Esta semana le ganó la justicia al prejuicio. Le ganó el Derecho a la simulación. Le ganó le democracia al dogma. Esta semana, en histórica decisión, la Asamblea Legislativa del Distrito Federal (ALDF) aprobó una ley que otorga reconocimiento legal a parejas del mismo sexo o no a quienes no rigen las figuras legales del matrimonio, el concubinato o el parentesco.
El escándalo ha sido mayúsculo, porque esta nueva ley, llamada de Sociedades de Convivencia, aunque abarca otros aspectos, le otorga una figura legal a las uniones entre homosexuales.
Eso se debe, claro, a los prejuicios, fundamentalmente de origen religioso, que sostienen que las relaciones entre personas del mismo sexo van contra natura. Y punto.
Pero, por otro lado, lo cierto es que en México practicamos con bastante frecuencia la política del avestruz.
Somos un pueblo gentil y amable, hasta la hipocresía. Utilizamos diminutivos, lo mismo para querernos que para insultarnos. Preferimos dar largas a un asunto antes de decir un franco y rotundo no. Rara vez llamamos a las cosas por su nombre. Y cuando algo no nos parece simplemente hacemos como si no existiera.
Por eso no sorprende que la nueva Ley de Sociedad de Convivencia haya tardado casi siete años en cuajar. Porque toca temas incómodos para los sectores más conservadores, pero también porque pone un freno a la simulación en uno de los aspectos de nuestra vida social.
La ley, impulsada desde el principio por la ahora exdiputada del DF, Enoé Uranga, establece que una sociedad de convivencia es «un acto bilateral cuando dos personas físicas de diferente o del mismo sexo, mayores de edad y con capacidad jurídica, establecen un hogar común con voluntad de permanencia y de ayuda mutua» (Art. 2).
Este paso legal, primero en nuestro país, reconoce así una realidad.
Porque más allá de nuestras particulares posturas con respecto a las preferencias sexuales de las personas, es innegable que hay parejas del mismo sexo formando una familia.
Hasta hace una semana, esas parejas carecían de los derechos que otorga la ley a personas que conviven bajo en mismo techo bajo la figura del matrimonio, el concubinato o las relaciones de parentesco.
Y, aunque evidentemente beneficia a las parejas de homosexuales, lo cierto es que beneficia también a quienes por razones económicas o afectivas forman una familia sin ser matrimonio, concubinos u homosexuales.
Yo, por ejemplo, tenía una tía que «adoptó» a una niña que abandonaron a la puerta de su casa. Simplemente decidió tratarla como hija sin que mediara ningún papel legal, sólo la compasión primero y el cariño después. Esa niña vivió siempre con mi tía, incluso después de haberse casado y formado su propia familia. Y sólo porque no hubo ni mezquindades ni grandes bienes que repartir a la muerte de mi tía, no se generó un problema legal; porque si alguno de los sobrinos hubiera reclamado alguna herencia, esa mujer que compartió la vida con mi tía y que la cuidó hasta el último minuto no tenía derecho a na-da.
Lo mismo podría decirse, claro, de parejas de homosexuales que comparten una vida, forman un patrimonio, consolidan alguna riqueza, y a la muerte de uno/a aparecen hermanos, hijos, sobrinos que pueden dejar en la calle al otro.
Luego entonces, hay asuntos que deben mirarse a la luz de la justicia y no de los prejuicios; a la luz de los derechos ciudadanos y no a la luz de las religiones.
En México, como en el resto del mundo, no hay sólo un tipo de familia: hay muchos. Que nos gusten o no, que coincidan o no con nuestra manera de pensar, es secundario.
Con esta ley se hace justicia y se protegen los derechos legales de personas independientemente de su preferencia sexual.
Hay otro estado de la República reflexionando ya en el asunto. Se trata de Coahuila, que este mes debatirá el asunto en su Congreso y, probablemente, apruebe una ley similar.
Tarde o temprano sucederá lo mismo con el resto de México, porque fuera de los prejuicios, los argumentos esgrimidos en contra son endebles. Uno de ellos apunta a que esta ley atenta contra la familia. ¿Cuál familia? ¿La tradicional? ¿Por qué? ¿La nueva ley impide el matrimonio entre un hombre y una mujer? ¡Por supuesto que no!
Lo que sí está en riesgo es un marco legal basado en prejuicios, en la simulación, en la ignorancia o el deliberado desconocimiento. Y eso es una buena noticia.
*Integrante de la Red Internacional de Periodistas con Perspectiva de Género.
06/CL/GG