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Mujeres que llevan su casa a cuestas en Colombia

Por la Redacción

A las seis de la tarde tocaba cerrar la puerta, «nadie podía salir, no se podía conversar. Tenía miedo. Por eso me fui de Pradera, mi pueblo, con mis tres hijos».

Así comienza a narrar la historia de su vida, como mujer desplazada, Ienny Montaño, una afrocolombiana de 35 años, que hace dos años y nueve meses llegó a Bogotá con tres hijos de seis, cuatro y un año, respectivamente. Venía de Pradera, municipio ubicado en el departamento del Valle, en el sur occidente del país, a unos 500 kilómetros de Bogotá.

Como millones de mujeres en el país, ella dejó a su esposo, sus amigos, la tierra que fue su hogar durante años y todas sus pertenencias, por causa de la lucha por el control territorial del país.

«No conocía Bogetá, pero tenía un hermano que vivía acá con mi mamá y nos recibió los primeros días», recuerda. Ni ella ni sus hijos tenían ropa que los protegiera del frío bogotano, venían con sandalias y sin abrigos.

En Colombia, antes que ser una consecuencia, «el desplazamiento es una estrategia de la guerra, mediante la cual los actores armados buscan el control sacando a la gente de su tierra», dice Renán Cuesta, coordinador del proyecto de Fortalecimiento a la Atención en Zonas Receptoras, de la Defensoría del Pueblo, entidad que da seguimiento a la política pública frente a esta población y promueve el Derecho Internacional Humanitario.

Según Cuesta, no hay certeza sobre cuántas son las personas desplazadas, porque, aunque la cifra oficial es de un millón 807 mil, organizaciones privadas hablan de cerca de tres millones 500 mil y la Iglesia de más de cuatro millones de personas.

La gran diferencia entre estos datos se debe, dice el funcionario, a que la cifra oficial sólo incluye a quienes se registran en entidades autorizadas para tal fin, sin tener en cuenta a quienes no lo hacen porque vienen indocumentados, temen ser acusados de simpatizar con grupos armados, porque su desplazamiento se relaciona con acciones militares del Ejército Nacional o por desinformación.

En el caso de Yenny, pasaron varios meses antes de que se registrara, oficialmente como desplazada. Durante dos meses hizo lo que muchas mujeres recién llegadas a Bogotá: piden limosna para sostenerse.

«Se ubican en los semáforos, con sus niños pequeños, descalzos y piden limosna», dice Cuesta. «Algunas alquilan niños ajenos, por 5 mil pesos (unos dos dólares), para despertar conmiseración y poder ganarse un mejor sustento. Ganan cerca de 25 mil pesos (diez dólares) al día.

Yenny sólo estudió un par de años de bachillerato y por eso nunca había tenido un trabajo remunerado, pero ante el miedo de que alguna entidad le quitara sus hijos, por exponerlos a pedir limosna, consiguió un trabajo como empleada doméstica.

Gracias a que se registró en la Defensoría del Pueblo hoy recibe «ayuda humanitaria», por parte de Acción Social, entidad coordinadora de los programas estatales para atención a esta población.

La ayuda consiste en un subsidio de alimentación y educación para sus hijos. Sin embargo, hace algún tiempo que, además de ser madre cabeza de familia, se hace cargo de su madre discapacitada, porque su hermano se fue de Bogotá.

«La guerra afecta de maneras diferentes a hombres y mujeres», dice Florence Thomas, activista francesa residente en Colombia, quien lleva 25 años dirigiendo Mujer y Sociedad, grupo que defiende los derechos de las mujeres y trabaja por mejorar sus condiciones de vida.

Según Thomas, mientras los hombres se matan en la guerra, las mujeres se quedan viudas, huérfanas, a cargo de hijos, hermanos, abuelos. «La guerra rompe su vida íntima, su cotidianidad, su ética del cuidado».

Además de sus seres queridos, las mujeres dejan su tierra, su casa, sus fotos, para convertirse en proveedoras de familias rotas, de niños sin escuela expuestos al desarraigo, a la violencia.

Se calcula que el 80 por ciento de los desplazados del país son mujeres, niños y niñas, cita Thomas en su libro Conversaciones con Violeta.

06/JLB/LR

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