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Que el señor decida

Por Cecilia Lavalle*

No es una plegaria. Tampoco la frase cumbre de la homilía dominical. No. Quien pronunció la frase no se refería a Dios, pero igual me dejó claro que hablaba de alguien que, desde su punto de vista, era superior a mí. Y superior por el simple hecho de ser hombre. Le cuento:

Resulta que un día, el marco de la puerta de mi casa decidió que no la soportaba más, y ésta se fue de bruces. Inmediatamente fui por el carpintero, quien, tras una rápida evaluación, tomó martillo y clavos, y puso el marco en su lugar. A la hora de evaluar los daños de la puerta me dijo: Podemos pegar los pedazos de madera levantada, pero no le va a durar mucho. ¿Qué sugiere?, pregunté.

Yo digo que mejor le ponemos resanador y luego volvamos a pintar la puerta. De acuerdo, hágalo, contesté. Mejor pregúntele al señor, que el señor decida, concluyó el carpintero.

He de confesar que me tomó por sorpresa su comentario, pero ya que salí de mi desconcierto y deduje que no se refería a Dios, sino a mi marido, reviré: Si usted, que es el experto en esta materia, opina que resanar es lo indicado, ¡hágalo! Por toda respuesta recibí: Yo digo que mejor el señor decida. Sin alterarme contesté: Y yo digo que mejor se haga, ¿lo puede hacer usted o busco a otra persona? Ta’ bueno, vengo al rato, dijo no muy convencido.

«Que el señor decida» fue la frase con la que el carpintero me descalificó totalmente. Yo lo fui a buscar, yo estaba supervisando la reparación, yo le iba a pagar y, sin embargo, a la hora de tomar una decisión resultó que yo no tenía la suficiente autoridad, ¡porque soy mujer!

A mí me pasó lo mismo, contó una amiga cuando comenté este asunto. Decidí remodelar mi oficina y contraté a un arquitecto. Con él vi el diseño, el presupuesto, cada uno de los espacios que necesitaba, y todo iba bien hasta que apareció mi marido. A partir de ese momento dejó de dirigirse a mí y empezó a consultar todo con él. Y no modificó su actitud hasta que le dejé bien claro que la oficina era mía, y que quien iba a pagar era yo.

Igual me pasó a mí, acotó otra amiga divorciada hace muchos años. Un día me di cuenta que el jardinero no había sembrado una planta tal y como le pedí que hiciera una semana atrás. Le recordé mi petición. Pero no me percaté de lo qué sucedía, hasta que llegó mi hijo mayor a visitarme y escuché cómo el jardinero le preguntaba si sembraba o no la planta. Furiosa salí a decirle que en mi casa las órdenes las daba yo. Volteó a ver a mi hijo, y hasta que él confirmó que, en efecto, en esa casa mandaba yo, sembró la planta.

Los escenarios fueron diferentes y las circunstancias distintas, pero la esencia resultó ser la misma. Nos descalificaban para opinar o tomar decisiones por el simple hecho de ser mujeres.

El machismo, escribe Marina Castañeda «El machismo invisible», (Grijalbo), no significa necesariamente que el hombre golpee a la mujer; se expresa de igual manera en una actitud más o menos automática hacia los demás. Puede manifestarse sólo con la mirada, los gestos o la falta de atención. Pero la persona que está del otro lado lo percibe con toda claridad y se siente disminuida, retada o ignorada. Puede no haber violencia, pero se establece, como por arte de magia, una relación desigual en la que alguien es superior y alguien inferior.

Y, sí, a menudo una mujer tiene que luchar para que sus opiniones y sus decisiones tengan igual valor que las de un varón.

Cuando el carpintero regresó a mi casa con todo listo para resanar la puerta, se topó con mi marido. ¿Qué suponen que hizo? ¡Preguntarle!, para que el señor decida.

Y luego hay quien dice que el machismo ya no existe, y que hombres y mujeres somos iguales. ¡Ja!

* Periodista y feminista en Quintana Roo, México, integrante de la Red Internacional de periodistas con visión de género

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10/CL/LR/LGL

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