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La vitrina de la vida indígena en la colonia Roma

Por Miriam Ruiz

A las 47 familias otomíes del predio de Guanajuato 125 les tomó más de una década mudarse del camellón de avenida Chapultepec a este sitio, donde pronto comenzarán a construir sus viviendas, convirtiéndolos en una vitrina de la vida indígena en la colonia Roma.

Las mujeres, hombres y niños que viven todavía en casas de lámina y suelo de tierra frente al parque Luis Cabrera, en una de las colonias con más tradición en esta ahora llamada Ciudad de la Esperanza, constituyen un puñado de los 141 mil 710 indígenas que viven en ella; de donde 78 mil 118 son mujeres, según el censo 2000 del Instituto Nacional de Geografía y Estadística (INEGI).

No obstante la cifra es mayor, puesto que el censo nacional considera indígenas solamente a quienes hablan todavía su lengua original. En 1998, el Instituto Nacional Indigenista calculó que 2.7 por ciento de la población citadina habla alguna etnia; sobre todo nahua (58 mil 365), otomí (36 mil 406), mixteco (31 mil 244) y zapoteco (29 mil 634).

Las familias del predio Guanajuato 125 emigraron a la Ciudad de México desde Santiago, Querétaro, al igual que la mayor parte de la población indígena migrante: en condiciones marginales para ejercer la indigencia y el comercio ambulante.

Aunque su actividad económica es casi la misma (venta de muñecas artesanales en la Zona Rosa), y en los mismos lugares (la colonia Condesa o las estaciones de metro), en el camino han aprendido lecciones duras.

Al respecto Diana Tamara Martínez, colaboradora de este grupo de familias desde 1995 y aspirante a una maestría en el Centro de Investigaciones Superiores en Antropología Social (Ciesas), relata a cimacnoticias el paso de las primeras 12 familias de la marginación e indigencia a la organización y el deseo de mantener su identidad y ser ejemplo para otras comunidades indígenas.

Como es común en la cosmovisión indígena, las niñas y niños contribuyen a la economía familiar trabajando a la par que sus padres y madres.

«Para el niño indígena el trabajo no suele ser una pesada obligación, sino una fuente de juego. Esto implica una marcada preferencia de los propios niños para salir a trabajar antes que quedarse en casa,» señala la también sicóloga.

Más que la labor por sí misma, lo que vulnera la condición de estos niños trabajadores es la condición de calle que, con mayor fuerza en el pasado, puso en contacto a los más jóvenes del grupo con la drogadicción y la temida camioneta, el vehículo con el que las autoridades delegacionales apoyaban agresivas razzias hacia comerciantes ambulantes, trabajadoras sexuales e indigentes.

Cuando Lola era niña junto con su familia (hoy tiene 16 años y es empleada de un taller de serigrafía) vendía chicles con su hermano en la calle Florencia; recuerda que un día, debido a la acusación de un turista las autoridades de Seguridad Pública la llevaron consignada al tribunal de menores en una camioneta panel y la liberaron hasta el día siguiente.

El tiempo ha pasado pero las mujeres indígenas contemporáneas de Lola aún recuerdan la amenaza que les espetaban los policías: «Te vamos a cortar las trenzas». Eran los días antes del advenimiento del zapatismo y el discurso oficial por los pueblos indios.

A decir de Diana Tamara Martínez, enfrentar el problema de la drogadicción infantil determinó la toma de conciencia de la comunidad. Cuando ya habían llegado a vivir al predio (que, por cierto, resultó pertenecer a la Secretaría de Gobernación), estas 47 familias poco sabían de los efectos del activo y otros inhalantes: para ellas éste era solamente un producto más de la ciudad.

A mediados de la década de los noventa se acercaron a las instituciones; primero al Instituto Nacional Indigenista, al que hicieron a un lado «por considerarla una institución oficial que manipulaba a las comunidades indígenas», explica el coordinador del grupo Isaac Martínez Atilano.

Este pequeño grupo sui generis conoció la diferencia de trabajar con organizaciones sociales; por ello, asegura, ahora trabajan con la Unión Popular Revolucionaria Emiliano Zapata (UPREZ) dando seguimiento a la solicitud de vivienda, igual que el Frente Zapatista de Liberación Nacional (FZLN) y el Centro Interdisciplinario para el Desarrollo Social (CIDES) en lo que toca al trabajo social.

Así, mientras las mujeres aprendían la lengua castellana y a fortalecer sus capacidades dentro y fuera de la comunidad, lo mismo que a aprender sobre salud y las ventajas de tener pocos hijos, algunos de los hombres un día amanecieron con demandas penales en su contra.

Al respecto Isaac Martínez Atilano refiere en entrevista que en 1996 la Secretaría de Gobernación comenzó los trámites para apoyarlos en la gestión del terreno, cuya construcción iniciará este noviembre. Pero todo cambió tras de una nota publicada en La Jornada en 1998, donde daban a conocer su simpatía hacia el movimiento zapatista.

A partir de entonces las autoridades vinculadas a la inteligencia nacional empezaron a rondar el predio, algunos hombres tomaban fotografías desde las bardas y llegaron a girar órdenes de aprehensión incluso contra una menor de edad. El proceso jurídico resultó penoso porque los jueces ni siquiera aceptaban que estas familias indígenas requerían de traductores.

El 29 de noviembre del 2000, dos días antes de terminar su sexenio, el entonces presidente Ernesto Zedillo firmó el decreto donde se enajenó el predio en favor de las familias indígenas, con lo que ganaron después de un lustro, además del terreno, el primer y único reconocimiento a su identidad indígena por parte del mandatario.

LA RELATIVA BUENA VECINDAD

Ahora el reto son los vecinos de la colonia Roma: han enviado protestas anónimas por el inicio de las obras argumentando que no es discriminación hacia los indígenas, sino que viven hacinados, son sucios y delincuentes.

«Podría calificarse como transgresión que estas familias indígenas hayan logrado una vivienda en esta colonia», considera Tamara Martínez Ruiz.

Con ella coincide la arquitecta Leticia Salinas, de la organización Casa y Ciudad que acompañó el diseño de los 47 departamentos en el predio, el taller y el espacio comunitario en el que un maestro holandés de la Universidad de Querétaro enseñará a las niñas y niños el otomí para conservar su identidad.

«Esta es una invitación a la colonia Roma para que se abra a la diversidad y para que el otro se vincule a ella», expresó la arquitecta al enfatizar el rico bagaje cultural y artístico de la comunidad.

Rescata también la fuerza de las mujeres otomíes al recordar que luego de un incendio en 1998 en el predio, tuvo que tirarse un mural en la fachada del campamento. Ella lamentó todo el trabajo perdido pero las mujeres le respondieron con tranquilidad «No importa, lo podemos hacer una y otra vez.»

       
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