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Quiero creerle

Por Cecilia Lavalle

En verdad quiero creerle. En principio no tendría motivos para dudar de sus afirmaciones, porque me parece que es un hombre íntegro, con una trayectoria profesional intachable, honesto, sin dobles intenciones y cuya capacidad, inteligencia y compromiso con nuestro país están fuera de toda duda. Pero…

José Woldenberg, en un estupendo artículo titulado «Ética para principiantes» (Reforma, junio 3), pone el dedo en la llaga. Este hombre que fuera consejero presidente del primer Instituto Federal Electoral sin la tutela gubernamental; este hombre que junto con otra y otros ciudadanos cargó con la enorme responsabilidad de garantizar la legalidad e imparcialidad en las elecciones –toda una novedad entonces-, y cuyo trabajo fue, en general, irreprochable; este prestigiado intelectual mexicano, afirma que la política puede ser otra cosa distinta. Y yo, en verdad, quiero creerle.

Dice que: «La política puede ser vista desde una dimensión cínica –alguien diría realista-.

Una fórmula del quehacer humano tendiente a maximizar los logros individuales y de grupo en un mundo que es sinónimo de mercado y donde cada quien ve por sus intereses, los pone en juego, y cuando lo juzga conveniente o no le queda más salida entra en proceso de negociación con otros a los que no puede evadir ni derrotar».

Señala que esa es la concepción hegemónica de la política; que desde el columnista más pedestre hasta el analista más sofisticado comparten ese código y lo reproducen todos los días; y dice que por eso el malestar se expande no sólo hacia la política y los políticos sino que también abarca a quienes la comentamos.

Quisiera creer, como afirma el maestro Woldenberg, que el malestar se expande porque columnistas y analistas compartimos ese código y lo reproducimos. Pero no estoy segura.

Más bien me parece que el malestar se expande porque en nuestro país es realmente cínica la dimensión que los políticos le dan a la política.

Basta percatarse de que el presidente Fox tiene una vara para medir y tolerar las actividades proselitistas y de precampaña política de su esposa, pero mide con otra vara a otros aspirantes como Felipe Calderón.

Basta observar la eficiencia para aplicar la ley en los juicios contra Andrés Manuel López Obrador, hoy por hoy, nos guste o no, el más popular aspirante a la presidencia de la República, y la lentitud con la que se ha actuado para esclarecer y evitar los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez.

Una lentitud que es negligente, omisa, cuando no abiertamente cómplice.

Basta leer como las autoridades manejan a conveniencia partidista las cifras de la inseguridad en México, mientras la población padece vivir en uno de los países más inseguros del mundo.

Basta sospechar que la andanada de juicios contra López Obrador es una maniobra política para quitarlo de en medio y no la estricta aplicación de un estado de Derecho que desde hace años hay que buscar con lupa en nuestro país.

Basta ver cómo Andrés Manuel se apresura para convertirse en mártir, independientemente de que deba o no responder por algunos actos ante la justicia. Todo eso sin mencionar la mezquindad, la corrupción y la impunidad que abundan en la política mexicana.

A riesgo de ser calificada como colaboradora en la expansión del malestar, lo que percibo es que la realidad política de México es un asco. Y por eso quiero creerle al maestro Woldenberg cuando afirma que «la política puede ser otra cosa».

Dice que es el único instrumento con que contamos para socializar diagnósticos y programas que puedan ser asumidos e impulsados por la sociedad; que es la actividad que permite que conglomerados humanos cargados de diferencias puedan compartir un horizonte y quizás hasta alcanzarlo.

Recuerda, entonces, a Max Weber para hablar de la ética del político: la ética de la responsabilidad, «aquella que sin deponer las convicciones es capaz de comprender las razones de los otros, pero sobre todo de aquilatar y medir las repercusiones de las acciones propias…

Se trata de una ética contraria al heroísmo y la estridencia, una ética necesaria para asentar la convivencia de la diversidad, una ética propiamente democrática, porque asume que uno vive entre otros y que los actos de uno impactan en los demás».

Claro, advierte líneas antes, esto es sólo para quienes creen que una política distinta no es utopismo puro, y que la ética –a la que define como los códigos que ordenan la vida en común desde una perspectiva que incluye a uno, a los nuestros y a los otros- es algo más que la repetición de buenos deseos.

Yo, que creo en la ética e incluso en las utopías, tratándose de la política mexicana me cuesta trabajo pensar en su redención. En verdad quiero creerle al maestro Woldenberg.

Creerle es, en este momento, más que un conjuro contra el malestar que a ratos es rabia y frustración; creerle es una manera de no sucumbir al desánimo y a la desesperanza. Por eso, en verdad, quiero creerle.

Apreciaría sus comentarios: [email protected]

*Articulista y periodista de Quintana Roo.

2004/BJ/SM

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