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Guerra sucia y desaparecidos

Por la Redacción

«La guerra en el paraíso» de Carlos Montemayor es el mejor texto que hasta ahora se haya publicado sobre la «guerra sucia» en México. Esta novela de carácter histórico con enorme fuerza y dramatismo da cuenta de manera detallada de lo que fueron esos años. El régimen de partido de Estado en el auge del autoritarismo, durante la década de los setenta, actuó como le vino en gana en su lucha contra todos los que consideraba sus enemigos, de manera particular frente a quienes proponían el camino de la lucha armada para hacer cambios en el país. De la «guerra sucia» y sus desaparecidos nadie se enteró. El control sobre los medios de comunicación era absoluto.

La valentía y la tenacidad de las familias de los desaparecidos hicieron posible que poco a poco se empezara a conocer lo que permanecía escondido, lo que se manejaba como secreto de Estado, para cubrir los crímenes cometidos por los aparatos de seguridad y el propio ejército.

Fue necesaria la alternancia en el gobierno de la República para que un organismo del Estado mexicano pudiera reconocer los crímenes cometidos por él mismo. Ahora, por fin, estamos en condiciones de saber lo que ocurrió con los 532 desaparecidos de la «guerra sucia» de la década de los setenta y parte de los ochenta.

La Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) presentó esta semana una investigación que prueba que 275 de las personas desaparecidas fueron arrestadas de manera ilegal por diversas autoridades, que de 97 se presume lo mismo y de 160 no se tiene pruebas contundentes para hacer esta afirmación. En ninguno de los casos se ofrecen los nombres de quienes cometieron los delitos. Lo que la CDNH afirma no es nuevo. La opinión pública sabe ya que los desaparecidos en los años de la «guerra sucia» eran obra de los aparatos de la seguridad del Estado. Lo que resulta distinto es la aceptación de lo que antes negaron los hombres en el poder que así se hicieron cómplices de los crímenes.

Al informe de la CNDH, que sólo puede considerarse como el inicio de un proceso, siguió la recomendación para que el Ejecutivo Federal estableciera a la brevedad una fiscalía especial que estudiara a fondo lo ocurrido con los desaparecidos, y pudiera actuar en consecuencia. El presidente asumió de inmediato la recomendación.

Desde el inicio de su gestión hubo voces que pedían se estableciera una comisión de la verdad para que investigara las violaciones de los derechos humanos de los años del régimen de partido de Estado. La fiscalía especial, con plenas atribuciones como Ministerio Público, viene a cumplir con esa demanda. La sociedad tiene razonables dudas sobre la eficacia de las fiscalías especiales. Las que se han nombrado en el pasado no han producido ningún resultado.

La oportuna respuesta del presidente sólo va a tener éxito si se elige a un fiscal con capacidad, pero también con reconocimiento social por su entereza y calidad moral. El fiscal debe ser un hombre o una mujer que tenga la confianza de la sociedad, de las fuerzas políticas, de los organismos de los derechos humanos y también de los familiares de los desaparecidos. El que se pueda hacer justicia y dar vuelta a esta dolorosa página de la historia, depende de una buena elección del fiscal y de sus consejeros.

El que se sepa la verdad es algo que se debe a las víctimas que quedarían reivindicadas en su calidad de luchadores sociales, y es un derecho que tienen los familiares que por fin sabrían lo que pasó con cada uno de los desaparecidos. En ese momento van a conocer cómo murieron y dónde fueron llevados sus cadáveres. No hay mayor dolor que la duda y la incertidumbre. La certeza, por más violenta que sea, permite vivir la pérdida y el duelo. La fiscalía no va a devolver la vida a ninguno de los desaparecidos, pero a sus familias les va a dar el derecho a la verdad que también se les arrebató.

El que se conozcan los hechos es importante, pero también lo es que se sepa el nombre de los victimarios. Ninguna de las familias que perdieron a sus parientes quieren venganza sino que sólo reclaman justicia y ésta exige que se sepa quién violentó la ley. El que se conozcan los nombres es denunciar el crimen, pero sobre todo afirmar que la impunidad no debe tener nunca lugar. Es dejar en claro que el Estado no puede permitir que los fines justifiquen los medios. Que su única norma es la ley. Que se den a conocer los nombres es una advertencia a todos los funcionarios públicos, sobre todos los ligados a los aparatos de seguridad, incluido el ejército, que su acción tiene un límite y es el respeto irrestricto a la ley. Saber toda la verdad es la mejor manera de que lo que pasó nunca más vuelva a ocurrir.

En el marco de la investigación sobre los desaparecidos, resulta también muy importante la decisión presidencial de que sean abiertos al público todos los archivos secretos en poder del Centro de Investigación Nacional (Cisen), y los que existen en dependencias federales calificados como tal. Ahora se podría acceder a estos archivos del año de 1985 hacia atrás. Se estima que en poder del Cisen se encuentran cerca de 80 millones de fichas con datos sobre instituciones y ciudadanos investigados por los aparatos de seguridad del Estado. Toda esta información sería depositada para consulta abierta en el Archivo General de la Nación (AGN).

Se cumple así también con otra demanda ciudadana que exigía que los archivos secretos formados en los años del partido de Estado fueran abiertos.

La creación de la fiscalía especial es un acto de justicia, y también una acertada decisión política que sólo podría cobrar sentido pleno en la medida que la nueva institución ofrezca resultados. Debemos suponer que para crear la fiscalía se consultaría al ejército y que por lo mismo éste, en un acto de responsabilidad histórica, estaría dispuesto a asumir los errores del pasado.

Enfrentarse a la verdad y reconocer la culpa no ahonda las diferencias en una sociedad, sino que más bien ofrece el espacio para que la reconciliación sea posible. Saldar cuentas beneficia a todos y no hacerlo, además de la injusticia, deja siempre la herida abierta. Llegó la hora de cerrarla.

Posdata: En este noviembre se conmemoró el trece aniversario del asesinato de los jesuitas en El Salvador. A la distancia de los años, el pensamiento filosófico, político y teológico de Ignacio Ellacura, de «Ellacu» como le decían, adquiere nueva importancia y significado en un mundo escaso de ideas de cambio. El volver a su producción intelectual resulta refrescante e invita a la posibilidad de imaginar otras realidades sociales.

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