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Malas noticias

Por Cecilia Lavalle *

Aquí, Dios es el nombre que más se escucha. Aquí, la gente pide, ruega, suplica, agradece o, simplemente, se rinde a la voluntad divina. No es un templo. Es un hospital.

A lo largo de varios días he oído que invoquen a Dios con la mirada, en medio del llanto, con una sonrisa, incluso en silencio he podido oír su nombre. Lo he escuchado de las personas con las que me cruzo en el camino y de los labios de mi madre. A ella le he oído invocarlo entre lágrimas a menudo, y en silencio la mayor parte del tiempo.

Mi padre está en el hospital y el diagnóstico no es bueno: cáncer.

Cuando el médico nos dijo, yo sentí frío y en mi mamá llovía.

Y no es que fuera una novedad. Mi padre tiene dos años diciéndonos que tiene síntomas de cáncer, por más que nada le doliera. Es que nos fuimos aferrando a que se equivocaba, a sabiendas de que él es un buen médico.

Pero ya no hubo manera de mirar a otra parte. El doctor De León, un hombre cuyo cabello hace honor a su apellido, nos dio la mala noticia. No le gusta dar malas noticias, se le nota; pero ha encontrado el equilibrio perfecto entre tomar distancia y ser empático. Fue la mejor persona de quien pudimos oír las malas noticias.

Aquí los días se pierden, se escapan, se esconden tras un mostrador sin respuestas, tras una sonrisa que no llega, tras el rostro adusto y los ojos compasivos de un médico.

Parece que llevo aquí semanas. Ya hasta encuentro rostros conocidos que me dan los buenos días o las buenas tardes o las buenas noches. Y, claro, ya conozco los nombres de otras personas que, como yo, esperan noticias y hacen acopio de paciencia, porque aquí lo único cierto es que hay que esperar.

Pocas cosas hermanan tanto como la pena.
A estas alturas ya saludamos de beso a las familiares de una señora que ocupa la cama contigua a mi padre en la sección de terapia intensiva. La hermana de Isis –así se llama la señora que me sonríe invariablemente cuando me ve- llegó con infarto cerebral y «con el favor de Dios», como Isis dice, ha mejorado tanto que tal vez pronto la pasen a «piso».

Aquí, «piso» es una buena palabra, es sinónimo de esperanza, es la evidencia de que las cosas mejoran.

A mi padre también lo pasarán a piso y pronto podrá ir a casa. La emergencia fue superada. Pero vienen días difíciles. Los resultados de la biopsia, para empezar, el apellido del cáncer, para seguir, y el pronóstico, para terminar.

El apellido del cáncer es muy importante. También eso he aprendido aquí. Porque de su «estirpe», así le dicen los médicos, depende todo lo demás.

Aquí hay más mujeres que hombres. Me acuerdo entonces de la película Magnolias de Acero. Hay una escena, protagonizada por Sally Field, en la que frente a un féretro le dice algo así a sus amigas: Se supone que ellos son los fuertes, pero fui la única que acompañé a mi hija hasta que exhaló el último suspiro; mi esposo y mi yerno no pudieron soportarlo.

Cuando veo a mi madre llorar a mares y sobreponerse, pintarse los labios y sonreír antes de visitar a mi padre, pienso que ella es una magnolia de acero.
Y eso también lo descubrí aquí.

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* Periodista y Feminista en Quintana Roo, México, integrante de la Red Internacional de periodistas con visión de género.
10/CL/LR/LGL

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