con mi porfiada memoria que se niega a consumir tabletas de amnesia, buscaré cómo restañar mis heridas. Protestaré como pueda por esta acción conjunta de los poderes del Estado: acción que nos privó de la oportunidad histórica de enfrentar la verdad y hacer justicia. Y nos privó también de convertir esa justicia en herramienta eficaz para evitar la repetición de un genocidio.

Y, como hace catorce años, cuando terminé de escribir Los zarpazos del puma (investigación periodística que sirvió como base de datos al juez Juan Guzmán para investigar y acusar a Pinochet) me aferro a las palabras de Solyenitzin que transcribí entonces en la primera página:

«Hubiese podido descansar, relajarme, respirar, pero el deber para con los muertos no me da tregua: ellos murieron; tú vives. Cumple con tu deber a fin de que el mundo sepa todo aquello.»

El mundo ya lo supo. Ahora a trabajar para que mis hijos, y los hijos de mis hijos, no lo olviden. El deber para con los vivos de hoy y mañana no nos da tregua…

       
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