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Narran mujeres sus vivencias al migrar a EU

Por Guadalupe Cruz Jaimes

El libro «Nuestras voces en el camino. Testimonios de mujeres en la migración» muestra el costo emocional, físico y económico que implica para las mujeres salir de sus países a fin de mejorar la calidad de vida de sus familias.

La obra, que recién presentó el Instituto para las Mujeres en la Migración (Imumi), da voz a una decena de migrantes en su mayoría centroamericanas y sudamericanas, quienes relatan los obstáculos que han tenido que sortear para regularizar su estancia y conseguir empleo en las naciones de destino.

Además, ellas denuncian las dificultades que padecen para garantizar Derechos Humanos (DH) como salud, educación y la impartición de justicia.

Estas mujeres, quienes han sido capaces de superar situaciones adversas, atravesaron también distintas modalidades de violencia de género: física, sexual, psicológica, económica e institucional.

«Alba» es una de ellas. La guatemalteca, de 40 años de edad, salió de su país en 2003 rumbo a Canadá, mediante el Programa de Trabajo Agrícola Temporal.

Para ella y su esposo era una buena oportunidad para ganar más dinero y pagar los estudios de sus hijas. En ese año se inscribieron al programa a través de la Organización Internacional de las Migraciones (OIM), y en un par de meses los llamaron.

La guatemalteca llegó a Québec con un grupo de 30 mujeres, que tenían entre 20 y 40 años. Las trasladaron a una finca para trabajar en el corte de fresa.

Su jornada de trabajo era de lunes a sábado de 6 de la mañana a 7 de la noche. En ese horario no podían hablar entre ellas, ni tampoco ayudarse cuando alguna sufría un accidente o algún desmayo. «La capataz nos decía: ?No se pueden acercar ¡Ustedes a su trabajo!?», narra.

En la publicación del Imumi la centroamericana también denuncia que permanecían encerradas casi todo el tiempo. Sólo los jueves «la patrona pasaba por nosotras para llevarnos a Walmart donde hacíamos las compras para la semana». Luego de esta experiencia, «Alba» refiere que no le gustaría que sus hijas migraran «porque allá el trabajo es duro».

Además «no es fácil salir del país donde una nació, cuesta mucho dinero y a veces hasta la vida. Pero también sé que nadie migra por gusto, que las personas nos vamos de nuestros países por necesidad; con ese anhelo de ofrecerle a la familia una mejor vida viajamos a otros lugares en busca de esas oportunidades que no tenemos en nuestra tierra», lamenta la ama de casa.

«Brenda» es otra migrante centroamericana que salió de su país con la intención de progresar. La mujer, de 36 años, salió de Honduras a Guatemala donde vivió siete meses, en ese tiempo abrió una microempresa de tortillas de harina.

Entonces, la hondureña, de 29 años, quiso certificar su negocio, pero las autoridades guatemaltecas le pusieron «peros» para realizar el trámite por ser extranjera.

Decepcionada, «Brenda» decidió migrar a Estados Unidos con el apoyo de una de sus amigas, quien desde el país del norte le prestó 2 mil 500 dólares (poco más de 32 mil pesos mexicanos) para pagar un «coyote» (traficante de personas).

Así, llegó a la frontera México-Guatemala, cruzó el río Suchiate y espero el tren. En el trayecto, abatida por el cansancio, la joven estuvo a punto de caer, pero el conocido con quien viajaba la sostuvo. Cuando llegó a Oaxaca cambiaron de ferrocarril.

En la región oaxaqueña del Istmo de Tehuantepec, «Brenda» y el grupo de migrantes con los que estaba fueron amenazados por la comunidad y tuvieron que huir «al monte», donde la persecución continuó.

Escucharon voces de hombres que les gritaban: «¡Ahorita que los agarremos los vamos a matar y a echar al río como hacemos con todos!». Ella y sus compañeros escaparon, y volvieron a caminar a la orilla del tren bajo el sol inclemente.

La hondureña se comunicó a EU y su amiga le dijo que el «coyote» que habían contratado estaba preso, y que tendría que esperar a que saliera de prisión para que la ayudara a cruzar la frontera norte. En tanto, la joven debía trasladarse con unos conocidos al Distrito Federal.

Una vez en la capital, «Brenda» fue apoyada por la organización Sin Fronteras para regular su estancia migratoria en el país, y también recibió apoyo emocional para superar el dolor que experimentó durante su tránsito por territorio nacional.

Hoy, «Brenda», quien decidió quedarse en el DF, recuerda que «desde los siete años supe que migrar era mi posibilidad. Escuché los relatos de quienes se habían ido detrás del sueño americano. Parecía que el dinero estaba tirado en la calle y tu sólo ibas a recogerlo. Nadie te cuenta lo duro que es llegar».

Otra mujer afectada por la migración es «Blanca», una comerciante de El Salvador, quien desde hace más de dos años no sabe nada de su hijo menor que ese año salió de Centroamérica hacia EU.

La mujer de 54 años narra en el libro que «la madrugada del 16 de abril de 2010 fue la última vez que lo tuve en mis brazos. El

Después de esa fecha pudieron comunicarse dos veces: la primera cuando su hijo estuvo en Guatemala, y la segunda en la Ciudad de México.

Luego, «Blanca» supo (por otras personas) que Luis Roberto llegó a Piedras Negras, Coahuila, de donde el «coyote» lo trasladaría a Houston y después a Los Ángeles.

En julio de 2011, la salvadoreña participó en la Caravana por la Paz en México, donde expuso su caso ante Felipe González, relator para los Trabajadores Migratorios y Miembros de sus Familias de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.

Dos meses después las autoridades la llamaron para informarle que buscaron en los centros de detención y hospitales mexicanos y no encontraron a Luis Roberto. Desde entonces no se han vuelto a comunicar.

No obstante, «Blanca» refiere que «día a día esperamos que timbre el teléfono y sea él. Confiamos en Dios, en que un día del otro lado del auricular escucharemos su voz o simplemente cruzará la puerta de la casa».

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