Me puedo ver bien al espejo y me siento bien conmigo misma. Eso dijo Carmen Aristegui hace cinco años, en un momento en que sus principios estaban en la balanza y fue congruente. Con más experiencia, más prestigio y, quizás, más en juego, hoy puede decir lo mismo.
En México el periodismo es una profesión devaluada. Acaso como muchas otras. Plagada de pequeños y grandes actos de corrupción, repleto de simulaciones, llena de riesgos y dilemas. Acaso como muchas otras.
Por su naturaleza y su capacidad de influencia, en la historia del periodismo abundan casos de contubernios y complicidades entre quienes detentan concesiones o propiedades de los medios y quienes detentan el poder, entre quienes ejercen periodismo y quienes ejercen el poder.
En ese camino, algunos derechos y libertades han quedado a la deriva, como los derechos de las audiencias, por ejemplo, o los derechos de quienes ejercemos el periodismo.
En México, me recuerda el maestro en comunicación Jorge Martínez, la figura del periodista no existe, jurídicamente hablando. De igual manera, es uno de los pocos países en el mundo en el que la o el periodista ejerce sin una definición de sus derechos y obligaciones.
Asimismo, prosigue, México es uno de los países donde no están definidos los derechos y obligaciones de los medios de comunicación concesionados a particulares, en materia de libertad de expresión, pluralidad y derecho a la información.
Todo eso y más es lo que quedó en evidencia con la cancelación del contrato laboral que la periodista Carmen Aristegui sostenía con la empresa W Radio, propiedad del grupo Televisa en sociedad con el Grupo Prisa, empresa española que publica el periódico El País y que es dueño de la editorial Santillana.
Carmen Aristegui es sin duda una de las periodistas más prestigiadas en nuestro país. Y en una profesión devaluada decir eso es decir mucho.
Con una amplia trayectoria en el periodismo, se le considera una periodista inteligente, capaz, talentosa, valiente, incisiva, crítica. Y una persona honesta y ética. Lo cual, en nuestro país, también es decir mucho.
Por ello, precisamente por ello, Carmen es una periodista incomoda.
Tanto, que justo en el momento en que su programa noticioso Hoy por Hoy detentaba uno de los niveles de raiting más altos, la sacan del aire, argumentando «un nuevo modelo editorial».
¿Desde cuándo –se preguntó en su artículo Lorenzo Meyer– una empresa radiofónica considera incompatibles sus «modelos» con un buen raiting?
Desde que una empresa se topa con una periodista incómoda que cree en el derecho de las audiencias a estar informadas, a conocer.
Carmen, difundió por primera vez las grabaciones entre el góber precioso, Mario Marín, y Kamel Nacif, que evidenciaban el contubernio entre ambos para acallar a Lydia Cacho, otra valiente periodista que denunció las redes de poder que protegen la pederastia en México.
Total, que en uso de su libertad de expresión y en ejercicio de un periodismo ético, responsable y profesional, molestó, incomodó, estorbó a los dueños de la empresa para la que trabajaba que, por supuesto, tienen intereses lo suficientemente fuertes como para querer quedar bien con el gobierno en turno; es decir, para cambiar «el modelo editorial».
El gran periodista Riszard Kapuscinski dijo en una ocasión que «la conquista de cada pedacito de nuestra independencia exige una batalla».
Y a menudo hay que dar esa batalla con nosotras, nosotros mismos. Tener muy claro qué sí puede negociarse y qué no.
Sólo cuando no negociamos con nuestros principios podemos mirarnos al espejo y sentirnos bien, aunque parezca que el mundo va en sentido contrario.
Carmen Aristegui me lo recordó, como me lo recordó durante dos años Lydia Cacho.
* Periodista y feminista mexicana en Quinta Roo, integrante de la Red Internacional con Visión de Género.
07/CL/CV