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La tierra prometida

Por Lilia Cisneros*

Por la lectura del antiguo testamento, nos llega hasta el 2003 la promesa hecha al padre de todos los hebreos. Abraham, luego Moisés, después Josué y a lo largo de toda la historia, se repite la promesa de poseer una tierra que fluía leche y miel, tierra que se extendía desde el desierto del Líbano, pasando por el río Eufrates, hasta el gran mar donde se pone el Sol. Superficie siempre habitada, tierra de caldeos y heteos, ocupada por cananeos, sirios y toda suerte de personas. Territorio al que Abraham envió regalos para que su hijo Isaac contara con la más bella esposa, ciudad de fuentes, de sometimiento y esclavitud para los descendientes del patriarca de la promesa, zona de guerras continuas, supuesto edén donde alguna vez Dios conversó en armonía con su criatura.

Por esa misma tierra hoy se masacra, se destruye, se ignora el orden y la legitimidad humana, como si desde el pasado llegara el eco descrito en el Libro de los Jueces que da constancia de cómo Jehová, permitió la permanecía de algunas naciones sólo para probar con ellas a Israel, cuyo pueblo luego de vivir sometido al rey de Mesopotamia, clama a su Dios, «quien les levanta a un libertador», el cual, luego de ser ungido, sale a la batalla para entregar al perverso rey en manos del pueblo escogido.

Los textos bíblicos por supuesto no recogen otros ángulos, imposible hablar de propaganda maniquea utilizada por los ejércitos en pugna, sabe Dios si en verdad el ungido héroe Otoniel -Hijo de Cenaz- contaba con legitimidad en su lucha y sólo con un túnel del tiempo pudiésemos conocer cuántos y en qué tono se opusieron a la destrucción y los crímenes perpetrados en el nombre del Señor.

Hoy, antes de que se tergiverse la historia y de que ésta se remonte a la promesa, pasando por la visión apocalíptica escrita por el discípulo joven cuando la vejez le atormentaba, alguien debería grabar no en computadora, tampoco en papel, sino en piedra, preguntas que a todos nos inquietan: ¿No fue suficiente la guerra de Vietnam para comprender que las batallas libradas en contra de los pueblos y sin el beneplácito de su nación siempre se vuelven como vómito hirviente? ¿Qué impacto psicológico habrá en la vida futura de un combatiente joven, que salió preparado para derrotar a un ejercito renuente a desarmarse de monstruosos instrumentos bélicos y encuentra a famélicos iraquíes, sin siquiera una piedra o una paño blanco para demostrar que están perdidos? ¿Es una victoria o como lo percibe el mundo una masacre en la que al final de cuentas Hussein demostró su verdad y no tenía más armamento que destruir? ¿Quién está interesado en el ridículo y la destrucción de los Estados Unidos de América?

Si algún triunfo se le puede conceder al aspirante a emperador del mundo es el haber logrado el concierto mundial para el rechazo a la guerra, sin descontar por cierto una ONU debilitada, la OTAN y la comunidad económica europea divididas, algunos de los acaudalados del mundo más ricos por el alza de las bolsas mundiales y la baja del petróleo. ¿Qué explicación lógica o aceptable se esgrimirá para dar cuenta de tales resultados en una campaña que indudablemente lastrará al país que pretendía erigirse como el paladín de la democracia y la economía mundiales? ¿Será que realmente Osama en apenas año y medio logró su propósito en esta guerra santa profetizada en el antiguo testamento bíblico, la Tora, el Corán o quien sabe qué otro libro religioso?

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* Lilia Cisneros es colaboradora de la sección editorial del Diario de México, de donde fue tomado el presente texto.

LC/RGR

       
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