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Monólogo avícola

Por Ámbar*

Cuando jubilaron a mi padre prematuramente, decidió invertir su liquidación en algo redituable, pues comprendía que con la pensión por invalidez que le otorgaron en el Instituto Mexicano del Seguro Social, era imposible que conserváramos el mismo nivel socioeconómico.

La población en la que vivíamos es cabecera municipal de la que dependen aproximadamente veinte pueblos, así que tiene gran actividad comercial. Decidió poner una pequeña granja de pollos de engorda y gallinas, para poder venderlos cuando terminaran su proceso de producción. Los habitantes de los pueblos cercanos los adquirían para elaborar el clásico mole** en sus fiestas patronales. Los huevos eran para consumo propio, de familiares, vecinos y conocidos.

Siempre había tres generaciones de gallinas.

Cien gallinas jóvenes, excelentes ponedoras, otras cien pollas adolescentes, en crecimiento, y por último cien pollitas recién nacidas. Llegaban a la casa a los dos días de haber salido de la incubadora. Me encantaba ir a jugar con ellas. Se les ponía un «rodete», una muralla de cartón de medio metro de alto, y a una distancia de un metro alrededor de la campana que les daba calor los primeros veinte días. El veterinario recomendaba que dos o tres veces al día se les aplaudiera, para que todas las pollitas corrieran, y así tener la certeza de que estaban sanas.

Estos animalitos son excesivamente curiosos. Me gustaba ir a saludar a las gallinas y pasarme un buen rato con ellas. Como parte de las actividades domésticas, me tocaba darles de comer, lavar sus bebederos, ponerles agua limpia y entre siete y ocho de la noche se recogían los huevos del día, en una cubeta de aluminio. Al final, los que estaban muy sucios se lavaban, secaban y clasificaban por tamaños en los cartones especiales, pues su precio unitario dependía del tamaño.

Cuando llegaba con ellas, hacía vocalizaciones agudas. Creo que les lastimaba sus oídos, pues sacudían sus cabezas sin cesar, lo que producía un ruido parecido al de la lluvia, al agitar sus crestas y barbas. Luego les aplaudía un buen rato, pues me agradaba ver como corrían todas en círculo alrededor del cuarto que ocupaban. Formaban un pelotón compacto y se coordinaban muy bien, pues todas corrían en la misma dirección. Al cesar las palmadas, ellas volvían a sus actividades normales. Unas se subían a los ponederos; otras iban a comer; otras a tomar agua. Todas cacareaban sin cesar desde que amanecía hasta que se dormían, aproximadamente a las siete de la noche.

Como toda niña, inventaba historias, y siempre andaba en busca de interlocutor. Gatos y gallinas eran mi mejor auditorio. También acudía a ellas en busca de refugio, después de los regaños y golpes maternales. Como ya he contado, no lloraba cuando mi madre me golpeaba. Sin embargo, al llegar con las gallinas daba rienda suelta a mis sentimientos de dolor y de impotencia. Después de saludarlas, de aplaudirles para hacerlas correr un rato, empezaba mi discurso diciéndoles: «Fíjense gallinas que mi mamá me pegó porque…» y les contaba con lujo de detalle lo sucedido.

Con ellas me daba la oportunidad de llorar. No sé que les resultaba más fascinante, si las palabras o el llanto, el caso es que cuando me desahogaba contándoles mis tragedias, todas guardaban el más absoluto silencio y hacían un círculo en derredor mío, mirándome con sus ojitos redondos y curiosos. A ellas sí les tenía confianza como para platicarles que mi madre me había golpeado, lo mucho que me habían dolido sus gritos, sus cinturonazos, sus humillaciones.

Interpretaba el silencio de las gallinas como entendimiento, como solidaridad con mi dolor. Me sentía protegida por esos cien pares de ojos con plumas que me rodeaban silenciosamente.

Un día llegué a mi sesión de monólogo y llanto con las gallinas. Todas acudieron en tropel a escucharme, excepto una. Yo creo que acababa de poner, pues andaba como loca, cacareando a todo pulmón y corriendo sola, ignorando olímpicamente mi presencia. Empecé mi discurso. Todas me escuchaban como siempre, menos ella. Mientras hablaba, se fue a comer, a tomar agua, y seguía cacareando. Repentinamente me descubrió y corrió a integrarse al círculo formado por sus compañeras, sin dejar de cacarear. Me enojé. Tomé sus cacareos como una agresión personal, como una falta de respeto a mi dolor y lágrimas.

Me sentí traicionada por esa gallina escandalosa. La tomé del cuello y se lo apreté con todas mis fuerzas, al tiempo que le decía: «¡cállate, cállate, cállate!» Poco a poco disminuyó el volumen de sus cacareos, empezó a agitar las alas espasmódicamente. Perdí el control. Seguí apretando el pescuezo de la gallina hasta que dejó de aletear. Se puso flácida. Descubrí que había dejado de respirar. Rápidamente se fue poniendo rígida y fría. Lloré. No había posibilidad de resucitarla. Cuando reaccioné recogí los huevos y salí, como si nada hubiera pasado.

Al día siguiente mi padre descubrió el cadáver de la gallina. Por más que quiso, nunca pudo resolver el enigma de su muerte. No estaba enferma, no tenía ninguna herida, ningún piquete de algún animal venenoso, nada.

*La autora creció con violencia gracias a la Literatura fue cerrando sus heridas.

** Platillo mexicano elaborado con carne de gallina, pollo o guajolote (pavo) cubierta con una salsa (mole) elaborada con chile, tortilla y pan frito, chocolate, especias y ajonjolí.

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