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Una noche de julio pasamos a ser víctimas de violación integral

Por María Suárez Toro

Entraron en la oscuridad de una madrugada de julio en Costa Rica, sigilosos, armados con pistolas caseras, con pasamontañas en el rostro y guantes. Se abrieron camino hacia nuestro dormitorio, con focos de escasa batería, pero con suficiente luz para vernos dormidas.

Eran tres. De origen campesino y bien costarricenses. Su vocabulario los delataba. «Tranquilas, muchachas, esto es un simple robecillo y no les va a pasar nada si se quedan quediticas» Por eso nos dicen ticos y ticas, por esas terminaciones tan propias de Costa Rica.

Las voces tienen edad. Eran jóvenes de entre 30 y 40 años. Desgraciados. Yo reaccioné exactamente haciendo lo que no hay que hacer. Un poco porque al haber sido despertada intempestivamente respondí desde los instintos, un poco porque era la primera vez que mi privacidad y mi santuario eran violados.

Margarita y yo formamos parte de esa agraciada estadística del 66 por ciento de mujeres que no ha sufrido violencia doméstica no incesto, por lo cual nuestras casas habían sido hasta esa noche, el lugar más seguro que habíamos tenido hasta el momento. El único, porque en todos los demás hemos vivido violencia. En el trabajo, en la calle, en los lugares de entretenimiento, etcétera.

Esa noche nos pasaron de lugar en la estadística: una de cada tres mujeres ha sido víctima de violencia doméstica. No es que nos asaltaron sólo por ser mujeres pero ellos sabían que allí habían mujeres solas. Así opera el hampa hoy día según posteriormente nos explicaba la policía de investigación judicial.

Tienen cuadriculados los territorios, marcadas las casas donde hay mujeres solas, ancianas y ancianos, extranjeras y extranjeros. Y así, en ese orden, sigue la lista de prioridades.

Grité, los pateé y me resistí a que me vendaran, me amarraran las manos a la espalda y me ataran los pies cruzados. Como toda una «dama». Dos tuvieron que lidiar conmigo hasta que el culatazo en la cabeza me mandó girando contra la cama.

Ví que Margarita había sido colocada en la misma cama, amarrada totalmente también y sin saber si yo estaba. Ella había sido más prudente y actuó mejor que yo. Después supe que le laceraron un ojo pero no la golpearon tanto como a mí, un poco por suerte y otro por su prudencia.

Recuerdo que en un determinado momento yo quedé con una nalga al viento ante tanta resistencia. Uno de ellos me la tocó, aunque no lascivamente, pero me puso la mano en la nalga desnuda. «!No hagas eso, maje – le dice otro – no ve que eso si tiene castigo serio!»

Qué curioso. En el imaginario del hampa, la agresión sexual es más punible que el hurto y el asalto. Ojalá que la sociedad entera, y especialmente los órganos judiciales así lo entendieran.

Y por eso yo digo que fue violencia contra las mujeres lo que sufrimos esa noche. Fue una violación integral.

El resto de lo que pasó esa noche es más clásico. Procedieron a robarse todo lo que encontraron de valor en la casa. Somos periodistas y comunicadoras.

Cinco cámaras de fotos, lentes, tres grabadoras, equipo de sonido, computadoras, una vieja TV del tiempo en que se usaban video caseteras, una bicicleta estacionaria y un poco de aretes, collares y pulseras que hemos ido coleccionado en nuestros viajes por África, Asia, América Latina, El Caribe y que nos han regalado. Nuestros discos duros y todos sus respaldos.

Yo casi todo lo que tenía allí lo tengo publicado, pero lo que me dolió fueron las entrevistas grabadas, las fotos y los materiales que recientemente había traído de mi más reciente viaje a Haití para recoger insumos sobre el trabajo del Campamento Feminista Internacional.

Tenía entrevistas maravillosas del esfuerzo de las haitianas y sus comunidades por salir adelante en una situación que es más grave que todo lo que he conocido en esta vida.

No encontraron dinero y de repente se les ocurrió que se iban a llevar mi carro. También nos tiró la cobija encima para que no pasáramos frío el resto de la madrugada que quedaríamos amarradas y con la puerta cerrada que clausuraron en su retirada. ¡Qué desgraciados!

Una vecina nos escuchó y vino de inmediato. Llamó a la policía. Nos soltó las amarras. En menos de 15 minutos estaba la Cruz Roja atendiendo nuestras heridas, la policía de la zona recogiendo los datos y las mujeres policías dándonos aliento, la del Organismo de Investigación Judicial y su pareja laboral buscando huellas y la ambulancia de la Cruz Roja lista para llevarnos al hospital, donde nos trataron de maravilla.

Ha sido mucho más grande la solidaridad que los golpes y eso nos ha permitido sanar las heridas, con los miles de abrazos solidarios, las acciones de acompañamiento, las palabras de aliento, los llamados a organizarnos, los recursos compartidos, las llamadas de preocupación y los correos solidarios.

Es aquella niña de 7 años que nos reconoció en la oficina de la policía al día siguiente. No sé su nombre, se me olvidó preguntárselo. Pero ella es mi metáfora. La he bautizado «Fuenteovejuna».

O asumimos la responsabilidad entre todas y todos, o no hay para nadie. La otra lección de Fuenteovejuna es que de esta manera no habrá posibilidad de chivos expiatorios. Es bastante integral la respuesta o sucumbimos en el intento.

10/MST/LR/LGL

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