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Vida conventual, normas que asfixian

Por Cuicuizcatl (golondrina viajera)*

«No es el que me dice: «Señor, Señor» el que entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre del Cielo» (Biblia Latinoamericana. Mateo 8,21)

Llevaba tres años y medio viviendo en una casa de religiosas, recibiendo la formación básica en la Congregación. Faltaban unos meses para hacer los «sagrados votos» (castidad, pobreza y obediencia) y el que más me preocupaba era el de castidad. Me preguntaba una y mil veces: «¿Podré?».

Sor Anita, la religiosa encargada de nuestro grupo de novicias, era fiel «hija de María» y trataba de inculcarnos el amor a la Virgen a su manera. «Ustedes son hijas de María. Esfuércense por imitar sus virtudes». «Con los hombres, sé abierta y espontánea, pero delicada en el trato». «OJO: Prudente y delicada reserva».

Esa frase, ¡cómo me taladraba los oídos! «Prudente y delicada reserva». Daba vueltas y vueltas en mi cama sin entenderlo jamás. Yo era todo lo contrario a la prudencia y a la delicadeza: brusca, inquieta, curiosa, súper emotiva y expresiva. ¿Qué se hace con todo eso?

Antes de una reunión con los bienhechores o con los seminaristas, Sor Anita nos juntaba y nos leía la cartilla: «Sabemos que faltan unos meses para los votos, pero los demás no. Para ellos ya son religiosas. Hay que dar buen testimonio». Por supuesto, no podía quedar mal. Entonces iba corriendo al baño y sacaba mi «acordeón».

El tal acordeón era un papelito doblado y colgado por dentro del chaleco con un segurito dorado. Era una lista que me había hecho de mis principales defectos e indicaciones: «no te rías a carcajadas», «no te sientes con las piernas abiertas», «no hagas preguntas inoportunas», «no mires de más», y un largo etc. Lo memorizaba y guardaba el acordeón para repasarlo más tarde. Siempre había algo que no cumplía, algo que se me escapaba de las manos. Y me lo reprochaba una y mil veces….

En ocasiones me sentía mal y no sabía por qué. Tenía que ver con Sor Anita y con lo presionada que me sentía. Odiaba tener que pedir permiso para todo, me asfixiaba con el uniforme, no soportaba las continuas llamadas de atención por estupideces.

Se acercaba Sor Anita a la hora del estudio y me decía: ¿Qué haces con cuatro libros en tu pupitre?

-Los voy a ocupar.

-Ve y deja tres. Sólo puedes tener uno.

-Ahorro tiempo y vueltas a la biblioteca.

-Cuando necesites otro, vas y lo buscas. Ahora déjalos.

Yo tenía que tragarme mi coraje siempre. Como cuando me tiró a la basura mi bolsa con material para juegos con los niños del catecismo, sólo porque no cabía en mi casillero y no había dónde guardarla, porque «hacía mucho desorden», le dijo a una de mis compañeras. Lo que me enojó fue que no me dijo nada, sólo la tiró. Y ella sabía lo importante que era para mí ponerles juegos a los niños…

EL UNIFORME

Me sentía también asfixiada con el uniforme. Sobre mi ropa interior, primero una camiseta blanca de algodón, de hombre, de manga corta; luego una blusa blanca delgada, pero de manga larga y cuello alto; luego un chaleco de tela gris, luego un chaleco de lana gris y finalmente un suéter gris. Yo odiaba el gris… (a mí me gusta el rojo).

Un día que íbamos a una salida con los bienhechores, en la puerta, y con una tarde soleada, Sor Anita me preguntó: «¿Y el suéter?» Le respondí: «No lo traje. Tengo mucho calor». «Regrésate por el suéter. Todas deben de ir iguales».

Día tras día, iba acumulando frustraciones en mi relación cotidiana con ella. A veces tenía ganas de llorar. Pero en la práctica estaba prohibido llorar. El noviciado era «el lugar de la paz y la dicha, donde reina el Señor entre sus vírgenes», ¿cómo llorar? Además, en la práctica, era imposible hacerlo sin que alguien se diera cuenta y se preocupara.

Todas las áreas eran comunes (en el dormitorio había 20 camas) El único lugar posible era la regadera, pero nos daban 15 minutos para bañarnos y había cola. Además, todos los tiempos eran compartidos (todas hacíamos lo mismo al mismo tiempo). No había soledad, ni individualidad.

A veces lloraba en el baño, junto al excusado, muy quedito para que no me escucharan…Otras veces pedía permiso, durante el tiempo de estudio, de dar una o más vueltas al enorme jardín, corriendo, «para despejarme».

Sor Anita me miraba fijo: «¿Es necesario?». «Sí, muy necesario», le respondía. «Tienes cinco minutos, te los cuento a partir de este momento». Yo salía corriendo como chivo loco y dejaba aflorar mis lágrimas mientras corría. Luego abría la llave del jardín (¡era una delicia esa agua helada!) y me enjuagaba la cara. A veces me tardaba más de cinco minutos, pero nunca me regañaron por eso. Llegaba tranquila a estudiar, y estudiaba en serio, y rendía en las materias.

Hay un detalle interesante que siempre me cuestionaba y ahora me da risa. En la clase de espiritualidad, la «maestra de novicias» nos tomaba de memoria los artículos de las constituciones (reglamentos) de la congregación donde estábamos. Yo nunca pude memorizar ni uno solo.

Madre Esperanza, la maestra de novicias, accedió a que le explicara la idea central del artículo y cómo lo relacionaba con otros aspectos de la vida cotidiana. Yo para armar discursos soy buena. Podía hacer un tratado teológico, pero lo que nos pedían no era eso. Era la repetición textual de un compromiso, de memoria….y era incapaz de hacerlo.

Ahora estoy segura de que eso era parte de mi rechazo a la vida religiosa, pero nadie lo supo ver, ni yo. En ese momento me daba de topes preguntándome cómo era posible que otras cosas las memorizara rápido y esto tan importante no se me grabara ni «con chochos».

¿Qué me sostuvo casi cuatro años allí? Mi deseo de ser misionera, en Chiapas o en África, y los grupos de los niños del catecismo. «Por ellos me consagro». Pero el cotidiano, con Sor Anita, era insufrible. Era nuestra encargada y la veíamos todo el día y la noche, excepto en algunas clases que nos daban otras personas o en el catecismo de los sábados, donde cada una estaba con su grupo de niños. Pero ella nos llamaba al final y vigilaba cada paso. A mí me costaba mucho. Era una franca guerra de poder…

Sor Anita es la persona que más he odiado en mi vida. Aún fuera de la congregación, cuando me salí, muchos años le guardé rencor. Poco apoco lo fui trabajando en terapia, lo fui liberando. Y pude perdonarme a mí misma por tragarme todo mi coraje y por lo que eso implicó, y pude perdonarla a ella por su represión. Años después fui a una misa de aniversario y vi a Sor Anita. Pude darle un abrazo y un beso desde lo profundo, y me sentí muy liberada….

* Autobiografía de la búsqueda de una mujer por una vida libre de violencia.

07/GV/GG

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