Inicio Indígenas se oponen a continuar «venta disfrazada» de sus hijas

Indígenas se oponen a continuar «venta disfrazada» de sus hijas

Por Kara Castillo

Con tres millones 58 mil 675 mujeres consideradas indígenas por el Censo Nacional de Población, pertenecientes a 56 etnias, se repiten por el país las historias que confrontan el sistema tradicional de usos y costumbres con el discurso moderno de los derechos femeninos.

Pachita tiene en el rostro las huellas del tiempo, su pelo son dos trenzas casi blancas, su pequeño cuerpo dibuja a una mujer de la mixteca oaxaqueña, fuerte a pesar de las adversidades. Camina cuesta arriba con rapidez a pesar de sus más de 65 años.

Tenía 13 años cuando su mamá y su papá la llevaron a comprarse ropa nueva. Estaba contenta por ello, al llegar a la casa sobre la loma, le ordenaron que cuando llegara «la visita» se quedara con ellos en la cocina. No entendía nada, pero la ropa nueva iluminaban aquel domingo de infancia en 1938.

Al rato, cuenta, llegó «don fulanito», como nombra al joven que su padre presuroso señaló a Panchita y les dijo «pues, es ella». Aquella frase la recuerda bien. Después, las miradas se cruzaron entre padre e hijo, hubo un breve silencio. El hombre mayor preguntó ¿Te gusta? Realmente ella nunca vio un sí o un no.

Ocho días después llegaron «don fulanito» y su papá con guajolotes, aguardiente y empezó la fiesta. Pachita había sido advertida por su madre que después de la fiesta se tendría que ir con el muchacho y su padre, que ahora ellos serían su familia.

«Yo lloré mucho, no sabe cuanto le rogaba a mi mamá, le decía que me iba a portar bien, que la iba a obedecer, que haría el quehacer de la casa, que tenía miedo de irme con esos hombres que no conocía, pero nadie me escuchó y sólo me dijeron que tenía que irme», cuenta esta mujer adulta que en su relato revive la angustia que sufrió a sus 13 años.

Para mí, dice mirando a ningún lado, fueron años de mucho sufrimiento, de miedo, el muchacho tampoco me quería, imagínese la clase de vida que lleve hasta quedar viuda, hace poco tiempo, por eso yo decidí que con mis hijas no sucedería lo mismo, creo que las mujeres de mi edad ya no estamos dispuestas a que eso siga pasando con nuestras niñas, sería terrible repetir esas historias. Sería como no haber aprendido nada.

En Oaxaca, explica Carmen Santiago Alonso, directora del Centro de Derechos Indígenas Flor y Canto, aunque persiste la venta «disfrazada» de mujeres ha disminuido porque ellas se oponen a repetir con sus hijas lo que vivieron en carne propia: las situaciones «de compra», «de haber sido apartadas», de no poder acceder a su herencia, a un cargo público o incluso a la educación por el hecho de ser mujeres.

Hoy, en la Mixteca baja cuando nace un niño hay fiesta, matan guajolotes y se emborrachan de alegría, en cambio cuando nace una niña hay silencio. El adulterio de una mujer es castigado con el desprecio, se aísla a las mujeres a vivir solas con sus hijos, se les aparta de la comunidad, mientras a los hombres el uso y la costumbre le permite vivir con hasta tres mujeres en la misma casa.

Al menos 60 por ciento de los casos son los hijos quienes tienen derecho a la herencia de la casa y las frases se hacen leyes: «es tu mujer, has lo quieras con ella», y las maltratan, violan a sus cónyuges, les niegan dinero o atención médica, y hasta las encierran.

Con esas frases o leyes, refuerzan la desigualdad, explica la maestra Concepción Núñez Miranda: «En Oaxaca, región sureña multiétnica y pluricultural, con 14 etnias… (los usos y costumbres) resultan a la luz de los observadores externos ser manifestaciones más democráticas de representación comunitaria, (pero) también ocurre que éstas mismas leyes sirven para reforzar los valores de desigualdad genérica».

Desde la época mesoamericana, las indígenas cumplen con el papel de «piedras, ceniza, metate, comal y ollas,» agrega sobre una situación que se repite con distintos matices en todo el país.

Para Reyna, una joven originaria de San Jerónimo Tecoatl, en la sierra Mazateca de Puebla, los usos y costumbres pesan más que la condena por un crimen. El arraigo del «valor» del «empeño de la palabra entre su familia es desmedido, el precio generalmente es la vida misma de una persona.

Cuando Reyna llegó en 1999 a los 14 años de edad a la ciudad de Tehuacán, en el mismo estado, no era más que otra mazateca casi monolingüe y sin estudios que llegó a hacer tortillas de mano en uno de tantos negocios llamados comaleros.

Pero ella estaba huyendo. A los seis años, Reyna fue vendida a uno de los caciques de San Jerónimo Tecoatl por la cantidad de dos mil pesos y un cartón de cervezas, el destino fatal se cumpliría sin el menor aviso cuando llegara a cumplir los 14 años.

Cuando el Centro de Derechos Humanos de Tehuacan se enteró del caso, de cuerdo a su director Jesús Méndez Monterroso, Reyna temía que sus padres tendrían que entregarla al cacique y que ellos no podrían pagar al cacique los ocho mil pesos, que incluían intereses, ni enfrentar el estigma de una mala hija que dio la espalda a sus padres.

Su padre y su madre no podrían enfrentar tampoco aparecer como «una familia sin control hacia sus hijos». Peor aún, el compromiso recaería en la hermana menor de Reyna» para salvar a la familia. El entonces senador perredista Hector Sánchez aportó los ocho mil pesos para salvar el abuso disfrazado de costumbre.

EL PRINCIPIO DE REALIDAD

De vez en cuando, la aplastante realidad obliga a los grupos a cambiar la costumbre de manera urgente y radical.

El 16 de febrero de 2002, mientras Valentina lavaba su ropa en el arroyo a 200 metros de su casa, un grupo de militares la sorprendió. «¿En dónde están los encapuchados?», le gritaron y le leyeron una lista con 11 nombres, todos miembros de su comunidad. La golpearon, se desmayó unos minutos. Luego, dos soldados la violaron mientras el resto miraba.

En vez de callar y salvar el honor de esta adolescente casada y con un hijo, la comunidad decidió denunciar la agresión. A dos años, aún no hay justicia para Valentina como no la hay para ninguna otra indígena agredida, pero su caso camina hacia la justicia internacional ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), por la negativa del gobierno de México a impartir justicia a través de tribunales independientes e imparciales.

En la ciudad de México, donde habitan 78 mil 118 mujeres que hablan lengua indígena, según datos oficiales, la realidad de la pobreza y la calle han obligado a los grupos a confrontar todos sus valores.

El fenómeno de la drogadicción, que habrían desconocido en su comunidad es una amenaza real que modifica las actitudes de la familia y abre los ojos a un mundo que ya no es lo que era, explica la Tamara Martínez, maestra en antropología por el Centro de Investigaciones Superiores en Antropología Social (Ciesas).

Las aspiraciones de las indígenas migrantes cambian tanto como su realidad porque van, como el resto de las mujeres, en busca de condiciones para ellas y sus familias, remata.

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