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El rasero de la justicia mexicana

Por Soledad Jarquín Edgar

La justicia en México no se mide con el mismo rasero, tiene que ver con lo que una amiga llama «clases sociales».

Sí, en un país que habría abolido las diferencias hace casi 200 años con la Independencia de México de su colonizador y que reafirmó su rechazo a esas diferencias, hace 98 años con la Revolución Mexicana, todavía no acaba de resolver las diferencias.

El siempre incalificable secuestro y asesinato de un joven de 14 años en la Ciudad de México llamó a toda clase de reclamos y exigencia de justicia. Felipe Calderón ocupó sus discursos para demandar justicia y exigir al gobierno de Marcelo Ebrad, en el Distrito Federal, haga su trabajo.

Felipe Calderón pidió al Congreso no olvidarse de una reforma para elevar el castigo a quienes atentan contra la libertad de otros. Así, la vida de un joven que no debió ser interrumpida por la violencia puso en movimiento a toda la clase política del país, incluyendo a empresarios, que no siempre son los únicos secuestrados.

Incluso, el Legislativo de Oaxaca se convirtió en el primero en reformar el Código Penal y establecer la cadena perpetua a los secuestradores esta misma semana. Fue casi de facto, los obedientes y siempre prestos legisladores oaxaqueños respondieron al urgente llamado de Felipe Calderón, profundamente conmovido por los lamentables hechos.

Así, de pronto, el asesinato –reitero nunca justificable– de un joven movió las entrañas del poder y las «buenas» conciencias en pro de la justicia. Esto nos lleva al primer planteamiento: la justicia tiene una relación directa con la clase social, el poder político junto con el poder financiero moverán todo a su alcance.

El 5 de julio, pero de 2007, en la zona marginada y empobrecida en todos los sentidos que ocupa la etnia triqui, en la Mixteca oaxaqueña, dos jóvenes mujeres se perdieron casi a la vista de su madre cuando viajaban de una localidad a otra, atravesando una «zona minada» por la desigualdad, los grupos políticos, los cacicazgos, pero sobre todo por la inequidad de género.

La vida de las mujeres en esta zona, entre esta etnia no acaba de tomar ningún valor. Hace casi 30 años, las mujeres triquis denunciaron violaciones de parte de elementos del ejército mexicano, mismas que se repitieron a finales de la década de los años setenta y que siguen ocurriendo durante las siguientes décadas. Pero nadie respondió. El teléfono de la justicia sigue ocupado en otros menesteres.

Virginia ahora tendría 21 años, es maestra bilingüe. Su hermana, Daniela, habría cumplido los 15 años de edad y este año terminaría la secundaria. Hace justamente 13 meses nadie sabe de ellas. Nadie puede decirle a su familia si están vivas o muertas. Sólo rumores que provocan desconsuelo en Antonia, su madre que junto con otras mujeres de la familia han demandado justicia y han hecho visibles estos 30 años de dolor para las triquis, más allá de lo que imponen sus usos y costumbres.

Son 13 meses en que ningún presidente de México, ningún gobernador, ningún empresario, ningún legislador hizo nada, salvo «algunos puntos de acuerdo» en el Congreso y el Senado, algunos pronunciamientos de supuestas visitas a la zona por parte de las y los legisladores oaxaqueños locales, pero nada, en absoluto nada ha pasado.

A quién pueden preocuparle dos mujeres, que encima de todo son indígenas y pobres. Es decir, dos mujeres que no tienen poder político menos económico. Mujeres que pertenecen a un grupo indígena y han sido por ello pretexto para ser tomadas como «botín de guerra».

Por eso es sorprendente como cuando Felipe Calderón, conmovido por la desgracia de una familia frente al incalificable hecho delictivo de un secuestro y asesinato, truena los dedos y el resto de la clase política se mueve. No importan sus «diferencias» ideológicas. En Oaxaca, la situación muestra lo que vemos, somos candil de la calle y oscuridad de la casa. Podemos ver la paja en el ojo ajeno pero no somos capaces de mirar la viga que traemos dentro.

Es sin duda una reforma importante porque el secuestro es un delito que conlleva otros, como la violación sexual, de esos que también ocurren entre las mujeres triquis, como las ocurridas a dos pequeñas en este mismo periodo; dos niñas de 14 y 17 años, las únicas que se atrevieron a denunciar los hechos, para encontrar la misma realidad, la justicia es una promesa difícil de materializar.

Las y los legisladores que respondieron rápidamente a reformar el Código Penal con la iniciativa de Ulises Ruiz, tendrían que hacer que las leyes se apliquen y para ello, el Ejecutivo tendría (¿existirá, ese verbo?) que exigir a sus colaboradores que se investiguen los hechos.

Porque de nada sirven las leyes si no hay a quien castigar, como sucede en el caso de las hermanas Virginia y Daniela Ortiz Ramírez, secuestradas, desaparecidas desde hace 13 meses probablemente por motivos políticos.

De nada servirá la reforma si el procurador, Evencio Nicolás Martínez Ramírez, cerró el caso desde el 18 de enero 2008 como consta en sus declaraciones de prensa. Y, peor aún, de nada sirve, si cerró el caso sin iniciar ninguna investigación. Sólo la promesa de que «habrían» girado órdenes de aprehensión contra cuatro presuntos responsables, sólo que no era posible entrar a la zona triqui para no arriesgar a los ahora «policías investigadores».

No podemos seguir creyendo que las cosas se resuelven con leyes. Se necesita más para echar las campanas al vuelo y devolverle a la gente la seguridad que ha perdido.

SOLDADOS DE PLOMO

Felipe Calderón puso al ejército mexicano en las calles del país para «combatir» al crimen organizado. El resultado es lo que todos los días vemos, escuchamos y leemos, una violencia que alcanza dimensiones extraordinarias. En el norte como en el sur del país el resultado es el mismo: cada vez más asesinatos de personas inocentes.

La más reciente ocurrió el martes pasado, el asesinato del agente municipal de Santiago Lachivía, San Carlos Yautepec, Cecilio Vásquez Miguel, quien junto con otro habitante de la misma población fueron sacrificados a tiros y de acuerdo con testigos los autores fueron integrantes del ejército mexicano.

Fue a la vista unas 120 personas que participaban en un tequio, una historia que se repite en Oaxaca, pero que poco se conoce, porque hasta aquellas comunidades ubicadas en la Sierra Sur, los medios de comunicación no llegan.

Después dirán que estos campesinos sacrificados y a quienes los militares dispararon durante 15 minutos eran narcotraficantes o miembros de la guerrilla para justificar otra de las pifias de los soldados, que deja al menos una viuda, una docena de huérfanas y huérfanos como resultado de este doble asesinato.

Agustina Rodríguez Aragón, una de las viudas, no entiende esta situación, como no la entendemos el resto de las y los mexicanos, quienes creíamos que el ejército mexicano «está para velar por la seguridad del país», no para matar hombres, violar mujeres y dejar huérfanos, cuando se ponen nerviosos frente a un grupo de campesinos y les tiran a matar.

Agustina, no entiende lo sucedido, como no lo entendemos la mayoría de los habitantes de México. Pero en Agustina la paradoja es doble. Su hijo Rufino es soldado. Su esposo Cecilio fue asesinado por una partida militar. ¿Qué sigue para estas familias y el resto del país? ¿Qué sigue señor Calderón?

mujerypolí[email protected]

08/SJ/CV

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