El viernes pasado Román González López partió. Me dejó un vacío profundo, compartí con él más de una década de trabajo, de afanes, de planes y proyectos.
De él solamente recibí solidaridad y comprensión. Una amistad diligente y continua.
Se trataba de uno de esos raros especimenes que no corresponden cabalmente al papel que les ha asignado la sociedad. Ni duro, ni macho, ni altisonante, ni prepotente, ni manipulador ni dominador.
Román era definitivamente un tipo raro. Sorprendía su sencillez y su compromiso con la promoción y la defensa de los derechos humanos de las mujeres. Una opción personal que tomó, decidido, al entrar en contracto con CIMAC. Creía en la propuesta e invirtió tiempo y esfuerzo para consolidar una opción informativa feminista.
Se puede decir sin ambages que fue uno de los pocos hombres que han contribuido a la difusión de la problemática femenina desde otro lugar, sin la más mínima tentación de convertirse en rector de las acciones que las feministas hemos emprendido en camino a nuestra libertad y nuestra igualdad.
Nunca se inventó como lo hacen muchos otros hombres, que era feminista. Jamás escuché de él, tampoco, promesas de «apoyo» a nuestras demandas de justicia, ciudadanía, libertad y búsqueda de transformación social. Tampoco se ocupó de piezas oratorias simuladas.
Más bien se trataba de un colaborador consciente de que tenía sentido cada cosa que se nos ponía en el frente. Se convirtió lentamente en un buen y necesario amigo. Trabajamos juntos en la edificación de una nueva opción informativa que tenía pocos aliados. Resistió como roble las críticas de sus colegas, porque estaba convencido del sentido de la tarea.
Más tarde trabajamos juntos en la coordinación de la investigación sobre el feminicidio en la Cámara de Diputados. Nos separamos no hace mucho, el continuó en la Fiscalía Especial sobre los delitos contra las mujeres y de vez en vez compartíamos la preocupación por las mujeres violentadas sistemáticamente.
Durante más de 10 años su trabajo, de selección informativa, de trabajo periodístico, de apoyo técnico y documental para explicarnos y explicar el fenómeno de la violencia contra las mujeres, lo realizó sin disputar nada para él.
Definitivamente era un tipo excepcional. Tengo que decirlo, porque soy de las que no cree en los discursos de muchos hombres que tratan, en su infinita prepotencia, de encumbrarse para sí, con los hallazgos que desde nuestra práctica feminista hemos venido tejiendo en las tres últimas décadas.
Había estudiado ingeniería. No se le dió. Habitante urbano de Ciudad Netzahualcóyotl se le puso de frente la injusticia de las empresas inmobiliarias, ahí decidió que no sería un reportero del montón, socio y cómplice de encubrimiento. Allá con sus hermanos y amigos creó un grupo cultural. Era querido en su barrio porque fue, como toda nuestra generación, amante de la música de protesta, de la construcción de espacios de contra cultura, izquierdista discreto, muy congruente.
Era de esos hombres que son indispensables para forjar las nuevas relaciones de género por las que muchas mujeres trabajamos sin descanso. Era un convencido de que eso era justo, no tenía que decirlo. Lo actuaba.
Aprendió después de los cuarenta a utilizar con pulcritud los beneficios de la red.
Tuve con él una larga conversación, de esas de años, donde ensayamos los signos y las señas de la tarea cotidiana. Tuvimos esa larga conversación, a veces de pura mirada, sobre la injusticia que se infringe a las mujeres, en una sociedad despiadada y farisaica, en la que el poder se yergue sobre la vida.
El último día que hablamos, él me recordó que sufría, y que hasta ese momento se había dado cuenta cuántos compañeros de viaje, idos con anticipación, habrían sufrido y habían pinchado el alma de sus más cercanas querencias. Me dijo que quería ir a la playa y tomar el sol con una buena y fresca bebida. Me confesó que lo hacía de muchacho; que quería sellar su vida mirando al cielo.
También me contó cómo amaba a sus hijos y cómo fue que pudo hacer su vida con Leonor, su compañera. Me habló serenamente del recuento que había hecho de su vida, de las cosas que más le habían gustado de esta Tierra, de cómo tocaba la guitarra y cuánto valoraba sus aprendizajes. Raro. Los hombres no hablan de eso, ni cuando saben que pronto partirán.
También me dijo que había sido feliz en CIMAC, que ahí la había pasado muy bien. Le gustaba bailar y nos acordamos de una tarde de aniversario o cumpleaños que festejamos en CIMAC, me habló de su hija que ahora colabora en la agencia y me habló de su contento porque había, finalmente, conseguido comprender cuánto le había dado la vida.
Seguramente nos hará falta el querido Román, por compañero y diligente. Uno de esos amigos que una quisiera conservar en la vida, porque hay tan pocos que su partida lastima, se suma a montones de pérdidas y desapegos, pero al mismo tiempo nos deja a pesar de todo, una señal de esperanza. Algún día muchos hombres serán capaces de comprender que podrían ser como Román González López. Amigos del futuro, profundamente humanos.
* Periodista y feminista mexicana, fue reportera en los periódicos El Día, unomásuno, La Jornada y directora del suplemento Doble Jornada, directora fundadora de Comunicación e Información de la Mujer, AC (CIMAC).
07/SL/CV