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El gusto por el NO

Por la Redacción

La manía recurrente de decir NO cuando se tiene la oportunidad de dirigir la libertad del otro es evidentemente diferente de decir NO frente a los propios gustos o apetencias. La diferencia entre ambas formas de definir el mundo es relativa a la moral de las prácticas que las sustentan. Hay un abismo entre la altura moral de la última y la bajeza dictatorial de la primera.

Decirnos NO a nosotros mismos es una forma de expresión ética cuya alternativa contraria es más frecuente. Decimos SÍ a todo lo que nos da la gana sin preguntarle al otro si le gusta. No sometemos a juicio lo que nos parece correcto, sino sólo aquello que nuestra personalidad rechaza; lo que nos hace sentir con el derecho de imponer a los otros nuestro particular deseo y punto de vista.

Adoptar para sí mismos negativas cuando nos formulamos o la vida nos presenta dilemas no sólo es un reflejo de impotencia, también puede ser muestra de ascetismo, renuncia o disciplina. «No debo comer tanto», «no me conviene la amistad de aquellos», «no me gusta beber cuando manejo», o bien, «no voy a ir a la playa porque no tengo dinero para hacerlo», son locuciones de todas esas formas de rechazo legítimo a lo que a nuestro juicio o circunstancia nos está limitado.

Es diferente cuando queremos decidir por lo que no nos gusta de los otros: «que aquellos no se casen», «que éstos no se alíen», «que los otros no protesten», «que las mujeres no aborten» o la risible muestra de lo que un pequeño émulo de negatividad autoritaria afirma en Michoacán: «que los aspirantes a la rectoría de la Universidad que no se pliegan a decisiones autoritarias no participen» mientras (a modo «de broma») se queja de no estar incluido en una encuesta de aspirantes a la sucesión de la ilegítima Rectora, aspirante ahora a un nuevo cargo, que abyectamente el bonachón defiende.

En estos múltiples casos en los que se llegan hasta a organizar encuestas que corroboren los deseos y caprichos insustanciales de los organizadores; a armar sofisticados y falsos argumentos que contradicen con cinismo las propias prácticas añejas de los enojados enunciantes; a tomar decisiones despóticas desde el poder, respecto a quién se le respetan selectivamente sus derechos, de acuerdo con los particulares intereses de quienes gobiernan; o a veces a amenazar a las mujeres que se atreven a desafiar sus decisiones y a intimidar (en ciertos casos hasta a matar) a quienes las defienden, respira el fin ostensiblemente totalitario de limitar la libertad de los otros existentes.

Pero la intención autoritaria no para en la imposición de límites negativos a los otros, a quienes intenta tratar como menores o incapaces en una sociedad de libres y de iguales, también es dada a autorizarse a sí misma, como en el ejemplo del cómico michoacano, una libertad absoluta sin consultar apreciación alguna, ni permitir a los otros su opinión o su guía. Sus actos soberanos son difícilmente censurables, así sean contrarios a lo que designan arbitrariamente a quienes pueden (como sus prácticas sexuales y sus alianzas turbias, de las cuales somos sus afectados más directos aunque la mayoría de las veces no las conozcamos), porque no se someten a la luz del día.

Finalmente era más asertiva, aunque igual de tramposa, la gitana aquella que seleccionaba, llevándose a la boca, los capulines que definía intempestivamente como «podridillos». Asimismo, los autoritarios políticos aparentan «defendernos del mal» de lo que no les gusta o les conviene, llevándose a la boca en un descuido lo que «por nuestra seguridad o salvación del alma» no permiten que los otros puedan comer, bajo su propio y soberano riesgo. Así, afirman un SÍ para ellos mismos, que es exclusivo a la capacidad de juicio de aquello que protege sus propios intereses.

Estos sujetos son incapaces de respetar la libertad de todos y utilizar el sí de los derechos para aceptar que se casen los que decidan hacerlo, de cualquier sexo y con todas las prerrogativas de los otros; que puedan protestar quienes ven agraviados sus derechos; que el juicio de la historia, o el de dios en caso de pecado, decida por los pasos que darán aquellos que a sus ojos se equivocan; que aborten las mujeres que deciden hacerlo, con los recursos de salud y garantías que se merece su condición cabal de ciudadanas. En fin, que cada quien haga lo que quiera, con el único límite del respeto a los derechos y situados en el contexto puro de la democracia.

Si lo que se defiende o se practica no afecta a ningún otro que no sea el yo mismo, no existe derecho alguno a limitar su práctica. Los ambivalentes enunciantes del no para otros y el sí para sí mismos no son, como les gusta parecer, los más morales, por defender y preservar para ellos lo que quieren, a su real antojo, sin respetar el derecho de todos a decidir por sí mismos lo que les conviene. Su gusto patriarcal de decidir por todos es, además de todo, un promotor de intolerancia, al imponer a toda la sociedad el gusto por el NO… para los otros.

*Académica y ex directora del Instituto Michoacano de la Mujer (IMM).

10/RMG/LR/LGL

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