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Sábado de Gloria

Por Ámbar*

Del Domingo de Ramos, al Domingo de Resurrección, mis hermanas y yo teníamos nuestro propio martirologio. En esa larga semana teníamos que acatar varias restricciones. Los espejos de la casa se tapaban. No había lugar para la vanidad. No podíamos escuchar la radio. En esa época no había televisión en casa. Debía permanecer en silencio, en señal de duelo. Sólo estaba permitido hacer el trabajo doméstico estrictamente indispensable.

No se lavaba ni se planchaba ropa. Tampoco estaba permitido hacer limpieza general. En la escuela nos decían que Jueves y Viernes Santo teníamos que hacer penitencia y autocastigarnos.

Nos decían por ejemplo: «en esos días pueden ponerse piedritas en el zapato y ofrecerle el dolor que sientan a Dios, en señal de sacrificio por nuestros pecados, ya que había muerto en la cruz para salvarnos». Debíamos renunciar voluntariamente a las golosinas, y al postre.

Nosotras estábamos a salvo de la tentación, ya que no se acostumbraba comer postre en la casa. Esa semana se pasaba en silencio, con una actitud de recogimiento, de tristeza por la Pasión y Muerte de Jesucristo. ¡Ni soñar con ir de paseo esos días!.

Mi madre se abstenía de golpearnos del Domingo de Ramos al Viernes Santo. Sin embargo, se la pasaba amenazándonos con el Sábado de Gloria. Si me ordenaba hacer algo y la ignoraba olímpicamente, me decía: «Espérate que llegue el Sábado de Gloria y verás cómo te va a ir».

Si Adelaida rompía un traste ?que era su especialidad-, mi madre le advertía: «Mira escuincla inútil, no te puedo pegar porque es Semana Santa, pero espérate que llegue el Sábado de Gloria y ya verás». Olivia le tenía tirria a los quehaceres domésticos, y no cumplía con lo que le tocaba. Igualmente era amenazada: «Está bien, no lo hagas. Te salvas ahora porque es Semana Santa, pero espérense que llegue el Sábado de Gloria. Ese día me las van a pagar todas juntas».

Yo hacía «changuitos», para ver si sucedía el milagro de que hubiera un brinco del Viernes Santo al Domingo de Resurrección, pero no. Los milagros no sucedían en casa. Las tres aguardábamos temerosas el medio día del fatídico Sábado de Gloria.

Desde que nos levantábamos sentíamos el miedo que se alojaba en nuestros estómagos y se traducía en taquicardia. Una amenaza que se cernía sobre nuestras nalgas y piernas. Ahora, viendo las cosas a distancia y con un poco de humorismo, pienso que de alguna ventaja debía yo gozar, por ser la menor de las tres.

Después del desayuno, del lavado de trastes, de hacer las camas y la limpieza de la casa, mi madre, con el cinturón en la mano, actitud de prepotencia y con gozo anticipado, gritaba: «A ver Olivia, ven para acá». Mi hermana soltaba el berrido, se arrodillaba frente a su verdugo y le suplicaba: «No mamacita chula, no me pegues. Te juro que no lo vuelvo a hacer».

Y antes de ser golpeada, daba rienda suelta al llanto. Pero era inútil. Con el cinturón, Isabel no concedía ninguna clemencia. En el momento en que Olivia soltaba el llanto yo ?presa de angustia y taquicardia-, empezaba a decir mentalmente: «No me va a doler, no me va a doler, no me va a doler»; y así me la pasaba repitiendo esta frase mientras golpeaba a mis dos hermanas.

Con mi hermana Adelaida se repetía el llanto anticipado, el arrodillarse frente a mi madre y suplicar: «No mamacita linda, no me pegues. No, por favor. Te juro que ya me voy a portar bien». Isabel descargaba su furia almacenada toda la Semana Santa contra Adelaida. Cuando veía que la dosis de golpes contra ella iba llegando a su fin, yo aceleraba todo lo que podía la repetición mental de «No me va a doler, no me va a doler, no me va a doler».

Y cuando escuchaba: «A ver Rosalinota» o «a ver escuincla desgraciada, ven para acá», acudía muy obediente. No lloraba, ni suplicaba, ni me hincaba pidiendo clemencia. ¿Para qué? Sabía que era absolutamente inútil hacerlo.

Caminaba en silencio y con la cabeza baja a ponerme en manos de mi verdugo. Mientras recibía la dosis de cinturonazos a la que me había hecho acreedora, respiraba lenta y profundamente, al tiempo que me seguía repitiendo para mis adentros: «No me duele, no me duele, no me duele, no me duele», y aún era capaz de evadirme mentalmente de ese momento e imaginarme que estaba jugando con los gatos o platicando con tía Gaby. Y efectivamente lograba amortiguar el dolor y reprimir el llanto.

Esto enfurecía aún más a mi progenitora y redoblaba el entusiasmo y frenesí con que me golpeaba. El mecanismo de defensa que inventé era muy efectivo, y por más que me golpeara, no lograba arrancarme -por lo menos en ese momento-, una sola lágrima. Cuando se terminaba la sesión de golpes, yo me retiraba tan fresca y silenciosa como si nada hubiera pasado.

Mis hermanas continuaban con sus llantos y sollozos un buen rato. Después se mostraban una a la otra las marcas de los cinturonazos que habían quedado impresas en sus muslos. Yo desaparecía inmediatamente para irme a refugiar con mis gatos. Después de nuestro Sábado de Gloria, el rito se terminaba con el tradicional baño. Mi hermana Olivia ya se bañaba sola, pues tenía entre trece y catorce años. Ella sabía si se tallaba o no las nalgas y muslos adoloridos.

Adelaida y yo todavía dependíamos de mi madre para recibir el baño, pues ella tenía entre siete y ocho años, y yo cinco o seis. Nosotras teníamos que soportar la doble tortura, puesto que mi madre nos tallaba el cuerpo con una dosis de violencia excesiva, que se traducía en el recrudecimiento del dolor.

Después de esas fabulosas palizas de Sábado de Gloria, era un verdadero martirio sentarnos, ya que los hematomas que nos causaba tardaban en desaparecer por lo menos dos semanas.

*La autora creció con violencia y gracias a la literatura fue cerrando sus heridas.

06/CV

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