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Fundación Heinrich Böll

Por la Redacción

El 19 de mayo fue un día cualquiera para millones de personas en California. Pero para 7,061 solicitantes de ciudadanía y para mí, ese día marcó nuestras vidas.

Creo que todos ellos, al igual que yo, esperamos esa fecha con nerviosismo y emoción. ¿Cuántos años de nuestras vidas aguardamos ese momento? ¿Qué tuvimos qué pasar para obtener el documento que nos avalara como ciudadanos de este país?

¿Lágrimas? ¿Sufrimiento? ¿Humillación? ¿Dolor? ¿Miedo? ¿Desesperación? ¿Soledad? ¿Abandono?. Sólo Dios lo sabe.

Nuestros hijos, bueno, los que tengan, no pasarán por ello. Los nacidos aquí no saben de esto, porque para ellos es algo natural. Fortuito. Es como ser bautizados en la iglesia católica. Basta pertenecer a una familia católica. Pero quienes desean cambiar de religión y convertirse tienen que pasar por un proceso de iniciación que les lleva hasta tres años.

Había obtenido mi residencia permanente y cumplido el tiempo requerido para solicitar la naturalización inicié el proceso de solicitud que estuvo plagado de errores por parte del Servicio de Inmigración y Ciudadanía, pero estaba decidida a no renunciar tan fácilmente.

Luego de días y horas de entrevista, de la lista de 100 preguntas sólo me preguntaron diez, y puedo presumir que saqué un diez. La oficial me felicitó y me dijo que en unas semanas me llegaría la fecha para la ceremonia de juramento.

Y 23 días después, por la tarde, luego de mi jornada de ocho horas de trabajo, manejaba a Los Ángeles, la ceremonia de juramentación sería al día siguiente poco después del mediodía.

Fue un camino largo, era como si quisiera hacer el mayor tiempo posible, iba escuchando las canciones rancheras que me recordaban a mi madre muerta hace 14 años. Pensaba en lo lejos que estoy del suelo donde he nacido. Y en lo sola como hoja al viento que muchas veces me he sentido.

Todas esas canciones que hablaban de nostalgia, soledad y dolor fueron puras puñaladas al corazón. Fue todo un balance emocional.

Seis años de mi vida viviendo en el limbo. Seis años de lucha por la sobrevivencia en otro país. Otra cultura. Aprender desde abrir una cuenta de cheques hasta otro idioma. Hacer una vida nueva con sólo las memorias del pasado.

Al día siguiente, tras pagar $7 por estacionamiento, me metí a la enorme línea de personas en el Pomona Fairplex.

Al acercarnos al inmenso auditorio, nos separaron a los interesados de los acompañantes. Y un amigo se tuvo que ir para otro lugar. Ya adentro nos volvieron a dividir a quienes queríamos sacar de una vez nuestro pasaporte. Habían pasado dos horas desde la hora de la cita y nos iban acomodando en unas inmensas hileras de sillas blancas.

El juez empezó a hablar y nos recordó que ya éramos «parte de la más exitosa democracia. La promesa de América» para nuestros hijos. Y tras un mensaje en video donde el presidente Bush nos daba la bienvenida a… no pude ver ni concentrarme en que decía mi ahora presidente, porque de nuevo las imágenes y recuerdos, pensamientos y sentimientos se adueñaron de mi mente y lloraba silenciosamente. No podía ver las líneas de mi libretita donde tomaba notas.

Cuando el juez nos pidió poner la mano derecha del lado del corazón, ¡éste me latía violentamente! Y al repetir las palabras, «absoluta y completamente renuncio a toda lealtad y fidelidad a cualquier…» ¡Oh, Dios!…

El hombre con el microfonito volteó a verme cuando un gemido me brotó del alma. El llanto y los sollozos me ahogaban. Mi alma estaba herida. Sentía que abandonaba a mi madre patria y a los míos… Lo extraño es que nada me ata a mi madre patria, sólo mis recuerdos y mis muertos. Más triste todavía.

Al término de la ceremonia, con los ojos llorosos busqué los tres números finales que tenía en mi tarjeta de residente permanente — que fue recogida antes del evento — para que me entregaran mi certificado de naturalización.

No quise tramitar mi pasaporte porque cientos de personas ya estaban en fila. Preferí hacerlo después en la oficina de correos.

Mi amigo y yo nos enfilamos hacia un festín de champaña — mi querida amiga Lilí me había dicho, «realmente todos los buenos contratos y eventos deben sellarse con champaña.» Y este lo era– y platillos latinos en un restaurante de Pasadena cuyo nombre no pudo ser más irónico: «Madre’s.»
Ya no me quiero acordar…

La champaña y el restaurante no pudieron estar mejor. No así la mañana siguiente que amanecí en Santa María. Sola. Sin embargo, ni el trabajar con un dolor de cabeza que me taladró todo el día opacó el hecho de que me sentía más completa y sonreía complacida: Una raya más al tigre.

Al igual que yo, fueron muchos los que juraron lealtad como nuevos ciudadanos, entre ellos, 2,143 de México; 387 de El Salvador; 180 de Guatemala; 65 de Nicaragua; 65 de Perú; 48 de Colombia; 25 de Ecuador; 25 de Belice; y 10 de Cuba, entre otros.
¿Habrán sentido lo mismo que yo?

Lo que me consuela es que el cónsul Gamboa me dijo que no perdí mi ciudadanía mexicana

* Publicado en el Santa Maria Times. Marcela Toledo es integrante de la Red Trinacional de Periodistas México, Estados Unidos y Canadá.
06/MT/LR

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