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Primer aniversario

Por Cecilia Lavalle

Hay aniversarios que duelen, que molestan. Hay, de hecho, aniversarios que no debían haberse cumplido. Pero, ya que así están las cosas, debemos recordarlo. Recordar como un ejercicio para no olvidar desde el corazón.

Un 16 de diciembre, pero de 2005, hace exactamente un año, la periodista y defensora de los derechos humanos de las mujeres Lydia Cacho Ribeiro fue detenida en Cancún, Quintana Roo, demandada por el empresario poblano Kamel Nacif por difamación y calumnia, a partir de la publicación del libro Los demonios del Edén, donde la periodista publicó el caso más importante de pederastia que se sigue en México.

Se cumplió ya el primer aniversario de esta detención, que no sólo mostró al mundo los demonios que se agazapan en el edén que se llama Cancún; sino los que asolan nuestro país llamados corrupción, impunidad, tráfico de influencias y politización de un caso judicial.

Se cumplió un año de su arbitraria detención, de su traslado a la ciudad de Puebla, en el que durante 20 horas padeció tortura psicológica, de su llegada al penal donde Kamel Nacif ya había pagado para que la violaran.

Se cumplió un año de esta detención que evidenció a un «gober precioso» sometido a los deseos de un empresario, de un partido político dispuesto a defender lo indefendible, de una prensa dispuesta a defender lo defendible y de una sociedad dispuesta a no ser indiferente.

Se cumplió un año de interminables trámites legales, de duros careos, de extenuantes reuniones con abogados, de agotadoras entrevistas con distintos medios de comunicación, de incontables amenazas, mensajes intimidatorios, intentos de negociar la justicia.

Se cumplió un año de un caso que aún no tiene punto final y en el que la única persona sometida a juicio es Lydia Cacho.
Hace un año, mientras ella era trasladada a Puebla, pregunté públicamente en un artículo: ¿Quién responde por la vida e integridad de Lydia Cacho? Hoy tengo clara la respuesta.

A Lydia no le ha salvado la vida ni el sistema de justicia, ni las leyes de nuestro país, ni procuradores o gobernadores que, cuando no tienen más remedio, hacen declaraciones políticamente correctas respecto al caso.

Tampoco le han salvado la vida sus audaces abogados, ni el vehículo con blindaje siete y el especializado personal de seguridad que le asignó la Procuraduría General de la República.

No, ni el gobierno federal, ni el del estado de Quintana Roo y mucho menos el de Puebla han respondido por la vida e integridad de Lydia. Y, en todo caso, su respuesta, en tanto limitada, es injustamente insuficiente.

A Lydia le han salvado la vida las redes de mujeres organizadas que dentro y fuera de México han articulado esfuerzos para no dejarla sola.

Le ha salvado la vida el compromiso de comunicadores y comunicadoras que en México y en otros lados del mundo han mantenido en la luz pública este caso.

Le han salvado la vida muchas personas anónimas que han aportado datos que pueden ayudarle en su caso o que la alertan de atentados o que le avisan de lo que se cocina en su contra en los sótanos o las cloacas del poder.

Le han salvado la vida cientos de miles de personas que siguen su caso puntualmente a través de los medios de comunicación y que se han manifestado públicamente en su apoyo.

Le han salvado la vida su familia y sus incondicionales amistades dentro y fuera de este país.

Le ha salvado la vida su impecable labor en el periodismo y en la defensa de los derechos humanos de las mujeres.

Le ha salvado la vida, sobretodo, la increíble fortaleza que la caracteriza. Fortaleza que viene de su profunda convicción de que la justicia, como su dignidad, no se negocia, y la inamovible convicción de que un mundo mejor es posible.

Le ha salvado la vida ser como un toro de lidia, dispuesta, sin concesiones, sin medias tintas, sin atajos, a que no quede impune el pederasta Jean Succar Kuri, y a que sean evidentes las redes que desde el poder político y económico permiten, cobijan, protegen, facilitan y participan de la pederastia en México.

En un artículo que ella escribió en septiembre, titulado Recordar, Lydia decía que su abuela le explicó que recordar viene de re-cordis, es decir: volver a tamizar por el corazón. Pero su más grande obsequio –escribió Lydia- fue el secreto de ejercitar no la memoria, sino los recuerdos que alimentan el corazón.

Recordemos, entonces, para que nuestro corazón no olvide.
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06/CL/GG

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