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La violación conyugal

Por Marta Guerrero González

Ya que Jesús Ortega no quiso arremeter contra Ebrard, a pesar de los linchamientos de los agentes y del despido exigido por el presidente Fox cuando aquél se encargaba de la seguridad pública; ya que Chucho dejó pasar la oportunidad de desenmascarar al carnal Marcelo y de paso golpear al Peje por los actos de corrupción dentro de su equipo de trabajo y, en una palabra, se sacrificó a favor del rayo de esperanza, no me ocuparé del debate entre los precandidatos perredistas.

En cambio contamos con la felicidad con nos otorgó la Corte: por fin la violación sexual, en cualquier caso y bajo toda circunstancia -incluyendo el matrimonio- constituye un delito penal y es acreedor, quien lo comete, a perder su libertad. Sin embargo, otra vez, el prietito en el arroz: faltaría unificar o tipificar el criterio de persecución de oficio; es decir, que el delito pueda ser denunciado por cualquier persona, no sólo por la víctima, y que se persiga obligatoriamente sin que la queja se mantenga.

Esto es crucial para que la impunidad sea abolida, pues en demasiados casos las mujeres desisten de la acusación por motivos diversos: por amenazas de su cónyuge, por miedo y represalias de familiares o amigos o, simplemente, por vencerse ante las súplicas del perdón. Pero sabemos por las estadísticas que, al igual que el golpeador, el violador vuelve a incurrir en las agresiones sexuales; que los hábitos o patrones de conducta vuelven al calor de las copas, de la furia, del encuentro desafortunado de ciertas carestías o necesidades incumplidas.

Por estas razones, la ordenanza de la ley debería ser muy cuidadosa y firme, porque el delito de violación o de acoso sexual es, por su propia naturaleza, difícil de comprobar y documentar, ya que el acto sexual, por regla general, es un asunto íntimo que suele ser privado y que -en el caso de violaciones dentro del matrimonio- es resguardado por muros, puertas, pasillos, o por el pesado sueño de los hijos cuando se convive en la misma habitación y la madre opta por el silencio para proteger a sus vástagos.

También sabemos que en el ánimo de las mujeres, las fechorías de los maridos topan, por lo menos en una ocasión, con unos minutos de rebelión, con un jirón de esperanza, con un arranque de valentía o con un asomo de un «punto final». Y que ahí es cuando, precisamente, la mujer se atreve a denunciar, a contar su historia terrorífica o a plantear el pronóstico de un posible asesinato en su contra o en defensa propia.

Si ya dimos el paso en la ley, tenemos que seguir adelante. El violador es un criminal que lástima a toda la sociedad, pero el que viola a su propia mujer, a la madre se sus hijos, a su compañera, tiene todo el poder, la premeditación y la ventaja de su lado, y además, la asiduidad de su presa. No merece un tropiezo legal, ni un ápice por donde se cuele su salvación.

*Periodista mexicana

05/MG/YT

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