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Las costureras, 20 años después

Por Sara Lovera

La tragedia que vivió la ciudad de México el 19 de septiembre de 1985 puso en evidencia no sólo la corrupción y el abandono del gobierno en obligaciones puntuales, sino que reveló el tamaño de la injusticia y las malas condiciones de trabajo de miles de obreras de la industria del vestido, de la empresa Teléfonos de México, de algunos talleres regados por distintas zonas de la capital.

La corrupción, como pude entonces comprobar, se ubicó en el boom de la construcción de los años 40. La mayoría de los edificios que cayeron estrepitosamente aquel día fueron construidos durante el gobierno de Miguel Alemán sin las condiciones requeridas para una zona sísmica.

Los pilotes especiales para edificios altos y situados en la falla que recorre una línea a partir de la parte central de la ciudad hasta la zona de la delegación Benito Juárez no fueron colocados, por ejemplo, en el gran hotel Milton, que estaba en Reforma e Insurgentes; y nadie explicó entonces, ni ahora, cómo se vinieron abajo las zonas habitacionales de Tlatelolco y del conjunto Benito Juárez que se halla frente al Centro Médico, el cual también sufrió daños espectaculares.

En San Antonio Abad, a unos pasos de la entonces más grande zona comercial del primer cuadro de la ciudad, los edificios, de no más de cinco pisos, fueron el sepulcro de muchas trabajadoras de la costura. No precisamente porque estuvieran mal hechos, sino porque los industriales del vestido ubicaron decenas de talleres clandestinos que dieron sobrepeso a construcciones pensadas para casas habitación.

En cada edificio, en todos sus pisos, se colocaron máquinas de coser, toneladas de telas, áreas de planchado, exhibidores, sistemas de cortado automático con grandes máquinas y cientos de trabajadoras que iniciaban sus labores a las 7:00 de la mañana. Fue el sobrepeso lo que provocó su desmoronamiento.

El horror, provocado por un fenómeno que llaman «natural», estaba rodeado por la inconsciencia, el desorden administrativo, la corrupción de las dependencias de protección al trabajo y de inspección. La tragedia cobró la vida de mil mujeres jóvenes.

Hoy podríamos afirmar que se trató de una violenta muerte de género. Muerte evitable si las mujeres no fueran discriminadas y excluidas. Estas trabajadoras desprotegidas, a quienes se violaba sistemáticamente sus derechos laborales y humanos, eran trabajadoras madres que viajaban horas para llegar al centro de la ciudad, puesto que la mayoría vivía ya entonces, en los cerros que rodean a la ciudad. Mujeres sin derechos que laboraban hasta 14 horas diarias para completar un pírrico salario.

Las costureras y su drama, que sumó a la muerte la pérdida del empleo y el robo de sus indemnizaciones. Costureras conocidas mundialmente vivieron la tragedia que afectó más de 300 talleres sobre los que la autoridad no tenía control, censo ni idea de sus condiciones de trabajo; que dejó sin empleo, de golpe, a más de 3 mil mujeres. Todo esto a causa de la marginalidad en que vivían estas mujeres, quienes tras el sismo fueron las últimas en ser rescatadas.

Las costureras velaron con enorme angustia a las compañeras muertas que aparecieron sepultadas entre los escombros por toda esa avenida que antecede a la Calzada de Tlalpan.

Los primeros días, los dueños de los talleres fueron protegidos por la Dirección del Trabajo del entonces Departamento del Distrito Federal. A ellos, el principal funcionario de la dependencia les ofreció absoluta impunidad. Se había caído la Junta Local de Conciliación y Arbitraje; nadie podría exigirles responsabilidad alguna.

No obstante, las costureras de la ciudad de México se organizaron y durante más de tres años lucharon por ser indemnizadas. Fueron rodeadas por apoyo y solidaridad.

Sin embargo, me temo que muy pocas recibieron las indemnizaciones completas. Y aunque aprendieron a defenderse, muchas volvieron a talleres idénticos a los que se habían caído. Además de las lágrimas por las muertes, me temo que nadie se ocupó de los huérfanos. 20 años después, no han cambiado las condiciones de trabajo en esa industria y siguen menudeando los talleres clandestinos.

Un alto funcionario de la Junta de Conciliación y Arbitraje de hoy, de 2005, me contó que sus derechos son sustraídos; los contratos de protección siguen vigentes; los salarios mínimos continúan existiendo; no tienen condiciones de higiene y seguridad. Y, lo más grave, aún operan, sin límite ni solución, el pago a destajo y las jornadas laborales de hasta 14 horas diarias.

Pronto, la imagen de los jirones de telas de colores que pendían de los edificios e hicieron evidente lo que en esos lugares sucedía, se verá en el recuerdo. Esas imágenes de muerte y corrupción que trasmitirá la televisión estos días son idénticas sin sismo. Es decir, atrás de las ventanas opacas, de galerones oscuros, sólo alterados por el rechinar de las máquinas industriales u overlok, las magníficas que hacen ojal y pespunte y que algunas costureras llamaban reinas, están ahí, en los edificios de San Antonio Abad y calles aledañas, 20 años después.

La movilización de las costureras y su tragedia, que fue más allá de las fronteras de México; los meses y los días que vivieron en los tribunales para luchar por un empleo y la indemnización; el esfuerzo que hicieron por construir un sindicato, se diluye en el recuerdo, se escapa de las manos. Parece que nada cambió.

Este día, pensar en sus manos callosas, sus cuerpos contraídos y dolientes, sus males de circulación, es terrible. Siguen ahí, inclinadas en la overlok, ensamblando las piernas de un bello pantalón totalmente palacio, por una suma insultante y mínima.

Pegar los botones, poner la pretina y el cierre, alinear, dobladillar, quitar el pespunte, eliminar las hilachas, planchar y colocar en la máquina circular antes de poner la etiqueta de la marca seguramente no implica más de 10 o 12 pesos por un pantalón; ése que en el almacén de las totalmente palacio será obtenido, sin intereses en seis meses, por algo así como quinientos pesos.

Lastima pensar que a la tragedia «natural» hace evidente todo lo que puede conducir a una muerte violenta que bien pude ubicarse en el concepto de feminicidio. O a una vida violenta, llena de privaciones, malos tratos y pobreza.

De esta realidad se escribieron historias; se formaron grupos de apoyo, se movilizó a la hoy conocidísima sociedad civil; se multiplicaron denuncias, expedientes, libros. Y, sin embargo, una tiene que preguntar: Y la justicia, ¿dónde está? ¿Dónde quedó? ¿Dónde puedo buscarla?

*Fundadora de CIMAC.

05/SL/YT

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