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Muy lejos aún, garantía de derechos económicos para las mujeres

Por Carmen R. Ponce Meléndez*
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La defensa y protección de los derechos económicos de las mujeres deben estar en el centro del desarrollo del país y en todas las sociedades. El derecho a un trabajo digno, a la vivienda, la tierra y acceso al agua; todos elementos esenciales en la construcción de la autonomía económica. 
 
Desde esta mirada, la institucionalización de las políticas de género –como la creación de los institutos de la Mujer– está llamada a desempeñar un rol estratégico, en caso contrario actúa en contra de su esencia.
 
“La situación de trabajo y las condiciones de vida de las mujeres son variables determinantes en el camino hacia el desarrollo equitativo y sostenible de  América Latina y el Caribe.
 
“Los avances en la perspectiva de la igualdad de género y la no discriminación de las mujeres deben ser incorporadas activamente por las instituciones públicas y privadas y sus iniciativas, fortaleciéndose recíprocamente para generar un ambiente propicio a la igualdad.
 
“Las políticas orientadas hacia la igualdad deben estar firmemente ancladas en las instituciones, estructuras, presupuestos”, como el gasto público para la equidad de género que existe en México. 
 
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Los anteriores son algunos de los señalamientos del documento “Trabajo decente e igualdad de género. Políticas para mejorar el acceso y calidad del empleo de las mujeres en América Latina y el Caribe”, elaborado conjuntamente por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), ONU-Mujeres y la Organización Internacional del Trabajo (OIT).
 
Considera que los avances en la igualdad de género deben ser incorporados por las instituciones públicas para generar un ambiente propicio a la igualdad en el trabajo, para la construcción de políticas de empleo que contribuyan a reducir la brecha de participación y la segmentación sectorial de las mujeres.
 
El avance o avances para el logro de un trabajo digno y la autonomía económica de las mujeres están establecidos en instrumentos internacionales, mediante marcos normativos que reconocen y garantizan la equidad de género.
 
Destaca como instrumento fundador la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Contra la Mujer (CEDAW, por sus siglas en inglés), adoptada por Naciones Unidas en 1979 y ratificada por México, en la que se mencionan los siguientes derechos: 
 
•Las mismas oportunidades de empleo, con los mismos criterios de selección.
•Al ascenso, a la estabilidad en el empleo y todas las prestaciones y otras condiciones de trabajo, como vacaciones pagadas.
•Igual remuneración, inclusive prestaciones, e igualdad de trato.
•Seguridad social, en particular en casos de jubilación, desempleo, enfermedad.
•Protección de la salud y seguridad en las condiciones de trabajo.
•Salvaguardias contra discriminaciones por matrimonio, embarazo o maternidad.
 
Otro marco de referencia para la equidad de género en el trabajo son las conferencias regionales sobre la Mujer de América Latina y el Caribe, organizadas por la Cepal.
 
El acuerdo más reciente, el Consenso de Brasilia de 2010, incluye entre sus principales acciones:
 
•Avanzar en el reconocimiento del valor económico del trabajo no remunerado prestado por las mujeres en la esfera doméstica y el cuidado.
•Impulsar y hacer cumplir leyes de igualdad laboral que eliminen la discriminación en la toma de decisiones y en la distribución de las remuneraciones, y determinen sanciones para las prácticas de acoso sexual.
•Garantizar igual remuneración por trabajo de igual valor entre mujeres y hombres, y entre las propias mujeres.
•Desarrollar políticas activas referidas al mercado laboral y el empleo productivo, con particular atención a las mujeres afrodescendientes, los pueblos indígenas, y las jóvenes afectadas por la discriminación.
 
¿Cuáles son las mujeres especialmente afectadas por la desigualdad y discriminación?
 
De acuerdo con la Cepal, ONU-Mujeres y la OIT, en la región latinoamericana son cinco los grupos de mujeres más afectados: trabajadoras rurales y agrícolas; migrantes; mujeres jóvenes; indígenas y afrodescendientes, y trabajadoras del hogar.
 
A las mujeres rurales se les considera como trabajadoras secundarias cuya función es, en última instancia, complementar los ingresos del hogar, o se les invisibiliza como trabajadoras familiares no remuneradas o productoras para el autoconsumo.
 
Para las mujeres indígenas y afrodescendientes las discriminaciones de género y étnico-raciales son una realidad permanente. Incluso enfrentan condiciones más desfavorables que los hombres de estos mismos grupos, y encuentran mayores obstáculos para salir de la pobreza y garantizar su autonomía.
 
Afrontan dos formas de presión adicionales: la de ser mujer y la de pertenecer a una población diferente a la dominante. Estas discriminaciones interactúan entre sí y se potencian, generando estructuras de exclusión social que inciden fuertemente en los patrones de inserción laboral y en la pobreza.
 
Por otro lado, para las mujeres jóvenes –tradicionalmente desempleadas– un obstáculo adicional es la maternidad adolescente.
 
Existe una mayor proporción de madres adolescentes pobres y con una alta correlación entre embarazo temprano y bajo nivel de escolaridad; ambos remiten a enormes desigualdades, creando una estrecha relación entre maternidad precoz y pobreza.
 
En este sentido es muy preocupante el constante crecimiento de embarazos en adolescentes que ha mostrado el país en la última década.
 
Finalmente, la discriminación de género en el trabajo se expresa en procesos de selección y contratación, en la fijación e incrementos salariales y en conductas como el acoso sexual.
 
Todas ellas prácticas comunes en los mercados laborales del país, que atentan contra los derechos económicos de las mujeres y vulneran su autonomía.
 
Twitter: @ramonaponce
 
*Economista especializada en temas de género.
 
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