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Ilusiones neoliberales, la maquila casera

Por Miriam Ruiz

A la vista de todos, y de nadie, en la zona de la Lagunilla se fabrican los lazos, ramos y peinetas que adornarán a las novias de la ciudad. La tendencia de los dueños de pequeños talleres donde estas actividades se realizan es mandar cada vez más trabajo a las casas de quienes ellos consideran sus empleadas, pese a no brindarles ningún tipo de contrato.

Pero Luchita, que habita con sus dos hijos en la calle de Cuba, se siente su propia patrona, antes de las siete de la mañana, todavía con frío, encamina a su hijo a la secundaria, por las calles desiertas del centro histórico, sin autos ni ambulantes, pero sí con mucha basura. Al regreso, apurará a su hija para que tome su licuado y repetirá el camino, pero esta vez a la primaria.

Aunque tiene varios ramos para entregar ese día, se toma todavía un rato para pasar a comprar el queso que le falta para hacer de comer y «darle una pasadita» a su departamento viejo pero bien limpio, en el que cabe mejor desde que su hija mayor se casó y ella logró separarse de un esposo maltratador.

Al filo de las 10 de la mañana saca flores, cintas y tijeras de una caja transparente bajo la cama. Corta, acomoda y pega; corta, acomoda y pega las flores que hoy por hoy llegan de China como el resto del material. Lo bueno, dice, es que puede trabajar y platicar o ver la televisión.

Hace tres años empezó a hacer ramos de novia. Antes de eso, hacía tandas de sábanas que llevaba de Mixcalco a su pueblo, por la región nahua de Veracruz, y antes trabajó en casa, y hace muchos años, cuando aún no nacían sus hijos, trabajó en un taller de costura por el centro.

Su trabajo le gusta mucho, cuenta sin dejar de cortar y pegar. «Pero no está bien pagado», y sigue hablando de los ramos, de cómo antes solo se usaban blancos y hoy se empiezan a usar hasta de colores.

Le pregunto si ella tiene seguridad social. – «no, desde que el que era mi marido perdió el trabajo cuando apenas iban en la primaria los grandes y la niña no nacía. Sobre la posibilidad de que el dueño del taller la asegure dice con desencanto: «Ay, ni a la gente que tiene ai todo el día les paga seguro».

Luchita elabora en promedio unos tres ramos cada día, casi siempre acompañada del murmullo de la televisión. Por cada ramo, de esos que vuelan alegremente en las bodas, ella recibirá 20 pesos.

Entre 60 y 80 pesos diarios que si estiro, «sí me alcanza», dice mientras piensa que puede ganar cada día más, si le ayudan sus hijos a hacer ramos, o si empieza otra vez con las tandas de colchas del centro al pueblo. Ni siquiera se plantea la posibilidad de que hacer si se llegara a enfermar.

EL SUEÑO DE LUCHITA

No sólo Luchita sueña que está en el mejor de los mundos mientras se desdobla entre el trabajo doméstico con la maquila desde antes de las siete de la mañana «hasta que empieza el noticiario de López Dóriga».

Algunos pensadores neoliberales, como el peruano Hernando de Soto, aseguran que lo único que se interpone entre un trabajador informal y el paraíso, es un Estado que insiste en manipular a la sociedad.

Otros investigadores, como el doctor José Alonso, que estudia el fenómeno de la maquila casera y las mujeres desde hace 30 años en México, lamenta el repunte de una actividad que alguna vez se consideró condenada a desaparecer.

El también académico e investigador del Departamento de Comunicación en la Universidad de las Américas (UDLA) de Puebla explica que la maquila casera se inició en el país desde la Colonia, persistió en el siglo XIX y XX y repuntó en la fase neoliberal desde 1982.

Si bien en Europa la maquila casera ayudó a provocar la Revolución Industrial en Inglaterra, Alemania, Suiza y el norte de Francia, «aquí es una válvula de escape, sobre todo para mujeres, tanto en zonas rurales como urbanas marginales.»

UN HIJO, UN PAR DE MANOS

Hasta hace un par de años, cuando los mayores de sus 11 hijos estuvieron en edad de encontrar un empleo, la familia Caballero ocupó días y tardes poniendo hebillas a las correas relojes.

La división del trabajo en su casa de la colonia Obrera era clara: las y los hijos pequeños se encargaban de poner los pernos. Los grandes ponían la hebilla. Cajas y cajas de correas de colores. Hasta las primas podían ayudar cuando visitaban: una correa, un perno, una correa y un perno hasta que se terminaba la caja.

A la correa con perno, le ponían la hebilla y con un golpe de pinza se podía ajustar. La ganancia por esta labor ajustaba para que todos fueran a la escuela, comieran decentemente y cenaran bolillo con café.

Mientras que, por el rumbo de Ciudad Neza, la joven Lulú Ramos, siempre emprendedora, salía de la escuela a una pequeña fábrica de dulces por el rumbo, donde le daban cajas de caramelos.

Su tarea era devolverlos envueltos en celofán de colores y su paga de 20 pesos, le alcanzaba para sus gastos. Pero como si hubiera sido un sueño, el taller desapareció de un día para otro.

LA PROPUESTA

Las mexicanas trabajadoras de la maquila casera, abunda José Alonso, autor de «Mujeres, maquiladoras y microindustria doméstica», no forman parte de las cadenas productivas de la globalización.

Su falta de preparación y de acceso a la tecnología pone a estas trabajadoras a merced de los golpeados productores nacionales, también afectados por la globalización neoliberal.

Sin embargo, su situación está inserta en la globalización, puesto que han sido puestas a competir en una carrera de bajos sueldos con las mujeres de Bangladesh, y especialmente de América Central.

La propuesta de Alonso es que se cumpla la Ley Federal del Trabajo (LFT): «Yo diría que más que innovaciones laborales, se trata de aplicar la ley,» indica al lamentar que los sindicatos se han despreocupado de las y los trabajadores informales. No hay interés de ninguna de las partes.

2005/MR/LR

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