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Me niego

Por Cecilia Lavalle*
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Me niego. Me niego rotundamente. Y no es capricho o necedad. Es que hay señales por todas partes. Y yo he decidido aferrarme a ellas.
 
Me dicen que no tenemos remedio. Que el ser humano es así. Que somos intrínsecamente malvados. Que quienes no han cometido una atrocidad es porque no han tenido los motivos suficientes o la oportunidad o las armas.
 
Hablábamos de la guerra. De las guerras. Las frías y las calientes. Las evidentes y las soterradas. Las que atraen la atención del mundo y a las que medio mundo les ha dado la espalda.
 
Hablábamos de Gaza, de la matanza en Gaza. Hablábamos de Ucrania. Y también de Siria y de África, y de sitios que tendría dificultad para ubicar en un mapa a la primera intención.
 
Hablábamos de crisis humanitaria, de refugiados, de niñas y niños, de mujeres y hombres, de humanidad rota.
 
Y mis amigos hablaban de geografía, de historia, de economía. Intentaban explicar lo que a mí, de todas maneras, me parecía irrazonable.
 
Es que la humanidad es mala, intrínsecamente mala, sentenció uno. Y el resto hizo coro. Me niego, dije. Y la andanada de ejemplos, de datos, de evidencias se me vino encima.
 
Regrese a casa con una losa en el corazón. Y antes de dormir sólo atine a decir, a decirme: “Me niego”.
 
Una semana mi cabeza le dio vueltas a ese asunto. Mi corazón también.
 
Sí, desde Caín y Abel, la historia lejana o cercana nos da miles de ejemplos de la barbarie, la crueldad, la justificación de las violencias, la explicación del sinsentido, la maldad a secas.
 
Sí, en su mayoría son hombres quienes protagonizan esas escenas, y en su mayoría mujeres, niñas y niños quienes pagamos caro, y quienes volvemos a hacer comunidad tras el desastre.
 
¿Son los hombres intrínsecamente malos? ¡Me niego! De la misma manera que me niego a sostener que, por eliminación, las mujeres son intrínsecamente buenas. Somos mucho más complejos que eso, y explicaciones se me ocurren más de una.
 
Pero por hoy, aquí, escuchando melodías de Mine Kawakami y de Ludovico Einaudi, me quedo con la certeza de la enorme belleza, sensibilidad, emoción de que también somos capaces mujeres y hombres, humanas y humanos.
 
Y si como humanidad somos capaces de causar los peores daños a otros seres, también es cierto que somos capaces de los mejores bienes, de solidaridad, de empatía, de humildad, de amor a secas.
 
No me cabe pensar que si somos capaces de crear extraordinaria belleza en una pintura, tocar el alma con una melodía, conmover con un gesto, ofrecer solidaridad al punto de arriesgar la vida, tener empatía hasta que duela; no me cabe pensar, digo, que sea la maldad la que nos defina.
 
En todo caso, concluyo, nos definen ambas. La maldad y la bondad. Y el problema no está en lo que “intrínsecamente” somos o no, sino en lo que hacemos con eso, en lo que forjamos con eso, en los límites y horizontes que podemos crear para lidiar bien con eso.
 
Y, claro, el problema también radica en el poder que, sin contrapesos suficientes, ostentan algunos que inclinan la balanza a la barbarie.
 
Disculpe usted. Me puse densita, como decía Germán Dehesa. Pero ante los rostros de la muerte, los tambores de guerra que suenan en medio mundo, las sentencias flamígeras, necesitaba encontrar asideros; no como tablas en pleno naufragio, sino como arcoíris en medio del aguacero.
 
Apreciaría sus comentarios: [email protected].
 
*Periodista y feminista en Quintana Roo, México, e integrante de la Red Internacional de Periodistas con Visión de Género.
 
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