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La cultura del maíz en el Libre Comercio

Por Carmen R. Ponce Meléndez*

Todo parece indicar que para el sector agropecuario los resultados obtenidos en los últimos 15 años difieren radicalmente del paraíso prometido por las políticas neoliberales y el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá (TLCAN).

En promedios trianuales, el producto interno bruto agropecuario por habitante para el trienio 2000-2002 resultó 1.5 por ciento menor que el observado en el trienio previo al TLCAN (1991-93) y 13.1 por ciento menor al observado durante el último trienio del modelo precedente al neoliberal (1980-82); la producción per cápita de los ocho principales granos durante 2000-2002 fue de 4.2 por ciento menor que en 1991-1993 y 14.8 por ciento menor que en 1980-82.

Aunque en estricto sentido no es válido atribuirle estos resultados a la apertura comercial, lo que sí es cierto es que los «productos» o tratados de libre comercio y en general de apertura comercial se «vendieron» con ofertas paradisíacas y con pocas acciones concretas de apoyo y soporte a esta nueva situación. Porque la alternativa no es cerrar las fronteras y aislarnos comercialmente del resto del mundo.

¿El hecho de que se comercie internacionalmente con el maíz y el frijol significa «abrir» al libre comercio nuestra cultura del maíz y se ponga en riesgo nuestra política alimentaria?

Desafortunada o afortunadamente, el maíz es trascendental para comprender la evolución de la agricultura. Es sabido que uno de los principales problemas para el diseño y establecimiento de una política agrícola es la gran heterogeneidad de los productores de maíz y de los sistemas de cultivo.

Los agricultores empresariales del maíz constituyen 1 por ciento de todos los productores de grano en el país, pero aportan de 15 a 20 por ciento de la producción. Desde luego ellos son los que deciden las variaciones de la oferta en función de la rentabilidad.

En contraste, se estima que el 60 por ciento de la oferta interna del grano y 40 por ciento de la oferta comercializable proviene de unidades de producción campesinas.

Por su parte, la llamada industria agroexportadora se ubica básicamente en los sectores hortofrutícolas y de flores de exportación y sus empresas se localizan en los estados de: Baja California, Jalisco, Estado de México, Michoacán, Nayarit, Sinaloa, Sonora y Tamaulipas. Y desde luego no tienen economías de autoconsumo como el maíz y el frijol.

La «Línea» que prevalece en la productividad consiste en que los cultivos que ocupan menor superficie e involucran a un menor número de productores se convierten en los cultivos de vanguardia e imponen su lógica de funcionamiento al resto de productores de la rama.

Para tener una dimensión de la desventaja competitiva que significa esto para los granos (incluido frijol y maíz) y oleaginosas, baste citar que éstos ocupan el 64.5 por ciento de la superficie y generan casi la mitad del empleo rural (49.9 por ciento) y 5.1 por ciento de las divisas.

Mientras que las frutas y hortalizas, que únicamente ocupan 8.6 por ciento de la superficie nacional, generan 22.6 por ciento del empleo rural, aportan 34.6 por ciento del valor y 65.7 por ciento de las divisas.

Por lo que concierne a la PEA rural y sus características, ésta ha tenido una evolución similar a la del resto de América Latina.

Migración urbana nacional e internacional: su crecimiento ha sido muy inferior a la PEA urbana y ha disminuido en términos absolutos. Otra de sus características es el proceso de masculinización que ha experimentando en los últimos 15 años y su envejecimiento.

Las mujeres jóvenes del campo hace tiempo que emigraron o bien laboran en las agroindustrias y algunas de ellas son jornaleras que migran con la temporalidad de los cultivos. Con estos elementos, México enfrenta el reto de la incorporación comercial de su cultura alimentaria.

* Economista, especializada en temas de género.

08/CP/GG

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