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Niñas podrían estar siendo abusadas en centro de rehabilitación

Por Redaccion

Xóchitl de 10 años, Ulises de 11, Juan de 12 y Marisol de 13, integrantes de una familia pobre de Misantla, Veracruz, fueron recluidos por personal del Sistema para el Desarrollo Integral de la Familia (DIF) municipal en un Centro de recuperación para personas adictas, pues los niños inhalan solventes y la niñas viven en situación de calle. Todos son vendedores ambulantes y los varones han sido acusados también de robo.

Pero lejos de evitarles peligros, el lugar no está exento de peligros, dice su madre, Ángela, quien no puede cambiar su situación de miseria y cuyo esposo está en la cárcel, relata Jefté Martínez, reportero de El Chiltepin, periódico de Misantla, Veracruz, al este de México.

Durante los primeros días del mes de octubre de 2007, recuerda el reportero, la policía de Yecuatla detuvo a tres niños drogándose en una calle de esa cabecera municipal. Al registrarlos, les encontraron una mochila llena de herramientas para robar. Al día siguiente fueron entregados a la policía de Misantla. Entre éstos estaba Ulises y Juan.

Desgraciadamente, la visión social del ex alcalde no fue muy lejos y su «solución» a este problema se limitó a detener a los niños, trasladarlos a un albergue en la ciudad de Coatepec y presionar a los padres para que al terminar la «rehabilitación» de sus hijos, no les permitieran volver a las calles a delinquir.

Durante un día entero, los tres niños detenidos estuvieron esposados de una mano a un sillón en la Casa Hogar. Los siguientes dos días, permanecieron ahí sin las esposas puestas hasta que la presidenta y director del DIF los llevaron a recluir a la ciudad de Coatepec.

En esa ocasión, Juan y Ulises detallaron a un reportero varios de los robos que se les atribuían: «Yo no me metí a la casa, se metió mi amigo; yo nada más le estaba echando aguas. Cuando salió, dijo: córranle, córranle; yo no sabía por qué y cuando íbamos hasta allá me enseño una carterita. Yo le dije:

– ¿De dónde la agarraste?
– De allá.

«Luego nos fuimos a Martínez, allá nos quedamos en un hotel y anduvimos jugando en el parque, luego nos compramos una moto en Elektra y nos fuimos a su rancho. Ahí estuvimos un día y nos regresamos a Misantla. A él lo agarraron aquí, en la entrada».

A los cuatro meses de estar recluidos en Coatepec los niños regresaron a sus hogares pero al encontrarse con las mismas condiciones que los obligó a delinquir (pobreza, alcoholismo, violencia familiar, encarcelamiento, enfermedad y rechazo social), volvieron otra vez a las calles en donde la vida ya no les parece tan dura porque ahí está el Resistol, el thiner y la marihuana, que al menos, dicen, los hace olvidar.

A LA CALLE

Ganarse un espacio entre 14 hermanas y hermanos, en una casa con dos pequeñas habitaciones es difícil, casi imposible para todos.

A sus 12 años de edad, Juan tiene ya una larga carrera delictiva, ha probado de varias drogas y ha estado recluido varias veces en centros de rehabilitación y readaptación social. Su problema de inadaptación viene desde el seno familiar.

Tenía dos años cuando fue regalado con una tía, hermana de su mamá, que vive en un rancho llamado Los Comalitos, Juchique de Ferrer. «Mi hermana le dio estudio pero no quiso estudiar, prefirió irse a la calle».

Cuando cumplió los diez, el niño se fugó de la casa de su tía y se vino a Misantla en busca de su verdadera familia, sin embargo, quizá porque en esa casa eran muchos hermanos y no había ya lugar para él, tomó las calles de la ciudad como hogar y a otros niños en las mismas condiciones como su familia.

«Se vino del rancho pero no llegó conmigo, prefirió irse a la calle. Era raro que me viniera a ver, quién sabe qué comía y dónde dormía. Pero eso sí, la policía a cada rato estaba aquí porque quién sabe qué hacía el chamaco. Yo les decía:

–Cuántas veces les voy a explicar que no vive conmigo. Sí es mi hijo, pero no está bajo mi responsabilidad.

Juan no vivió en la casa de sus padres pero buscó a sus hermanas y hermanos menores en la calle. Integrado a la banda de niños con problemas de adicción que ya empezaban a robar, pronto jaló a Ulises, un año menor que él, quien deambulaba las calles vendiendo chicles, artesanías y a veces boleando zapatos.

A sus ocho años de edad, Ulises empezó a probar el thiner, el Resistol 5000 y el cemento PVC pero también, poco a poco empezó a participar en los robos a casa habitación y negocios. Meses después, Ulises jaló a Xóchitl, un año menor que él, quien también buscaba la calle para vender.

La sensación de libertad expandida con los efectos de la droga, la solidaridad de la «banda» que estaba unida por la necesidad de burlar a diario a la policía y el poder del dinero, que en ocasiones llegó a contarse por miles producto de los continuos robos, atrapó también a Marisol, un año mayor que Juan y a sus apenas 13 años de edad, relatan.

En una ocasión, Xóchitl entró a vender sus artesanías a uno de los bares del centro de la ciudad. Por la desnutrición y delgadez aparentaba ser mucho menor. Ofrecía los servilleteros, las alacenas y comedores de juguete que llevaba en una bolsa de plástico. Luego de que los hombres le decían que no querían sus artesanías, ella les pedía regalado un peso o dos para comprarse una torta.

Llegó a la barra del bar y tocó la espalda de un hombre fornido que muy tomado se balanceaba en su banco. Cuando éste la vio, se puso de pie de un salto y sacudiendo los brazos se abalanzó sobre la niña mientras le gritaba:

– ¡Qué jijo de la chingada estás haciendo aquí! ¡Salte! Te sales inmediatamente porque si no te voy a sacar a chingadazos. ¡Pinche chamaca pendeja por eso luego las violan!–. Xóchitl se salió del bar asustada y llorando.

NIÑA REGALADA

El trienio del alcalde Cirino Boo (2001–2004) tampoco se destacó por el combate a las causas de este problema, afirma el texto. Cuentan que en una ocasión, la madre de uno de los niños recluidos hoy en el centro y que en aquel entonces tenía diez hijos bajo su responsabilidad, fue al palacio a pedir ayuda. El entonces alcalde le preguntó:

– ¿Quién te hizo los chamacos?
– Mi marido, señor.
– Ah bueno, pues ve a decirle a él que te dé; yo no soy su papá para que te los mantenga.

El DIF de esa administración quiso aliviarle la carga a la familia Rivera–Mújica regalando una de sus niñas de cuatro años.

– Jamás volví a saber de ella–, comentó su mamá–. Dicen que se la dieron a una familia de Galeras. La señora creo que es maestra. Yo nunca he ido a verla porque cuando se encontraban a su hermana que trabajaba en el kiosco la señora jalaba a la niña para que no la saludara.

Doña Ángela aseguró que regalaron a su niña sin su consentimiento, «y desde entonces, nunca la volvieron a traer. Con decirle que hasta le cambiaron el nombre; la volvieron a asentar, quién sabe cómo le hicieron».

–Y usted ¿no la ha buscado?
–No, no quiero ir para no discutir con ellos.

De diez hijas e hijos que en este momento viven en su casa, sólo Elena estudia. Cursa el tercer grado de primaria en la colonia 5 de Mayo y tiene una beca de 600 pesos que le dan –a veces– cada cuatro meses. En esa casa, además de los mencionados, está otra niña de 5 años, un niño de 7, un joven de 19 y la mayor de 22, madre de dos niñas (cuatas) de 6 años de edad.

Los ingresos que tienen para mantenerse vienen de los 400 pesos que gana la hermana mayor como empleada en una casa y los del joven de 19 años, que se dedica a bolear zapatos ganándose hasta 150 pesos los sábados y domingos y 70 u 80 el resto de la semana, el problema es, que él ya tiene su propia familia.

La casa en la que viven no es propia, la rentan en 300 pesos al mes. No tienen agua; la tienen que acarrear con los vecinos. «La verdad yo no quisiera que los chamacos se salieran a vender, pero con eso nos ayudamos un poco». Los niños venden las artesanías que hace su papá en la cárcel.

Doña Ángela tuvo una niñez muy dura. Se crió en el campo, en la comunidad del Chaparral, Juchique de Ferrer. Se casó con el papá de sus hijos y a los 17 años se vino a vivir a Misantla. De niña, la paraban a las seis de la mañana a bañarse; a las siete empezaba a cocinar el almuerzo, luego la comida y la cena. Estudió hasta el tercer grado de primaria y la sacaron de la escuela para ir a cortar café, tordear en la milpa, capar chile y echar tortillas. Hoy tiene 45 años de edad.

PADRE ENCARCELADO

Pablo Rivera Lozada estuvo preso por primera vez en 1988 acusado de homicidio. En 1994 volvió a prisión acusado de robo, pero al igual que la primera vez, estuvo muy poco tiempo internado en el penal de Misantla entre otras cosas por su buen comportamiento.

Actualmente, se encuentra purgando una condena de cinco años de prisión por el delito de lesiones en grado de tentativa. Fue detenido el 6 de marzo del 2005 acusado por sus hijas y esposa a quienes borracho y bajo los efectos de la droga intentó lesionar. Por ser reincidente no alcanza el beneficio de la preliberación con el que ya hubiera salido luego de pagar las tres quintas partes de su sentencia.

Pablo es un hombre tranquilo y dedicado a su trabajo dentro del penal. La única manera que tiene de ayudar económicamente a su familia es haciendo artesanías y dándoselas a sus hijos para que las lleven a vender. Tiene 46 años de edad y asegura que a pesar de haber tenido problemas con el alcohol y la droga, espera salir de la cárcel para ayudar a que sus hijos salgan de la situación en la que están y luchar por darles una vida tranquila.

Nació en Misantla en donde terminó la primaria. Luego trabajó en el campo, en la albañilería, y últimamente era vendedor ambulante de frutas. Al revisar su expediente, el director del penal comentó que hará lo posible porque le hagan valer el beneficio de la preliberación debido a que durante los tres años y un mes que ha estado recluido, ha presentado un excelente comportamiento.

PELIGRO EN EL ALBERGUE

Luego de la visita a sus cuatro hijos la señora Ángela salió del Centro de Recuperación y Rehabilitación para Enfermos de Alcoholismo y Drogadicción, un hombre tras un escritorio le cobró el dinero por las tres semanas que llevan ahí recluidos.

– Oiga, espéreme unos días más, es que ahorita no tengo–, rogó doña Ángela.

– Es que así nos dijo hace ocho días, señora.

– ¿De cuánto es la cuota? Preguntó el reportero que la acompañaba.

– Son 700 pesos por cada uno…

«No, no, no», se escuchó una voz a sus espaldas. Al volver la cabeza, vieron a un hombre blanco, de unos 30 años de edad; desparramado en un sofá, con la espalda en el asiento y la cabeza en el respaldo; tenía las piernas cruzadas, un anchísimo pantalón cholo, camisa sport, amarilla, en los pies unas chanclas, en las muñecas de pies y manos pulseras de piel e hilo, el pelo largo y pintado con rayitos dorados.

Empezó a explicar los términos de la cuota y la necesidad de su aportación. «Mire, jefa», dijo con acento de vago, «la neta la cuota no es obligatoria, es por lo que usted nos quiera dar. Pero hay que agarrar la onda que sus morritos son cuatro, y le meten re bonito a la tortilla. Es cosa de echarle nomás tantito seso».

«Agarre la onda jefecita. Mire, el otro día le dije a la licenciada que me trajera aunque sea unas despensitas, porque a ella no le cuestan nada, se las da el presidente. Y la neta, así se lo digo, nomás me trajo cuatro o cinco. No se vale jefa. Ella va a quedar bien allá con la patrona, la presidenta del DIF, pero acá nosotros nos la tenemos que rascar como podamos».

«Por cierto, madre, fíjese que el miércoles nos vamos a Cerro Azul a colectar dinero. No sé si le quiera dar permiso a Marisol de ir con nosotros, allá hay también un albergue y nos vamos a quedar con ellos». La señora miró a su acompañante quien le sugirió hablara primero con la procuradora de la defensa del menor del DIF municipal, Lorena Ochoa Gutiérrez, quien es la persona que tiene la custodia de los niños y si ella autorizaba, adelante.

Al despedirse, el reportero preguntó a esta persona su nombre y cargo: «A ver, señaló al del escritorio, dale una tarjeta al señor». Luego de leer los datos, los visitantes se despidieron de él con un: «Hasta luego, señor director». El tipo de pantalones cholos es Miguel Ángel Lizárraga Cisneros, director de ese Centro de Recuperación y Rehabilitación para Enfermos de Alcoholismo y Drogadicción.

Al día siguiente por la mañana, uno de los hijos mayores de doña Ángela pidió a la licenciada Lorena Ochoa su opinión sobre la ida de su hermana a Cerro Azul a la colecta y la respuesta fue contundente: «Yo autoricé que Marisol fuera con ellos para que los ayude a conseguir dinero para el Centro. Además, de lo que saque, a ella le va a tocar una parte. No hay problema».

– Eso no se vale–, comentó doña Ángela, –los encerraron porque andan en la calle y mira, allá está peor porque andan peligrando.

La preocupación creció para algunos familiares y amigos de los niños cuando el fin de semana circuló el rumor de que una de las niñas estaba siendo abusada sexualmente en ese lugar por un adulto y que inclusive, les llegaba thiner por las noches a escondidas, versión que, de ser cierta, podría atraer responsabilidad penal a las autoridades municipales que enviaron a los niños a ese lugar por estar bajo su custodia.

Y mientras Xóchitl, Ulises, Juan, Marisol y otros cuatro niños más de Misantla pudieran estar expuestos a explotación, acoso y abuso sexual, vejaciones y maltrato, sus familias continúan esperando que un milagro del cielo les ayude a combatir las causas de su miseria, desempleo, encarcelamiento, enfermedad y violencia. Sin embargo:

–Lo único que hemos recibido son amenazas de ir a la cárcel si los chamacos vuelven otra vez a la calle, dice la madre.

08/GG

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