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Mujer e inmigración

Por Tere Molla

Hace unos días asistí a una cena en donde compartí mesa y mantel con hombres de distintas nacionalidades, que desde hace años viven en la ciudad de Ontinyent (Valencia-España). Los había rumanos, ecuatorianos, colombianos y marroquíes. Y de mujeres sólo estábamos una compañera mía, Sole, y yo.

En un momento dado de la cena surgió el tema de lo duro que había resultado para ellos salir de sus países de origen para buscar mejores condiciones de vida en otros lugares del mundo.

Nos comentaron a Sole y a mí que todos ellos habían salido solteros de sus lugares de origen y que todos se habían casado aquí en España con mujeres de su misma nacionalidad. Nos explicaron que les había resultado mucho más cómodo relacionarse con mujeres de su misma cultura y sus mismas tradiciones que con mujeres españolas u de otra nacionalidad.

Me hizo gracia que utilizaran la expresión «resultó más cómoda la relación» y, por supuesto, a raíz de esto surgió un debate sobre culturas y tradiciones y de lo difícil que resultaba el mestizaje entre hombres y mujeres de diferentes culturas u orígenes.

Ellos, aducían que básicamente, la comodidad en las relaciones estaba en que no debían explicar orígenes ni forma de vivir la religión, la historia, la gastronomía, forma de relacionarse entre ellos a una mujer que o fuera de su mismo origen y, así, actuando de este modo, de alguna forma se sentían mucho más cerca de sus países de origen.

También era mucho más fácil la paternidad, puesto que sus mujeres (curiosamente nunca utilizaron la expresión «compañeras» para referirse a ellas) sabían transmitir perfectamente a sus retoños los cánones de vida de los ancestros familiares.

Nosotras, Sole y yo, les indicamos que, posiblemente esa endogamia en la que estaban viviendo cada uno de los colectivos, no acabara de favorecer la integración real en la sociedad en la que habían decidido vivir.

Cada uno de ellos utilizó el mismo argumento: En su parte más social se sentían bastante bien integrados en esta sociedad local, en donde se sentían ya parte de la comunidad, pero en su parte más privada las cosas eran como debían de ser y así se sentían bien.

Yo nunca he emigrado a ninguna parte del mundo y, por lo tanto, tengo poca experiencia que compartir en ese aspecto, pero considero que la integración real pasa por el mestizaje en su sentido más íntimo y eso sigo sin verlo, al menos en Ontinyent.

Desde hace dos años organizamos cursos para mujeres inmigrantes. A estos cursos han acudido básicamente mujeres ecuatorianas y colombianas. Llegó a matricularse una mujer árabe que hablaba perfectamente el español, con lo cual quedaba salvado el posible impedimento del idioma, pero al comprobar durante una semana que era la única mujer musulmana, dejó de venir y nunca acabó el curso.

Ellas también han de socializarse, relacionarse con otro tipo de mujeres y hombres, enriquecerse de lo bueno que puede haber supuesto salir de sus países de origen. Tienen el derecho de saber con quienes conviven, de saber quienes son y cuales son sus valores y sus defectos. Y sobre todo, tienen el derecho de aprender.

Los chicos, entonces comenzaron a decir que ellas ya sabían lo necesario para vivir. Algunas de ellas (sobre todo las latinas) trabajaban fuera del hogar y eso ya era mucho. Un representante de un colectivo latino, en un momento de cierta tensión en la cena, por el tema de la integración de las mujeres inmigrantes nos dijo: «En mi país cuando una pareja se divorcia cada uno tira para su lado y puede rehacer su vida sin problemas, pero acá, en España, mi mujer es mía y para siempre o no es de nadie, yo ya me encargaré de eso».

Ahí, Sole y yo ya nos quedamos pasmadas, puesto que evidentemente sonaba a amenaza para su propia mujer y yo ya sólo le contesté que tuviera mucho cuidado con lo que decía y con, que a su mujer no le ocurriera nada.

Al final de la noche y después de una acalorada discusión, los chicos latinos se fueron con los chicos latinos, los árabes con los árabes y Sole y yo nos quedamos mirándonos y comentando lo difícil que puede resultar la integración social de las mujeres inmigrantes, cuando sus propios maridos no permiten esa integración. Una vez más, las mujeres, en este caso las que salen de sus países, se llevan la peor parte.

* [email protected]

2005/TM/SJ

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