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Quien calla… otorga

Por Lydia Cacho

Los que tienen dinero, mucho dinero, preocupación por su prestigio y un «gusto por lo especial», viajan a Singapur en primera clase. Otros con menos recursos se conforman con un viaje redondo a Cuba. Algunos se van a los congales de la frontera norte, donde la vida humana vale tanto como el dinero que pueda comprarla. Otros hombres de poder se encierran en islas como Holbox o Jamaica. Quienes saben que la justicia se compra en México, simplemente se van a Acapulco o a Cancún. Lo cierto es que cientos de miles de hombres de entre 30 y 70 años, que se consideran a sí mismos normales y muy decentes, pagan por tener sexo con niños y niñas menores.

En Singapur, por ejemplo, a pesar de las férreas, y muy recientes, leyes para castigar la explotación sexual infantil, la industria de la pornografía y de la explotación sexual de menores se calcula ya en billones de dólares, es decir, miles de millones de dólares. En pocas palabras, es una industria fortalecida por sus usuarios, pero que bajo el silencio cómplice de cientos de gobiernos alrededor del mundo, al igual que el narcotráfico, se integra al PIB de varios países del orbe.

¿Se horroriza usted? Hace bien, eso significa que está del lado de quienes consideramos un delito destruir la integridad de un ser humano a costa del deseo sexual, con abuso de poder y el ansia de control de otra u otro ser humano. Sin embargo, hoy mismo hay cientos de políticos, senadores, diputados, uno que otro presidente municipal, empresarios de corbata de seda, líderes sindicales, médicos, regidores, policías, abuelitos tiernos, miembros honorables del Poder Judicial, Ministerios Públicos, policías de altura, dueños de medios de comunicación, exgobernadores, y curas cuasisantos, que piensan que lo suyo no es perversión, sino simple deseo al cuál tienen derecho, sobre todo porque están convencidos de que el objeto de su deseo: ya sea una niña de ocho años o un niño de seis o cuatro, les provoca con su dulzura, les agradece las caricias tiernas y, además, de alguna forma, está de acuerdo porque recibe algún obsequio cariñoso.

Si usted cree, como argumentan algunos especialistas en psiquiatría, que un pedófilo, violador o pederasta es un ser enfermo que abusa de menores porque tiene una patológica incapacidad para establecer relaciones emocionales y sexuales sanas con personas adultas; que es un ser perverso que goza haciendo sufrir hasta el extremo a una criatura indefensa torturándola psicológicamente para que entienda que «le gusta» el abuso, tiene razón. Pero si cree que a estos sujetos se les identifica fácilmente, que «se les nota» y que su hijo o hija está libre de ser víctima de uno de ellos, entonces le recomiendo que dude. Si usted cree que será fácil llevar a prisión a un delincuente de esta naturaleza, dude otra vez, sus cómplices están entre sus iguales. Si usted cree el argumento de los abusadores de que una buena madre o un buen padre «siempre se dan cuenta» dude, por favor, dude.

Si usted cree que estos hombres que abusan y violan a menores no han entrado a su casa a cenar y departir con un buen cognac y un habano de calidad, si usted piensa que él está libre de pecado porque argumenta que sus acusadoras odian a los hombres y por eso le señalan, reflexione. Mire a su alrededor, entre a las cantinas de la ciudad, vea a los empresarios sentados con sus «novias en turno» menores de edad, dé una vuelta al Terraza Peraza y otros centros nocturnos, observe a las meseras impúberes «sobrinas de la señora que está allí», capte la mirada de los hombres maduros, poderosos, y la lascivia en sus ojos al mirar a las niñas y a los niños, la sutil delicadeza con que les tocan para «darles una propina»; ponga atención a sus conversaciones y escuchará un «esa niñita ya fue mía». Preste oído en los pasillo del ayuntamiento a los dichos populares en risueñas voces masculinas: «si a los 12 ya lloran… pero cuando se la sacas». Mire a esos padres de familia, muy heterosexuales y homofóbicos de día, en autos lujosos pasear discretamente por la madrugada en el Parque de las Palapas y levantar en su BMW a un jovencito de 15 años, quien se prostituye por dinero. Mire al yucateco, padre de una princesa de 11 años, que en Cuba paga por una niña de 13, a quien responsabiliza de su deseo.

Lo cierto es que la violencia está allí, normalizada, la doble moral nos rodea, está frente a ustedes y nosotras desde siempre; lo complicado es atreverse a mirar, escuchar, hablar, porque una vez que lo hace ya nunca más dejará de ver ni escuchar. Y si tenemos mucha esperanza y suerte de cambiar a México… nunca más guardaremos silencio.

Aunque duela, aunque enfrentemos el miedo, aunque parezca que ellos tienen más poder que nosotras, nunca más hay que guardar silencio ante la realidad evidente.

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04/LC/GBG

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