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«¿Y qué pasó con el otro?»

Por Juana Eugenia Olvera*

Me casé muy joven. Los consejos que mi madre me daba eran totalmente a favor del marido y fueron reforzados completamente por mi suegra, que dicho sea de paso, fue una mujer maravillosa que me quiso como a una hija.

Las decisiones eran para él. Yo no debería tomar en cuenta lo que él hiciera en el exterior. Mi marido era de la puerta de la casa para adentro. De alguna manera era como si en lugar de esposo fuera un papá.

En aquellos inicios, no le di importancia, dado que siempre que esperaba respuesta a un comportamiento especial él decía «lo que tú quieras». Así que finalmente yo era la que llevaba sobre mis hombros la responsabilidad de los dos.

Siempre supe lo que tenía que hacer. Si me preguntaran cómo es que sabía el comportamiento que debería seguir era algo innato. En algunas ocasiones parecía como si una voz interna me aprobara o desaprobara.

Cuando murió mi padre, recién había llegado a los 15 años y sin dejar de estudiar, empecé a trabajar. Nadie me dijo que lo hiciera, simplemente tomé una decisión. Comprendo que todo funciona en relación a las decisiones tomadas.

Cuando llegaron los hijos, como pareja decidimos estar al pendiente de ellos sin imponerles dogmas religiosos, pero sí normas de vida, principios de respeto, primero con ellos y después para con los otros; el ser honestos consigo mismos y mantener una ética personal a lo largo de su vida.

Cumplir con lo que te comprometiste y no pasar por alto las fallas, errores u omisiones. Mucho era también lo que veían a través de nuestro comportamiento.

Sin embargo, todo cambia y después de 20 años, el sueño terminó a causa de la infidelidad. No pude hacer como algunas de mis amigas que se hacían de la vista gorda. No tuve la capacidad de ser así.

El cambio de actitud por parte de él fue brutal. Era como si hubiera tomado el papel del verdugo que castiga porque no acepté pasar por alto su conducta. Era decirme «si no me aceptas, entonces te destruyo».

Me quitó a mis hijos que nunca antes le habían interesado tanto. Contó historias en mi contra que llegaron a convencer a los muchachos y, por comodidad, se dejaron llevar por ellas y así los dejé de ver por años.

Mi mundo se destruyó y casi perezco con él. Volví a trabajar, dejé todo lo material en manos de él y así perdí hasta lo que me correspondía por derecho.

No entendía por qué tenía que vivir esa experiencia. Me asesoraron amigas, amigos y finalmente demandé mi sociedad conyugal y aunque él es abogado, le gané el juicio porque, como le dije, «peleé por lo justo».

Pude rescatar una casita que estaba en la periferia, la arreglé y la vendí. De ello compré dos departamentos y me fui a vivir a uno de ellos. El otro lo guardé.

Me cuestionaba siempre sobre lo qué tenía que aprender de lo que estaba viviendo. De tiempo atrás había empezado a meditar y ahora más que nunca no podía dejar esta práctica ya que me brindaba cierta estabilidad dentro del caos en el que me sentía perdida. Una amiga me ayudó a ver claro y decidí irme a estudiar meditación a la India.
¿Por qué la India si podía hacerlo aquí? Creí que al alejarme de acá olvidaría el dolor sentido. Pensaba que al estar allá automáticamente mis sentimientos se asentarían y podría entender y olvidar. Pero no fue así.

En ese tiempo había empezado a leer a Paul Brunton, un periodista inglés que decidió viajar a la India y a Egipto a fin de investigar y descubrir «la charlatanería» de los llamados «magos». En realidad es la historia de su despertar espiritual con el apoyo de uno de los más grandes gurús del siglo pasado: Sri Ramana Maharsi.

Con todo este bagaje vibrando en la imaginación, arreglé mis cosas, desmonté mi departamento y sintiéndome una adolescente, me dejé llevar como en una gran aventura y partí a la India con destino a encontrar al gurú perfecto.

* Narradora oral, astróloga y terapeuta.

11/JEO/RMB/LGL

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