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Mi cuerpo, esa casa que no siempre habito

Por Ámbar*

Hasta ahora, he tenido una relación conflictiva con mi cuerpo.Desde que cumplí diez años he luchado de una o de otra forma por no estar aquí. Sin embargo, no he conseguido desaparecer.

Nací por puro accidente biológico. Fui indeseada. Mi progenitora contaba que cuando descubrió que estaba embarazada, le dio mucha rabia porque odiaba a su marido y en algún momento pasó por su mente la intención de deshacerse de mí. Y si permaneció con él hasta su muerte fue porque ella nunca se creyó capaz de ser autosuficiente económicamente.

Fui el resultado del quinto embarazo de mi madre, quien igual que mi padre deseaban tener una docena de varones. Pero? el primogénito murió antes de cumplir un año y el tercer embarazo culminó en un aborto espontáneo. Las sobrevivientes fuimos tres mujeres.

Debo dar gracias a dos mujeres a quienes debo la vida. Una tía abuela paterna, quien me dio el afecto necesario e hizo el papel de madre, y una vecina quien siempre que podía intentaba salvarme de la violencia que se ejercía contra mí.

La sexualidad ha sido un tema espinoso para mí. Fui rechazada doblemente: Porque no estaba programada y porque fui mujer. De niña no me gustaba tener un cuerpo femenino, pues lo consideraba el culpable del desamor de mis padres. Luego, entre los cuatro y siete años, fui abusada sexualmente por un anciano de más de setenta.

A los diecisiete fui víctima de otro ataque sexual, que si no culminó en violación fue gracias a que me defendí como gato boca arriba, y logré dominar a mi agresor.

Estos dos acontecimientos hicieron que yo me asumiera como un ente absolutamente asexuado. Nunca me agradó que me tocaran, y mucho menos que un hombre se acercara con intenciones de conquista.

Siempre he dicho que pasé la adolescencia de noche, pues nunca supe lo que es descubrir el deseo sexual y experimentar el primer enamoramiento propio de esa etapa. Aún en este incipiente siglo XXI, hay quien no me cree que no tenga un estereotipo de belleza masculina.

Muy temprano descubrí que era muy difícil romper con el círculo de la violencia, pues fui testigo de cómo una de mis hermanas, repetía con sus hijos las mismas palabras ofensivas y los golpes que nosotras experimentamos. Así que decidí voluntariamente renunciar a la maternidad. Siempre me creí incapaz de brindar cariño y cuidados a un bebé.

Durante cuarenta años me convertí en un caracol atrincherado en su concha. Resguardado y protegido por su caparazón. Me endurecí de tal manera que no me permitía llorar. Mi madre decía: las mujeres no lloran aunque se vean con las tripas de fuera. Y aprendí muy bien la lección. Sentía que llorar era sinónimo de debilidad y cobardía.

Mi relación con la comida también ha sido difícil. Aprendí a asociarla con golpes, regaños y prohibiciones. Aún hoy, me cuesta trabajo disfrutarla. Fácilmente olvido comer. Y cuando lo hago, es porque la hipoglucemia empieza a hacer estragos en mí. La sensación de inminente desmayo y el sudor frío son el preludio.

Durante todos estos años me sentí invulnerable. Me dije que no necesitaba a nadie para poder vivir. Mi mundo era el trabajo con jornadas de diez de la mañana a nueve de la noche. A veces también inventaba que tenía que trabajar sábados y domingos. No quería pensar, ni sentir, tampoco vivir. Un día perdí el trabajo, algo que afectó esta rutina, ahora continuó sin tener uno fijo.

Nunca he sabido que hacer con la ternura. Acostumbrada a los golpes y al maltrato físico y emocional, ese concepto me era ajeno. Es más fácil recibir un golpe que una caricia, pues conozco perfectamente el dolor y sé como reaccionar ante él. Una caricia me desconcierta terriblemente. ¿Qué hacer con ella? No sé como corresponderla.

Mi cuerpo aprendió muy bien un acto reflejo: cuando alguien lo toca, de inmediato bloquea toda sensación.

En algún momento de mi vida quise saber que se sentía tener una relación sexual. Desde luego quería experimentar, sólo como un acto meramente fisiológico, sin que el cariño estuviera presente. Apareció un candidato que aseguró que yo le era atractiva y que me deseaba.

Después de once años de asedio, finalmente acepté su propuesta. Nunca conseguí llevar la experiencia a buen término. Mi cuerpo se cerró, sin responder fue entonces que descubrí que mis genitales son insensibles a cualquier estímulo. Jamás conseguí que mi vagina lubricara.

A pesar de que la experiencia me decía lo contrario, creía que mis padres, por haberme engendrado, tenían la obligación de quererme y aceptarme. Y como eso nunca sucedió he vivido con depresión crónica.

Hasta hace muy pocos meses logré formar parte de una familia alterna: un grupo de compañeros y amigos que compartimos el gusto por la literatura y por escribir nuestras experiencias de vida. De ellos he tenido aceptación y respeto. Y estoy descubriendo el cariño, la solidaridad y el gusto por compartir mis experiencias con otras personas.

Durante mucho tiempo me percibí como un náufrago aferrado a una endeble tabla en mitad del océano tempestuoso. Y creí que mi única alternativa era el naufragio y la muerte, pues por ningún lado aparecía un puerto seguro.

Hace pocos meses me permití aprender a recibir un abrazo, y descubrir que puede ser una experiencia gratificante y nutricia.

Estas conquistas no han sido solo mías. Durante esos cuarenta años que me convertí en caracol, mi único deseo era dejar de existir. Y el hecho de reconocer que verdaderamente me estaba ahogando irremisiblemente, se lo debo a un cajero de BBVA-Bancomer, quien al percibir mi depresión, me ofreció un Seguro de vida, que según él, cubría suicidio.

Hace tres años emprendí el lento y arduo trabajo de rescatar mi vida, de aprender a tener una relación más armoniosa con mi cuerpo.

En este largo proceso he tenido que hacer algunas concesiones. Aprender a llorar, por ejemplo. No es sencillo. Ahora he descubierto que el llanto puede hacer las veces de un alambique donde se destila el dolor y se convierte en satisfacción por estar viva.

La mujer que me dio la vida, fue quien me rechazó con mayor entusiasmo. Y curiosamente, dos mujeres comprometidas con su profesión y con su lucha por rescatar del naufragio a hombres y mujeres como yo, que creía que no había esperanza, han sido las responsables de acercarme a buen puerto.

Una de estas mujeres fue quien me invitó a compartir este testimonio con posibles lectores. La primera tentación fue decir un NO rotundo. Luego cambié de opinión, pues también estoy aprendiendo a articular el vocablo sí. Asé he decidido cerrar el círculo de la comunicación emisor-mensaje-receptor.

Ahora estoy tratando de convencerme de que el poco ó mucho tiempo que me reste de vida, lo quiero vivir en armonía.

Lentamente estoy remodelando y luchando por hacer habitable esa casa que es mi propio cuerpo.

* La autora creció en México con violencia gracias a la Literatura fue cerrando sus heridas

06/A/CV

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