De camino hacia lo alto de La Lobera, a unos 70 kilómetros de Oaxaca, Faustina García recibe con los brazos abiertos a las visitantes.
«De razón chispió la lumbre», dice en el momento en el que llegamos. Busca por todo el rancho algo que pueda servir de silla a sus huéspedes; camina de un lado para otro para despejando la estancia con la gracia de una muchacha.
La vitalidad fluye por cada poro de su piel. Su sonrisa parece perenne, su cuerpo menudo no da cuenta de sus 90 años ni del arduo trabajo por la montaña, ni de las dificultades económicas que se hacen evidentes. No se queja de las condiciones de su vivienda de dos habitaciones con paredes de bejuco, piso de tierra, sin agua corriente ni baño.
Faustina pela unos chayotes, echa más agua a la olla que está a punto de hervir y se sienta a platicar con nosotras acerca de su trabajo. Faustina es partera y yerbera, actividad comparable a la del médico del pueblo: ella diagnostica, receta, cura y goza del respeto de los habitantes de la zona a quienes no les importa caminar kilómetros para solicitar sus servicios de salud.
Faustina cumple la misión de curar. Ella tan sólo aplica lo que ha aprendido sobre medicina natural por medio de sus ancestros; conocimiento conservado desde hace cientos de años. Faustina tan sólo ocupa el espacio que el Estado no ha podido cumplir dentro de los criterios de la medicina alopática. Las limitaciones propias de sus condiciones de vida no le impiden entregar su saber.
Hace un mes Faustina atendió un parto. Sabe preparar los vahos, sabe qué hacer cuando hay dolor en el útero, sabe qué hacer cuando se presenta hemorragia y sabe también cuando hay amenaza de aborto.
Desde que Faustina se convirtió a la religión evangélica ya no les practica la interrupción de embarazo a ninguna mujer, pero no por ello no deja de platicarnos que cuando lo hacía preparaba un te de hierbas.
En medio de la tranquilidad de la sierra y el calor de su fogón de leña, Faustina se pone de pie para revolver la sopa que pronto nos ofrecerá, pero ante nuestra negativa, saca de un canasto un pan dulce que debe guardar desde hace algún tiempo y nos lo comparte con el mismo cariño con el que nos entrega un trozo de él.
Mientras Faustina divide el pan, nos explica que ella misma busca las hierbas en el cerro, aunque algunas veces le pide el favor a un vecino o a un familiar del enfermo.
Faustina es una curandera a la que también buscan para destapar o curar el estreñimiento, aunque también para que haga alguna limpia que espante las malas vibras.
La comadre, como la llama su amiga Pilar, ha entregado a la comunidad sus servicios y conocimientos durante 65 años, sin dejar de cumplir sus labores domésticas. Por supuesto que en sus años mozos se aventó sus buenos traguitos de mezcal y muchas horas de baile. Todo se lo ha tomado como un derecho y por eso sonríe al recordarlo.
Mi querida Faustina, ya de vuelta en la ciudad, quiero decirte que me quedé con los frijoles que tenías a la entrada para los días siguientes, con la milpa, con tus manos arrancándole a la tierra unas ramas de toronjil contra la tristeza, contra el camino en mal estado que debíamos tomar para regresar a la carretera central, con la amargura ancestral que deben cargar tus huesos por el olvido de gobernantes y de todos aquellos que han hecho de la corrupción una posibilidad de enriquecimiento.
Partera, yerbera, curandera, no importa qué: gracias por el bien que haces a la humanidad y permíteme lamentar que poco a poco se vaya perdiendo esa sabiduría, debido a la ausencia de aprendices que retomen tu labor y al saqueo que del conocimiento histórico hacen grupos carentes de ética para llevarlo a otro país, en aras de acrecentar su poder y ampliar sus capitales.
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