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Lo peor

Por Cecilia Lavalle*
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“Si hay algo peor que enterrar a un hijo –me dijo una mujer ya sin lágrimas–; no enterrarlo porque está desaparecido”.
 
Teresa es una mujer de baja estatura, pelo blanco, una edad indeterminada porque el sufrimiento envejece más que el tiempo, con una piel blanquísima, una sonrisa a flor de piel y una mirada firme, dulce y sabia.
 
Asesinaron a su hijo en el Distrito Federal, en su departamento, mientras estudiaba en una universidad de la capital del país. No sabe quién y no sabe por qué. Exactamente como muchas madres y padres de hijas e hijos asesinados en nuestro país.
 
Lo poco que sabe lo ha averiguado ella, atando cabos, preguntando aquí y allá, siguiendo los últimos pasos que dio su hijo. Exactamente como muchas madres y padres de hijas e hijos asesinados en nuestro país.
 
Y espera justicia sin esperar nada en realidad, porque sabe que en México eso no existe. Exactamente como muchas madres y padres de hijas e hijos asesinados en nuestro país.
 
“No puedo imaginarme en tus zapatos. No quiero imaginarme en tus zapatos”, le dije con absoluta honestidad. Me abrazó con los ojos y me dijo: “Por eso los familiares de víctimas asesinadas y desaparecidas nos hemos convertido en un movimiento social. Para que nadie más se ponga en nuestros zapatos”.
 
“No me imagino algo peor que enterrar un hijo o una hija”, dije en voz baja, casi sólo para mí. “Yo también pensaba eso; en especial cuando enterré al mío, que estaba lleno de vida, comiéndose al mundo. Hasta que me uní al movimiento y conocí a madres y padres de personas desaparecidas. Entonces supe que sí había algo peor: no tener un cuerpo que enterrar”, me contó Teresa y en sus ojos claros pude ver un río interminable de dolor.
 
Un río. Eso es. Un río interminable de dolor, indignación, impotencia, frustración, desesperanza, hartazgo y de nuevo dolor, es el que recorre mi país de punta a punta por las mentiras históricas, las verdades a medias, las omisiones, la indolencia de nuestros gobernantes.
 
Un río interminable que muestra una inmensa herida. Porque la injusticia sólo deja heridas sangrantes, que no sanan, que no cicatrizan, que sólo supuran y duelen.
 
El informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) sobre los 43 jóvenes desaparecidos en Ayotzinapa no reabrió la herida porque no se había cerrado. No la hizo supurar más; ya supuraba. No reavivó el dolor, porque el dolor no se ha ido.
Nada más confirmó lo que en cada rincón de mi país circulaba: la “verdad histórica” es en realidad “la mentira histórica”.
 
Sólo que, en un país donde el Estado de Derecho es casi un mito, la voz de miles de compatriotas, la voz de madres y padres de esos jóvenes, la voz de miles de personas en medio mundo, no pesan lo que pesa un informe como el que rindió la CIDH.
 
A partir de ese informe, todo lo que se dijo desde la autoridad ya no tiene peso alguno. Incluso si alguna parte pudiera ser cierta. El descrédito no es algo que se obtenga mediante decreto.
 
La sentencia del ministro de Propaganda de la Alemania nazi, Joseph Goebbels, ya no es funcional: una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad.
 
Aquí y ahora todas las especulaciones, incluso aquellas que parecían descabelladas, hoy tienen visos de verdad.
 
Me duele enormemente mi país. Me duelen enormemente esas madres y padres de los jóvenes de Ayotzinapa, de las miles de mujeres desaparecidas, de los miles de hombres desaparecidos, de las miles de personas asesinadas.
 
¿Cuánto más dolor debemos soportar en mi país? ¿Cuántas mentiras históricas más?
 
Apreciaría sus comentarios: [email protected].
 
*Periodista y feminista en Quintana Roo, México, e integrante de la Red Internacional de Periodistas con Visión de Género.
 
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